El apocalipsis se acerca, lo
sabemos, aunque actuemos como si no fuera a llegar nunca. Lo mejor de atender a
las noticias es que con el sofoco puede que se acelere el final y ya no te
tengan que preocupar ni tu pensión ni el coronavirus de Wuhan, ni las
barrabasadas de los políticos gamberros y los cínicos. La cuestión es que un
día moriré. Pero solo moriré un día, para el resto tengo que estar respirando y
atendiendo a estas cosas.
Supongo
que me estaré volviendo tan paranoico como los que ven en este gobierno un
agente social-comunista patrocinado por narcodictaduras.
No
estoy informado plenamente sobre los coronavirus en general ni sobre esta
epidemia en particular, pero sí que estoy sorprendido de ver cómo van ocupando
espacio en las noticias. Y, como estoy un poco suspicaz, atiendo en oleadas.
Las primeras hablaban del coronavirus en una región de China con el mismo tono
apocalíptico que se usa para una tormenta (las que ahora se llaman DANA). A
medida que pasaban los días, el virus se tornaba más presente. Los primeros
contagios fuera de China.
La
segunda fase es la de la xenofobia desatada. Muy interesada, por supuesto. El
coronavirus ofrecía una coartada humanista al rechazo. Uno sospecha de que hay
gente que respira aliviado cuando puede desconfiar del prójimo con una razón
razonable. A las personas no nos gusta sentirnos malas personas. Y los
nacionalismos tienen su repercusión económica en la guerra económica entre
Oriente y Occidente.
Paralelamente
esta fue la fase del espectáculo, la de la admiración mundial acerca de la
capacidad de construcción del país cuya Gran Muralla se puede ver desde el
espacio. Un hospital en diez días. Y los chistosos comentarios para acabar la
Sagrada Familia el viernes tarde o el sábado. El ser humano no puede estar
alarmado todo el día y siempre se puede sacar el lado bueno. Y en este caso son
las empresas españolas que fabrican mascarillas y que están haciendo su agosto.
Tercera
fase. La exageración. Ahora comienzan a surgir como caracoles tras la lluvia
todas las estadísticas que desacredita la emergencia. No es más que una gripe
un poco más virulenta. Se están tomando medidas demasiado histéricas, que por
el número de casos y su mortalidad no hay para tanto. Que si estamos montando
un gasto desproporcionado de dinero, atención y medios. Y no es para menos, que
los repatriados son instalados en una planta del hospital militar Gómez Ulla
después de llegar escoltados por más de diez vehículos de la policía nacional y
la guardia civil.
Inciso.
Aprovechamos todo esto para atacar al contrincante político con esta excusa.
La
contestación viene de la mano de contrastar este coronavirus con la mortalidad
de otras enfermedades a las que no prestamos atención. Desde la desnutrición
por la guerra del Yemen, al Dengue, Zika, malaria, o accidentes laborales. No
digo que no tengan razón, sino de que me escama lo organizado que parece todo.
Son, somos, agentes individuales interaccionando de manera tan precisa como un
reloj de los antiguos, de esos que parece mentira que aún sigan dando la hora.
Y
llega la catástrofe del Mobile World Congress. La decisión de una empresa
arrastra a otras, a muchas hasta que la organización decide cancelar el evento
por causa mayor. Una manera muy estudiada de evitar las indemnizaciones. Sin
embargo, hay que ver cómo unos pocos días pueden arruinar a una ciudad como
Barcelona y a tantos trabajadores, hosteleros y empresas de taxis o escorts.
Porque
esto no va a parar aquí. Ya hay fábricas paralizadas por la falta de
suministros provenientes de China.
Por
cierto, ya no es el coronavirus, ni el virus de Wuhan, ahora es el Covid-19. Así
es como lo denominan los medios de comunicación públicos, al menos a finales de
esta semana.
De
las lecciones que aprendemos está la de la globalización. No ya es un efecto
mariposa, es un pangolín. También de lo importante que son las medidas que ejercen
los estados a la hora de encarar las distintas facetas de las crisis. Ahora se
está cuestionando la manera en la que China está resolviendo la emergencia
médica tanto como su transparencia informativa. Tantos frentes abiertos.
Lo
que me llama la atención es que parece un vaivén. Asustamos con el fin del
mundo para que, a los pocos días, tengan que aparecer otros discursos que
relativizan, minimizan o desdeñan la crisis. El pánico se rebaja, pero, antes
de que se rebaje la tensión demasiado, aparece una nueva vuelta de tuerca para
que sigamos asustados del mundo de ahí fuera. Siempre discursos plurales, para
que se pueda disentir estando de acuerdo. Es una estrategia que parece calcada
de unas crisis a otras. La tenemos bien estudiada con el cambio climático.
Para
enfrentarse al cambio climático están los negacionistas. La barrera última que
niega cualquier cambio del clima. Luego están los que pueden admitir un cambio
climático, pero no culpa del hombre. Paralelamente, los que dudan del cambio
hacia el fío o hacia el calor. Todos estos negacionistas acusan a los
científicos de estar manipulados por la ONU, que debe ser una especie de red
mafiosa, un poco como la del Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato. Quizás,
dicen otros, exista el cambio, pero ni es tan malo ni tan urgente. Llegamos a los tibios, a los que les
preocupa, pero no toman medidas personalmente para atajarlos. Entre estos se
puede enzarzar una buena dialéctica entre distintos cinismos. Los que son cínicamente
hipócritas y pregonan el ecologismo y no lo practican, y el cinismo de quienes
no lo practican y acusan a los primeros de hipócritas.
Luego
llega el postureo climático y las estrellas del cine, la televisión, la cultura
y las celebrities ad hoc. Un caldo de
cultivo perfecto para el tertuliano común que se entretiene mirando el dedo
mientras que Greta Thunberg señala la capa de ozono. Hemos conseguido una
movilización permanente para no hacer absolutamente nada. Conseguimos
asustarnos y no cambiar un ápice. Un estado de pánico perpetuo y de conformidad
eterna.
O
quizás es que esté demasiado suspicaz y desconfíe de tirios y de troyanos.
O
quizás siga un poco tocado por la gripe.
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