Karima editorial publicó en 2015 este Tacuarita de Rocío Muñoz, poeta sevillana que estudió filología hispánica y marchó a Argentina. De hecho, hay expresiones dialectales que atestiguan su paso por la República Austral. El volumen consta de dos partes y un Pre-ludio donde los poemas se consagran al nacimiento del deseo: “Me gusta la mordedura en la manzana. / Suena a manzana, suena a verde. / Suena a sexo y a armonía salvaje. / Soy la niña que muerde la manzana, / ingenua, agreste y agresiva” (El jardín). Las referencias a la naturaleza y al carácter casi mágico de las criaturas que la integran son el escenario propicio para una suerte de referencias mitológicas que ahondan en el deseo: “Tengo un pasadizo en la maleza, / donde se duerme bien / y cojo con criaturas maléficas / y nutro la tierra con su sangre / y construyo esqueletos que me sirven, / que no sé si me sirven, que me atacan / me están atacando me atacaron” (El bosque oscuro). Como en los cuentos de hadas, el paisaje natural y los castillos, los elementos cotidianos cobran una simbología más allá del mero argumento. En esas coordenadas se encuentran los poemas de rocío Muño: “Pero ¿quién desata mi trenza? ¿Quién desliza su flecha por mi música?/ Tengo un espejo y un reloj de arena y un cojoncito de raso. / Creo recordar que fui nenita / y sangrienta victimaria de la noche” (El castillo).
La Primera parte presenta a una protagonista perpleja en un mundo que se muestra incomprensible y en parte amenazante: “¿Cómo puede caber tanto ron y tanta miel en una sola botella? /…/ ¡Vámonos! / No sea que nos pudramos de cinismo. /…/ Donde quiera que esté / mi voz será plural, / y ustedes la verdad originaria” (Mutilación o carencia). Nos construimos a través de las contradicciones (“Si toda huida hacia fuera es una huida hacia / dentro, ¿entonces toda huida hacia dentro es una huida hacia fuera?”, Cruzando el charco) y, en ocasiones, la única respuesta posible a los desafíos de la vida es continuar viviendo sin entender, dejándose llevar por la acción propia (“Nado sin comprender, por eso nado”, Cruzando el charco) y abandonando lastre siendo consciente de las posibilidades porpias (“Cristo pesa. Yo no sé llevarlo sola a la otra orilla. / Probablemente no sea una buena conquistadora”, La tierra prometida).
Es el juego del lenguaje, el arte, la poesía lo que puede dotar de sentido a una existencia que probablemente no la tenga. Rocío Muñoz dedica algunos poemas a esta práctica tomada con distancia y sin idealizar: “Tengo en la mano una palabra. / La estrujo. La estrujo. / Me pica. Me muerde. Se va” (Palabra-bichito-globo); “Mente juguete / mente para jugar / mente no sujeta a una cabeza / mente descabezada” (Mente cate). Porque, de alguna manera, son las propias percepciones las que nos indican qué somos en realidad, pero todo está mediado por los conceptos: “La pena no es dura la pena es blanda / blanda hasta la descomposición / y mancha mucho /…/ y apenas si se dice / y se pega en la boca hasta sellarla” (La autopenita). Quizá sea necesario: “Destruir el lenguaje sobre el lenguaje mismo. / Romperlo todo, deshacerlo todo. / Desmembrarse, / volar a ras de tierra / entre ceniza y semen / y condones usados” (A ras de tierra). La autora, a partir de ahí, lanza un desafío: “Mi bastón se despliega como un falo / y penetra en el mundo / y lo fecunda. / Va dejando semilla / para que no me pierda, / para que encuentre pronto / el camino a casa. / Pero acá hay mucho pájaro con hambre” (El falo).
La segunda parte es más el territorio del fracaso y la derrota: “Acá todo es olvido y no importa nada” (Calipso bar). La urgencia vital y la conciencia de que todo se acaba, tema tan esencial a la literatura como a la vida misma: “Corta el aire en dos / y a la vez desoja la primavera. / collige virgo rosas / antes que las tronche el enemigo” (La rosa y la guadaña).
Se cruzan en estos poemas personajes clásicos (“No hay lugar para vos Helena errante”, Helena escarlata); con Alicia amenazada, que contiene versos de José Martí y donde se cita a Charly García y Bunbury: “Alicia se la banca. / Ya se agiganta, ya se empequeñece, / pero igual se la banca”. En este mundo donde se mezclan los personajes imaginados con los que han pasado al imaginario poético, no es de extrañar que la divinidad esté puesta en juego: “Yo veía como Dios / a traerte la Buena Noticia / a mostrarte otro mundo posible /…/ Trazo la línea decisiva / que lleva a tu mazmorra, / pero está tan profunda, tan profunda… /…/ Creo que mejor cierro el libro, guardo el mapa, / y me compro un celular nuevo” (Incomunicada). Estamos en la situación de indefensión y desubicación vital.
Se detecta en los últimos poemas un recurso a lo material, casi como un amuleto que protege, tanto simbólicamente como en el sentido práctico de ponernos los pies en el suelo: “Rosario concupiscible, / canasto de vísceras de río, / círculo vicioso de rosas indomesticables /…/ Rosario y yo, cagándonos de risa, / obscenas, depravadas, / cuerpo a cuerpo, latiendo al mismo ritmo, / iremos a tomar otra cerveza” (Rosario concupiscible). La tacuarita, esa especie de gorrión austral, es la alegoría de quienes tienen que sobrevivir en diferentes hábitats, alimentándose de lo pequeño y moviéndose a saltitos, y confiando en la esperanza: “Rota / la caracola / la caracola / la caracola. / Tacuarita se lleva en el pico la caracola Rota / y la pincha en tacuara / por si brota de nuevo / el árbol del que fluye la palabra” (América).
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