Abril en los inviernos tiene vocación de doler, de recalcar la
herida: “Todos vivos. / Los supervivientes y los resucitados. / El mar se acaba
/ ante el espejismo de los ojos / para no entender la muerte” (III). Y a la vez su incardinación
concreta, su cotidianeidad habita la esperanza: “Alejase del eje confuso /
donde el engaño instala sus coordenadas” (IV);
“Los secretarios de la tristeza buscan adeptos” (VII); “Los peces de arrecife / lloran al mar que no llega. / Se
consume el invierno / en los acuarios” (XIX)
En cierta forma es una liturgia de la luz: “Despertar
un día / con el aliento viejo, / y sabes que el sueño fue la juventud” (VIII); “Caricias de llama / y calentura.
/ Refugio febril / donde curan los amantes” (X); “Un olvido de niebla salvaje / para que el arquitecto construya
la claridad. / Las ventanas no protegen, / los muros no salvan la altura del gigante
miedo. / Nos alcanza el día siguiente” (XI);
“He dejado encendida las luces del laberinto” (XVIII).
La eterna rueda del ciclo de la vida, abril como
brecha en el invierno, la primavera del invierno, el invierno de nuestro
descontento. Se suceden las metáforas y el simbolismo, y es uno de los puntos
fuertes de este poemario: somos madejas y el nudo la muerte (XXXIX); “empeño la caja y el grial por
un mapa de caricias” (XXXVI). en su
labor de eliminación de lo superfluo, Nicolás Corraliza juega con el impresionismo,
con pinceladas de sensaciones: nieve sucia, escoria, silencio, perfume, cordón
del aire. Es una táctica de situar al lector. Y de sitiarlo: “Primera lección
de balística: / la poesía es una bala / de un calibre excepcional” (XXXVIII). La meditación sobre el
paisaje: “Así es lo indescifrable” (LII).
En este abril se conjugan elementos vitales (por
ejemplo, la escuela como cárcel, XL, XLII), elementos contemplativos (la
piedra que sostiene la casa, XLI), elementos
cotidianos (el ascensor XLIII y la
vida que subsiste: “Llevamos el horror de la supervivencia”, XLIII). Y se van intercalando “Hombres,
pero no humanos” (XLV), insensibles a
la tragedia cotidiana. Precisamente por esa cotidianeidad hay vocabulario no
tradicionalmente, convencionalmente poético.
Tenemos también un contenido más íntimo, “los males en
casa” (XLVI) y social: “Todo el
sudor. / Espiga de los puentes / de tantos hombres “(XLVII). Haikus disimulados: “He sido otros. / He escuchado próximas
sus voces” (XLVIII). En este caso no
como Rimbaud, Nicolás Corraliza más que de la despersonalización, habla de
saltar del yo al Otro. “Otro yo, me lleva por / el fuego interminable / del
invierno. / Me guardo. / Me recojo a mirar / la lluvia y sus pavesas” (LXIII). Se deducen de los poemas que hay
un claro enraizamiento, la infancia es un contrapunto recurrente. La infancia y
la vejez, el paso por las edades (LVI)
y la añorada juventud LXXXIX: (“La
edad es el espacio / que nos separa de lo nítido. / Perfecta geometría / la
juventud”, LXXXIII).
En un consejo muy valioso tenemos: “Olvida el poema: /
búscate un sueño que te haga feliz” (L).
Y leemos poema como pensamiento, como filosofía fuera de la vida. Cuando nos
dice de “Un verso en defensa propia” (LI)
demuestra un Ángel González bien entendido.
LXV Gil de Biedma, León Felipe… como Carlos Cano en su primer disco.
La reflexión tiene también un lugar importante entre
los versos de Nicolás Corraliza: “Hay excusas para malos y buenos / Estamos
aquí para cantar al amor” (LIII); “No
busques interrogantes. / Cada certeza viene anclada a otra pregunta, / y al
final, la tierra es plana en las guerras” (LIV).
Y se acompaña de poderosas imágenes: “La esperanza estudia / en academias de
nieve. / Quiere ser abril” (LVII); “Todo
es la nada. / Ausencia de la luz / de nuestro mundo” (LX); “Apenas hay tiempo para morir / y ya renace la nieve en tus
medidas” (LXXI). Igualmente, un
compromiso concreto, muy en la onda de León Felipe: “Doctor: / hoy me duele el
mundo / a la altura del Hombre” (LXXVII);
“Basta un monosílabo / para seguir engañados” (LXIV). La certeza de la incertidumbre (“Nunca avisa el desorden”, LXX) es una constante en la poesía –y la
filosofía de los últimos tiempos. Ni siquiera nos queda el refugio del pasado (“No
eres tú la que viene. / Es el pasado el que acude / cuando te pienso”, LXVIII). Queda, si acaso, la evidencia
de estar vivos en cada momento y que la muerte llegará inexorable: “Ser. /
Pertenecer a una emoción / para estar vivo / o morir en el intento” (LXXXII).
“Nunca duermen las estatuas.
Férreas en su muerte y
su quietud nos miran sin maldad,
como si supieran que
los vivos también estamos muertos.
Será nuestro este lugar
cuando no tengamos nada” (LXXXVII)
Poemas de aliento más largo, más clásicos XCVI, alternando con la bala certera de
otros poemas: “No escuches el ruido / ni desatiendas el hambre de su eco. / La
proeza es bajar en equilibrio, / agarrarse a la furia desigual de la pendiente.
/ Llegar a casa es volver a abrirla puerta” (XCIX). El final es claro: “Entre los juncos de los manantiales / se
esconde el pájaro poema. / NO vuela si no quiere. A veces está quieto / y a
veces no está” y termina, “El mar estuvo aquí. Siento sus lindes” (C).
“En la sana
ebriedad
de la euforia y el
fervor,
un nacimiento
cruza las líneas
inéditas.
Para cada ser un
nombre,
para cada hombre
un papel timbrado
en el registro.
Todos iguales.
Todos distintos
en la pureza de los números” (XCIII)
Muchas gracias, Javier. Abrazos
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