Los buenos poetas a menudo se
esconden en su amor a los libros y se retrasan a la hora de dar el salto a los
anaqueles. Es el caso de José María García Nieto quien publicó en 2017 gracias
al Premio literario Gobierno de Cantabria, 2016. Internacional de Poesía
Gerardo Diego, su primer libro de poesía tras 25 años de escribir. Se trata de
un libro bien depurado, con poemas contenidos y profundos, demostrando buen
hacer y buen ojo a la hora de plantear temas y ritmos.
Su
primera parte, Lágrimas de agua de mar,
ahonda en la sensación del poeta de tomar la escritura a la vez como una tabla
de náufrago y como una forma de conocimiento, una manera de situarse en el
mundo: “Balbuceamos poemas, razonamos / pobremente, pero en esta noche / puede
que hallemos consuelo, / bajo estas líneas, sin saber de Dios; / bajo estas
líneas esté el sendero / dibujado del camino que acoge / nuestros pies y la
dota de perfume / y calma, así como los poemas / hacen que esta nueva
respiración / tenga un sentido y un ideal” (Apetito).
Consciente de esta metapoesía como una especie de dulce maldición: “Dejo de
escribir y no es una táctica / es como si las palabras hubieran / volado,
echado raíces /en otro sitio” (Esperando
el invierno).
A veces el
ritmo de un poema ajeno tiene la misma respiración que uno mismo, y las
imágenes acaban pareciendo de nuestros sueños –o de nuestras pesadillas
particulares–. Los temas, además de la poesía, abarcan la experiencia humana,
la sensación sublime y terrible del paso del tiempo, la casi necesidad de
abandonarse: ‘…¿No sería / mejor cesar, declinar el envite / y renunciar a
luchar contra aquello / que no podremos controlar jamás?” (Obstinación). Una sensación asfixiante de atropello, de falta de
espacio, de necesidad de huida: “… de esta amarga / entrega de la vida a cambio de unos / escasos versos, y no
siempre buenos” (No siempre buenos).
El recurso al encabalgamiento continuo insiste en la sensación de angustia y
necesidad de espacio.
José María
García Nieto sabe que la poesía, además, es comunicación, es el nexo íntimo de
conexión con alguien a quien nunca conoceremos por mucho que pudiéramos tenerlo
delante: “… que adoro leer cuando hay alguien / al otro lado y que, en el
fondo, la parte / bestial gana a la zona racional” (Zona racional). Una reflexión continua sobre la labor de vivir como
metáfora de la escritura, del juego, del riesgo y de una impostura vital, un
autoengaño necesario para continuar en la brecha: “sé que tal vez suena a
falsedad, / pero ¿no somos todos unos maestros / en fingir amar y en simular
vida / mientras se sueña, amarga la vida / hasta que se nos brinden cartas
nuevas?” (Ciudad del sur).
En cierta
forma retoma argumentos y relatos como la poesía de la experiencia, pero sin el
ambiente canalla al que se recurría a menudo como tópico: “Me imagino que serán
los años / pero me ocurre cada vez con más / frecuencia que los mejores poemas,
/…/ … son preguntas al vacío, / ni siquiera enviadas al lector sino /
preguntas, preguntas y más preguntas” (Cosas
de viejos).
En el camino
de la vida, la infancia miró al futuro y la vida decepcionó. La existencia a la
que el poeta se refiere, es un mundo inhóspito, casi hostil, en el que hay que
construir lentamente, casi sin esperanza los espacios de intimidad y de
habitabilidad entre las personas: “sentimientos hostiles en la noche afilada, /
tú sabes que no hay nadie, más sabe que existe algo, / algo ocurrido a un ser
tímidamente humano / que puede conmoverte, o hacerte pensar / que exista
alguien ahí que está leyéndote” (Alguien).
Recurre el poeta a la relación íntima con el lector: “A veces pensaría que
vosotros sois mis únicos testigos” (Mis
únicos testigos).
La confianza
en la poesía deviene de un desengaño de la Razón, la advertencia de que la
racionalidad del mundo nos sobrepasa: “Cansado, asustado de la luz, / me
refugio en la oscuridad” (El vicio de la
razón). Como en El sabio, que
acabó demente, “pero su mujer me recomendó / que no me preocupara, que era / la
primera vez que le veía feliz”.
Una eterna
sensación de abandono y de dolor, que sin embargo, no se dibuja en un poemario
lastimero, al contrario, una gran vena de fuerza, de élan vital, es la que mantiene en pie al poeta y a los poemas: “Cuando
tus penas y mi dolor / significa lo mismo que un dibujo / que un niño hace en
los días aburridos” (Semejante pérdida).
El contacto
con el Otro se desarrolla especialmente en la segunda parte del poemario, Demasiado a menudo no puedo ver tu corazón.
En él se erigen las dos personas del verbo, por un lado el poeta: “… sigo
siendo lo que soy / aún después de la gran oscuridad” (La gran oscuridad), por el otro, el mundo y sobre todo lo ajeno. En
esa dialéctica se intenta abarcar la experiencia: “que yo era un universo en
miniatura” (La sangre de las venas)
y, a través de ella, el poema:“La poesía no es un don, es algo más” (La poesía no es un don).
De una manera
casi mágica se produce el contacto, que de manera frágil, puede perderse: “Yo,
después de un tiempo, maravillado, / caído en amor, honrado por tus labios, /
no prestaba atención a tus palabras, / al lenguaje de tu cuerpo: bastaba / para
mí la música de tus labios” (Música de
tus labios).
Termina el
poemario con una constancia, con la evidencia de que debe existir un asidero,
una certeza: “la fe, como una brisa invisible / que te llama, / te acuna y te
mece” (La fe). Una manera rotunda de
no sentirse sobrecogido y desalentado: “¿Quién, sin ser poeta, no se ha
apropiado / de la herida, el daño, el dolor / de alguien concreto y ha hecho
suyo / los síntomas y también la receta?” (Propietarios
de lo ajeno).
“Hay una
poesía menor en los recodos
de lo que
queda cuando ascendemos
en sabiduría
hacia sitios inhóspitos
y llenos de
una alegría invadida
de tristeza
pues parece que nuestro
tiempo ha
pasado y lo que parece
ascensión tal
vez no sea sino un bucle
que dicen que
hay una poesía menor
en los
recodos…” (Poesía menor)
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