Eso no quiere decir que las tradiciones no cambien. Mucho más allá de las modas que cada año sustituyen la figura del caganer por un personaje de actualidad. No hay más que ver la simbología navideña típica. Abetos, nieve, trineos… nada que se corresponda con el paisaje geográfico de Palestina. En lugar de un clima templado, con inviernos suaves, llenamos nuestros belenes de espuma blanca y copos. No siempre ha sido así, la tradición de los belenes napolitanos, al menos recreaba con fidelidad el paisaje aunque se permitiera anacronismos en los oficios o las vestimentas.
Ahora tenemos una navidad centrada en Santa Claus, que originariamente está basado en la figura de san Nicolás, san Nicolás de Bari, un obispo cristiano de Anatolia. Un fenómeno de sincretismo aunó diversas tradiciones de personajes que cuidaban a los niños o hacían regalos alrededor del solsticio. Fueron los holandeses quienes llevaron su figura a Nueva Ámsterdam, la actual Nueva York y fue Coca Cola quien dotó al personaje de su particular imagen y terminó de redondear la leyenda de su fábrica de juguetes en el Polo Norte.
La historia de la Navidad cuenta, a su modo, el trasvase de los centros de poder desde el Mediterráneo al Atlántico y luego cruzándolo. La hegemonía estadounidense es paralela al cambio en las tradiciones navideñas. La manera de celebrarla también es símbolo del modelo productivo basado en el consumo y la producción que debe crecer constantemente. No hace tanto solíamos quejarnos del consumismo navideño, pero, me temo, este vocabulario anda un poco desfasado.
Los Reyes Magos son otro ejemplo de transformación geopolítica. Se ha repetido muchísimas veces que en el relato de los evangelios no se especifica que fueran reyes, ni siquiera que fueran tres. Sí que se insiste en su procedencia oriental. La Iglesia recoge y amplifica este acontecimiento para señalar el carácter universal del mensaje del Salvador. Es la Epifanía. También sabemos que la aparición iconográfica del rey Baltasar como el rey negro es incorporada en la Edad Media. En los preciosos mosaicos de San Apolinar el Nuevo en Rávena los tres son blancos, con barba blanca, lampiño y el último con barba morena. Según parece el mapa del mundo conocido se fue ampliando hacia el sur. Sin embargo, eso no explica por qué ninguno de los tres, antes o después, pertenezca étnicamente a ningún pueblo del oriente de Palestina. No hay ninguno que parezca proceder de la India, de China o de Indonesia, más bien parecen representar el mundo cercano a Europa.
Podríamos también recurrir al término aculturación para describir cómo hemos ido imitando las formas y maneras anglosajonas. Por ejemplo, sustituyendo paulatinamente los castizos Reyes Magos por Santa Claus. Una de las ventajas de Santa es que es una figura en la que el hálito religioso está muy atenuado. Forma parte de ese imaginario norteamericano que pueda servir como estandarte del melting pot, del cruce de culturas. Con este cambio se trastoca radicalmente la esencia religiosa de una fiesta superpuesta a otra pagana preexistente.
Este año la pandemia va a realizar un cambio muy traumático, las reuniones familiares serán diferentes y ha aparecido el término “allegado”, lo que demuestra el cambio antropológico esencial. Ya no somos una sociedad basada en la familia extensa, la dirección del cambio social indica que la familia nuclear está conviviendo con otras maneras de habitar. No solo por las parejas monoparentales, o personas solteras, también porque hay otras formas más líquidas que las llamadas “parejas de hecho”. Un allegado es más tenue que un prometido o una novia y refleja la torpeza con la que todavía andamos para describir un mundo en el que vivimos pero todavía no alcanzamos a comprender del todo.
La política se hace desde el belén hasta las cenas familiares, y no solo por las discusiones entre familiares lejanos.
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