Leo en el Diario de K un aforismo que me viene al pelo para una reflexión a la que llevo dándole vueltas un tiempecito. Dice Karmelo Iribarren, “Si todos somos distintos, cómo vamos a ser todos iguales”. La tensión entre la excepcionalidad y la normalidad tiene, además de unas consecuencias políticas, un gran interés en el plano de las relaciones humanas. Al hilo de la Tetralogía de la ejemplaridad, de Javier Gomá, se me plantea la necesidad de esclarecer en qué medida unos somos distintos, y, sobre todo, la posibilidad de que algunos humanos sean mejores que otros humanos. Es de sobra conocido el eslogan de que “no hay nadie mejor que nadie”. Aunque entiendo en qué sentido se dice, hay algo en mi interior que me susurra que no es cierto. Pongamos por caso a los mayores criminales de la historia, sean o no jefes de Estado y a esas personas bondadosas que han dedicado su vida a sacrificarse por los demás. Cómo van a ser iguales.
La necesidad de correr el velo de Isis, como diría John Rawls, para determinar en qué términos tenemos derechos es lo que se ha dado en llamar igualdad de oportunidades, si bien, este es un término lleno de polémicas. En un principio se pensó como herramienta para eliminar los privilegios de la nobleza en el Antiguo Régimen e implicaba la obligación del gobierno de remover los obstáculos legales para que se hiciera efectiva la igualdad legal. Es decir, simplemente se trataba de poner a todos las mismas obligaciones tributarias y eliminar los atajos y las restricciones para alcanzar los cargos públicos, dando por sentado que estas decisiones darían resultado una sociedad en la que cada cual alcanzaría un nivel correspondiendo a su mérito. Otros, sin embargo, consideran insuficientes estas medidas para garantizar una igualdad y plantean la necesidad de políticas activas para contrarrestar las deficiencias previas a la persona, como pueden ser una familia desestructurada, un entorno socioeconómico deprimido o incluso, la compensación por las discapacidades personales sobre las que el individuo no tiene responsabilidad. Imagino que todos estarán en un punto medio y que hallar ese punto es la discusión política. La sociedad se plantea cuánta desigualdad “natural” estamos dispuestos a aceptar.
Sin embargo, y esto es un malentendido bastante generalizado, no se trata de que todos tengan lo mismo, ni incluso en las versiones más radicales del comunismo o el anarquismo. En todo caso, dirían, que todos tengan derecho a lo mismo. Como diría Chesterton, no todos tienen los mismos gustos. Los reconocimientos sociales existen como método evolutivo, los hermanos Castro Nogueira hablaban del homo suadens para referirse a la capacidad que tenemos los humanos de influir y ser influidos por el beneplácito de nuestros iguales. Que los tuyos muestren su conformidad con tu conducta, que reconozcan como buenos tus actos nos ayuda como comunidad y, a la larga, como especie. Dentro de este marco, la posibilidad de encontrar unos modelos parece lógica y necesaria. Un modelo, como dice Javier Gomá, es la certeza de confluir el ser con el deber ser. No se trata de gregarismo inconsciente, sino más bien, de la decisión del sujeto autónomo de mejorarse a sí mismo mediante un modelo que le hace patente que esa posibilidad existe realmente y no es una ilusión. Si otro puede, es posible.
La necesidad de gente admirable, de héroes que sirvan de ejemplo tiene también un reverso tenebroso. Idealizar a las personas puede ser más o menos esperable, como en el llamado efecto Mateo, por el que a alguien que tiene una cualidad sobresaliente se le atribuyen otros méritos no demostrados. Por ejemplo, al buen estudiante de matemáticas se le atribuyen cualidades en otras asignaturas que no tienen por qué corresponderse con la realidad y se tiende a disculpar los fallos como despistes. A un alumno mediocre se le calificará con más rigor atribuyendo sus errores a la falta de estudio o de inteligencia. Los pedestales no son buenos porque idealizan de manera desproporcionada, y, como recordaba Juan de Mairena, conviene tener los pies en el suelo para tener una idea aproximada del tamaño propio. La labor de desmitificación de los héroes se plantea como un acto de justicia. Saber que incluso Gandhi tenía sus sombras puede hacer que esos personajes ejemplares tengan su lado humano y así hacer más factible su emulación, mientras que, si los mantenemos tan fuera de nuestro alcance que sean casi divinos, nos podemos permitir el lujo de ver como imposible su ejemplo y dedicarnos, cómodamente, a ser mediocres.
Maurice Minnifield, el potentado ex-astronauta de Doctor en Alaska, interpretado por el gran Barry Corbin, estallaba en uno de los primeros episodios de la serie contra el locutor de su emisora de radio por dejar intuir en las ondas que el insigne poeta Walt Whitman había probado las mieles de otros hombres. Para Maurice eso es cortar por las rodillas a un héroe americano. Y la sociedad necesita héroes. Este personaje, que encarna las virtudes del republicanismo ultraliberal norteamericano, puede llegar a aceptar la homosexualidad del personaje mientras que se mantenga impoluta su imagen. El héroe no debe tener ninguna tacha, y se aplica tanto a John Wayne como a los astronautas del Apolo XI. De alguna forma está conectada en su manera de pensar la desigualdad en el aprecio de los conciudadanos con la justicia en esa desigualdad, aunque esté falseada en cierto grado. Nuestra cultura está basada en héroes, pero los de la época clásica estaban llenos de ruindades y debilidades humanas, y con todo eso se convertían en figuras legendarias por las cualidades sobresalientes que les hacían especiales.
Las historias de los héroes cotidianos, de los hombres hechos a sí mismos a pesar de las adversidades tanto de los grandes potentados que son generosos con su caridad son hagiografías que pintan sin matices las bondades de unos personajes que, en demasiadas ocasiones, resultan humanos, demasiado humanos. Cuando precisamente se les critica estas debilidades un gran sector de la opinión pública salta como un resorte y comienza la polémica.
Por otro lado, la profundización en las desigualdades y las diferencias entre los seres humanos está llegando a una concepción fractal de la identidad. Ya no producen identidades generales, el Hombre, la Humanidad. Se advierte como un peligro la comunidad nacional por su cercanía al fascismo y se trocean las identidades territoriales como se parcelan las que dependen de tendencias sexuales y se segmentan los hábitos de consumo. Todos somos tan diferentes que es imposible encontrar un nexo en común que nos haga iguales. Voces en la izquierda hablan de la “trampa de la identidad” para recalcar que son las grandes identidades de clase las que determinan las demás características. La obsesión de los gurús y coaches para crear una marca personal puede ser un indicio muy fiable de quiénes tenemos en contra.
En esta tensión entre sentirnos iguales, para tener iguales derechos, o sentirnos todos diferentes para ser merecedores de iguales derechos estamos. No sabemos muy bien cómo gestionarla. Lo que sí parece es que la defensa de las heroicidades sin fisuras, de las panorámicas que idolatran estos seres especiales, casi divinos, tiene mucho que ver con la defensa de una desigualdad social incontestable. Necesitamos héroes como necesitamos infierno para los pecadores. Tenemos la zanahoria que es la emulación del ejemplo y el palo de la condenación a la miseria. Y quizás por eso estén tan deseosos de que exista una distinción entre las personas, para negar cualquier tipo de aspiración a la igualdad.
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