Esta nueva entrega de Ben Clark conjura en este volumen no solo sus propios miedos, recopila como un ejército todos aquellos que nos rodean: “Reunámonos pues, dulces demonios, / putrefactos demonios en manada. / Este campo es antiguo / y en él cabemos todos. No temáis. / No soy fuerte ni astuto. / Aquí no va a nacer un mito nuevo”. Está dividido en tres partes, en la primera el tono confesional es el predominante, poemas que se resuelven de manera brillante en los últimos versos, a los que llegamos cogidos de la mano: “Hay mañanas sin muerte en el espejo, / días que se presentan como un día / teñido de optimismo y de certezas. /…/ Pero algo ocurrirá –ya está ocurriendo– / y el funeral pequeño del poema // presagia mil finales para un día / manchado con los días que ya han muerto”. Ben Clark hace muy presente la escritura como proceso de búsqueda consciente: “Cuando escribo me acerco a las respuestas, / soy resiliente y listo como un tordo / cuando escribo despacio / sobre el papel que, luego, en unas horas, / o puede que en un año, leeré con desesperación y con urgencia / porque no sabré nada de la vida” (Poema adentro). Así también, como en el homenaje posterior a José Agustín Goytisolo, es consciente de la poca utilidad práctica que pueden tener: “Mis versos ya no pueden alcanzarte /…/ porque entonces aún era posible / transmitir una idea con palabras, / con el amor y el miedo y la premura / que solo los mortales conocimos” (Solo los mortales).
Otros poemas están dedicados a las influencias, aquellos momentos que han resultado decisivos en la formación de una identidad, lecturas (“Por una poesía sin lecturas”, Contra mis lecturas), juegos en el sentido más amplio (“Se lo advirtió Nintendo al niño que me habita: / todo lo que no guardes acabará perdido”, ¿Deseas guardar?). Momento más emotivo al rememorar el oficio paterno como fuente der conocimiento para la vida: “Es lo único que sé, lo único que aprendí / de su oficio: que hay pocas sólidas, / que es rara la escultura / que no contenga el eco del secreto/…/ porque no puede ser de otra manera, / porque es la ley del puño de mi padre” (Hipiquienne).
Ben Clark no se refiere a los conocimientos enciclopédicos, en la alta cultura que se transmite a través del estudio y los libros, son los conocimientos sobre el mundo de la vida que se filtran entre los versos, en las manos de un artesano, en los testimonios de los muertos, en la sublime imagen de las marcas de los canteros: “De los templos antiguos tan solo me interesan / las marcas de canteros /…/ los recuerdos difusos de las noches / que no sabemos bien si sucedieron” (Las marcas del cantero).
Aunque es una característica esencial del poeta, en esta primera parte se advierte de manera más clara la vocación lírica y sentimental: “y finalmente yo, colmo de los colmos, / puedo decir ahora / que la suerte no existe para nadie / que no haya sido amado mientras ama” (A escribir de otra suerte); “Si la revolución adolescente / se financió en secreto / con ensueños prestados por los contra” (Kairos). La sentencia que encontramos en el poema En la tumba de Edward Thomas), entronca con el enfoque de la siguiente sección: “Qué fácil es vivir junto a los muertos”. Se titula Los ausentes y está compuesta por poemas narrativos, a medio camino del relato. Como demostró en el soberbio Los perros de Shackleton, la cualidad de Ben Clark es amarrar el argumento a las reglas del verso más allá de la épica, adiestrando el ritmo y la musicalidad a un tono casi de conversación, de narración oral: “Sin isleños las islas no serían / más que tierra mojada /…/ Para crear un paraíso / no se precisa más que un corazón / que sea un poco más grande que el mar” (Teoría de las islas). Tampoco están ausentes los momentos de intensidad dramática: “Dicen que habrá tormenta. ¡Yo no sé! / Por si acaso, no traigo más que un libro / con el que guarecerme, / por si el agua diluye este dolor, / por si lo que diluvia es la alegría” (@BelaBermejo).
“Poco o nada sabemos de la ausencia
/…/
Porque ellos son presencias, todavía.
Porque la nada duele.
Porque lo que nos falta es lo que existe” (Los ausentes)
La tercera parte lleva un título que recuerda a Margarit, Obra civil, y comienza con una revisitación de “No sirven para nada” de José Agustín Goytisolo: “”Poeta, tú no sirves para nada” / No sirves para nada”. En este cuestionamiento de la supuesta utilidad del poeta, Ben Clark vuelve hacia la infancia, con un homenaje de nuevo a su padre (Padre busca su casa en Google maps, 1962). A veces es una mirada descreído como en el Retrato del poeta adolescente: “Un poema que no habla de tu infancia, / que no menciona nunca a aquel amigo / que un día, de repente, fue un recuerdo /…/ Este poema puede ser distinto. / Tienes tiempo, conoces / los atajos, los trucos y los golpes // de efecto que funcionan casi siempre”.
“Pocos años después estaba muerto
y nadie dijo nada
de todo lo que había sucedido
/…/
A veces nuestra vida se define
por los grandes momentos no vividos,
los recuerdos que nunca fabricamos” (Las vías)
El tremor (Poema documental), es una crónica de un accidente: “Los vagones ardían en el túnel / mientas los jugadores del Betanzos / intentaban sacar a aquellos que podían. / Se les murió un defensa y un portero”. Termina el volumen con Las ceremonias del vivir, que tiene más que ver con los sentimientos y vuelve a ser más confesional: “Amor cuyo recuerdo no me inmuniza el aliento / y no hay ya nada nuevo que pueda hacerme daño” (Inmunizados); “Todos los besos son mucho mejores; / cada conversación es trascendente / y todos las caricias son de fuego” (Descubriré que el amor es mejor). La ironía es una forma de enfrentarse al paso del tiempo: “Se nos casan, es tarde para todos. / Se nos casan, se escapa la esperanza / de casarnos nosotros…” (It should have been me); “¿No te parece igual que una película?” (Steven Soderbergh dirige tu tedio).
Algunos poemas se vuelven hacia el oficio de poeta, que tiene más de mirada y de intención que de contar silabas: “colmar este silencio de pureza” (Desde mi escritorio oigo a los niños); “Me propuse crear un gran poema. / Pero en vez de escribir llamé a mi hermano / y estuvimos hablando de la infancia /…/ Y ahora estoy aquí, / delante del papel, extenuado / por tanta poesía y sin haber / escrito todavía un solo verso” (Gajes del oficio).
A pesar de todas las miradas al pasado, de toda la ironía y el autocuestionamiento, el poeta pretende un desafío (“Los dioses del amor nunca podrán / perdonar que creyésemos en ellos”, Las ceremonias del vivir) y escoge un profundo deseo de trascendencia anclado en el instante: “Olvidemos siempre del ayer; / convirtamos el hoy en un refugio; / jurémonos amor hasta mañana” (Pacto de amor).
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