Claudia Campos (Montevideo. 1971)
es escritora y actriz, pertenece al colectivo multdisciplinar Los negros. Su
primer poemario fue La carne es Devil
(Editorial Yaugurú, 2013). También ha realizado residencias artísticas. Jardín interior se publicó por primera
vez en 2017 y se presentó en una puesta en escena en el Centro Cultural de
España, en la Feria de Editoriales Independientes y en el espacio Casa Mario.
Encabeza el
volumen una cita de Antony & The Johnsons. Consiste en una serie de textos
acompañados de fotografías a modo de acompañamiento poético. El fragmento es la
unidad básica de este volumen, precisamente segmentada es la memoria sobre la
que trabaja Claudia Campos. Roberto Echevarren firma el epílogo y resume la
estructura del poemario: “Infancia recuperado, impresiones se superponen sin
rima ni razón”.
El inicio es
devastador: “Infancia, el violador que
llegaba a la hora de la siesta y entraba al galpón del fondo cuando Daniela y
yo jugábamos a ver vidrieras” (I). En principio no sabemos si se trata de un
recuerdo real o si se trata de una metáfora. Si la metáfora es la vidriera, o
la violación. A medida que avanzan los textos se despliega la terrible verdad:
“Infancia, mostrar mi ano fisurado al doctor Artagaveytia y tener que vestirme
para la ocasión. (…) Después de ese accidente, me obligaron a cambiar de dieta.
Conocer verdura” (II).
La sombra de
este suceso va planeando sobre el resto de las páginas, que gracias a la contención
supera la crónica negra. Asistimos indefensos a las complicidades que se tejen
entre los adultos que traen como consecuencia dejar en el abandono a las
víctimas: “Predecir la tragedia, estar entrenada para eso” (III)
Los recuerdos se
van acumulando desde la infancia, donde la tragedia está en segundo plano, en
el Jardín interior. Este es un
proceso de ocultamiento que comienza con el círculo más cercano y se extiende
hacia el interior y al exterior. Al final uno termina por guardarse secreto a
una misma: “Trataba de concentrarme en un tapiz que estaba colgado en el
comedor (…) Me pasaba horas mirándolas hasta que escuchaba los frenos del auto
en el porche. Ahí se rompía el hechizo y más tranquila recibía el mal humor de
mi padre y el silencio de mi madre. Y un libro, cada viernes. Lo que todavía
les agradezco” (VI).
La lectura
pudo ser una salvación, al contrario que las actividades que pretenden
normalizar, incluir en la sociedad a la protagonista: “Infancia, odiando el
club Juventus. Era gordita y me mandaban dos veces por semana a hacer gimnasia
y natación (…). El disfrute de mirar a otros. Querer la vida de otros” (VIII).
La
protagonista de este terrible relato está pendiente de todo lo que pasa a su
alrededor, de los fetos conservados en formol, de mirar hacia afuera comprobar
qué hacen los vecinos: “Infancia, la pareja de mongólicos que vivían al lado de
casa y lo único que hacían era coger (…). A la vez, mi abuela me obligaba a
tender ropa en la azotea. El sacrificio como forma de acercarnos a Dios aunque
solo fuera en altura” (VIII). Estas reflexiones son la pista del proceso de
recomposición de la personalidad dañada de la cronista.
En ocasiones el estilo recuerda a
las narraciones del llamado realismo
mágico: “Infancia, mi abuela devorada por una anaconda cuando lavaba ropa
en el campamento, a orillas del río Queguay. Su cuerpo dándole forma de mujer a
la serpiente (…). Estábamos todos, pero solo lo vi yo. La mayoría de las cosas
de cuando era niña sucedían así” (XI). Sin embargo, mucho nos tememos que la
realidad que se mantiene tras las palabras es demasiado dolorosa para ser una
ficción. Roberto Echevarren en el
epílogo coincide: “aquí no hay metáforas, las impresiones son impresiones (…).
Y el mayor secreto, cosas vistas increíbles, vestidos blancos que se elevan de
las macetas por las noches, impresiones sin explicación”
Los intentos
de la todavía niña por superar todo el mundo mágico que acompaña a la tragedia
cuentan el esfuerzo de lo que se ha dado en llamar resiliencia: “Todavía con
camisa blanca y pollera azul tableada, escribía en mi diario «todo va a estar
bien», «que seamos felices», «que mamá y papá no se preocupen». Esas mismas
palabras son las que digo ahora en voz alta cuando estoy en el baño. Ahí es
donde converso conmigo” (XII). Es un trabajo muy minucioso y continuo de sanación.
La recuperación de la memoria se hace desde el fragmento, a los que asistimos
los lectores, pero también está armada de ternura, de una infinita ternura a la
hora de afrontar los personajes. Incluso aquellos que causan el daño y lo
ocultan. La poesía que se filtra entre estas líneas se compone de esta mirada,
y de un preciso uso de las expresiones, de una valentía y honestidad en el
proceso de recuperación de la memoria que, mucho nos tememos, durará toda la
trayectoria vital.
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