La cuestión de la evaluación ha
sido siempre el caballo de batalla para instaurar reformas educativas y,
personalmente, siempre he tenido la impresión de que son formas más o menos
encubiertas de obligar a los docentes a claudicar y aprobar al mayor número
posible de alumnos independientemente del grado de sus conocimientos. Por eso,
más que insistir en la mejor en las técnicas de aprendizaje o en la dotación de
medios humanos y materiales, la formación de los profesores ha insistido en los
cambios de metodología en la evaluación.
Estas
son unas reflexiones al margen de los números que tanto interesan a las
políticas educativas, son más bien intentos de mejorar mis prácticas personales
con pensamientos en voz alta. Durante muchos años de docencia he ido
aprendiendo –y me temo que desaprendiendo– para ser más efectivo. Aprendí de
otros compañeros que, en lugar de repetir un esquema mal realizado, merecía más
la pena pasar página e intentarlo en la siguiente ocasión; o que la ortografía
es mejor enseñarla y reforzarla más que castigarla. He cambiado de método de
calificación muchas veces con la intención de mejorar la manera de comprobar si
los alumnos han adquirido los conocimientos pertinentes. Tampoco voy a negar
que alguna vez haya utilizado los exámenes como método disciplinario,
amenazando o poniendo exámenes para que “aprendieran” la necesidad de una buena
actitud y el trabajo diario.
Compruebo
con otros compañeros de otros departamentos que hay muchas maneras de aplicar
la evaluación, aun siguiendo la normativa escrupulosamente. Por ejemplo. Unos
departamentos preferimos ir examinando y eliminando la materia examinada. Si
aprueba el tema 1, perfecto y si suspende el tema 3, se recupera el tema o el
trimestre si la media no es un 5. Unos compañeros reducen el número de pruebas
en el trimestre a una o dos, yo prefiero dividir por temas o incluso trocear
por epígrafes si considero que la materia es muy densa o compleja. Más que
poner fácil el aprobado me mueve es comprobar de manera muy concreta qué es lo
que ha aprendido en cada caso. También me pongo en el pellejo de quienes tienen
que asimilar páginas y páginas de una decena de asignaturas.
Otros
departamentos prefieren planificar los exámenes añadiendo temas y rescatando
los ya dados, ponderando los contenidos. En el primer examen cae un tema y vale
el 20% de la nota del trimestre y el 5% de la nota final del curso. En el
segundo examen entra toda la materia del trimestre y su peso es mayor puesto
que la dificultad es mayor. El examen final, en el que entra todo el curso
supone el 40% de la nota de la materia. El objetivo es que un alumno puede
aprobar el último examen y así recuperar un curso en el que no ha conseguido
los objetivos. Tiene sentido.
Además
está la cuestión de la estructura de los exámenes. Partiendo de la
profesionalidad y el buen hacer de los compañeros –estamos obviando los casos
de quienes van saltando por los cursos disimulando un trabajo–, hay dos maneras
de enfrentar la elaboración de la prueba. Para algunos se trata de ir
preguntando cada una de las cuestiones básicas, con preguntas de similar dificultad. La
competencia del alumno se demuestra si domina al menos la mitad de los puntos
clave. Una modalidad de este tipo de exámenes es el que incluye una pregunta
“para subir nota”, que sea de especial dificultad y que sirva para que los
alumnos más aventajados, aquellos que han entendido bien la materia y no se
limitan a repetir como papagayos la lección puedan demostrar sus conocimientos
y su capacidad de razonar. Esta pregunta no es imprescindible para aprobar,
pero es la que ofrece el matiz para el sobresaliente. (No voy a entrar en los
casos de compañeros que consideran que la perfección no existe y se resisten
tozudamente a poner un 10 a un alumno.)
Otro
modelo de examen es el que plantea un desafío, un problema de especial
dificultad que sirva para demostrar el absoluto dominio de la materia. Aquellos
alumnos que no tienen la totalidad, pueden demostrar sus conocimientos en los
pasos previos. Estas preguntas ponderan con mucho peso por su especial
dificultad. Es un modelo de examen especialmente pensado para alumnos
brillantes, pero nefasto para los mediocres. Los malos alumnos –por falta de capacidad
o de esfuerzo– fracasarán en cualquier caso. Los alumnos inseguros, que llevan
la materia más o menos dominada se sienten intimidados y los pocos
conocimientos que pueden poseer están desbordados y probablemente fracasen
mucho más claramente. Es decir, alumnos que podían demostrar sus conocimientos
de racionalización con varias preguntas de similar dificultad que abarcaran
todos los casos con un 4 o un 5, ante un problema complejo en el que se mezclan
varias tipologías probablemente emborronen varios folios y no lleguen a
terminar cosas que sí sabían, obteniendo calificaciones muy deficientes.
No
es solo cuestión de que sea más o menos alto el listón, sino de exactitud a la
hora de medir lo que realmente saben los alumnos. No es dar por bueno lo que es
regular, sino calificar de regular lo regular y de malo lo malo.
Algo
parecido veo al sistema de porcentajes acumulativos. Si a un alumno mediocre le
cuesta sangre, sudor y clases particulares llegar a comprender tema a tema,
¿cómo vamos a pretender que rinda con un aprobado si la materia se multiplica?
Si no puede aprenderse un tema, ¿tendrá confianza en aprenderse 4? Este modelo
premia a aquellos alumnos que se han despistado durante el principio de curso y
que cogen la mecánica de la materia a medida que pasan los trimestres. Sin
embargo, no ofrece garantías a los alumnos que solo pueden asimilar pequeñas
cantidades de materia cada vez. Poco a poco pueden ir aprendiendo, demostrando
que lo han entendido, pero si se les hace la prueba mucho más adelante,
probablemente se aturdan. De nuevo no consiste en dar por bueno lo que no lo
es, sino de comprobar en qué medida han aprendido los alumnos.
Un
alumno mediocre tendrá muy difícil demostrar que ha aprendido si en la prueba
tiene que repasar medio curso. Si lo consigue será perfecto, ha alcanzado el
objetivo, pero ¿y si no lo hace?, ¿significa que no se ha quedado con nada? La
objeción es precisamente esa, el medir exactamente qué ha logrado asimilar tras
un atracón de varios temas. Sobre todo teniendo en cuenta la densidad de
nuestros temarios y la falta de horas por materia para muchísimas asignaturas a
la vez.
Realmente
no sé cuál es el mejor sistema. No trato de menospreciar a los alumnos y
clasificarlos como incapaces de aprender grandes cantidades de materia.
Comprendo que el acumulativo debería garantizar que el alumno sabe toda la
materia al final de curso y que eliminando materia se favorece que los alumnos
vomiten y olviden cada uno de los temas. Sin embargo no termino de convencerme
de que sea la mejor manera de comprobar el nivel que tienen los alumnos, es
decir, el grado de aprendizaje que han logrado alcanzar. Probablemente si nos
preguntaran por los conocimientos que demostramos los que ahora somos adultos
nos sorprendería comprobar que gran parte de lo que aprendimos de adolescentes
ha quedado totalmente olvidado. Fue necesario para formarnos, para entrenarnos,
pero el contenido se perdió entre las neuronas. ¿Hasta qué punto está
justificado ese olvido durante un curso?
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