Las formas del viento ha merecido el Premio de Poesía Covibar- Ciudad de Rivas. La autora, licenciada en Filología Hispánica por la UAM y máster en El Mundo Clásico y su Proyección en la Cultura Occidental por la UNED, ejerce como profesora de Lengua Castellana y Literatura en un Instituto de Enseñanza Secundaria de Madrid. Ha publicado en diferentes revistas literarias y ha obtenido premios poéticos como el Ciudad de Getafe o el Voces Nuevas de Ediciones Torremozas. En 2021 publicó Cosmogonía de la luz y del invierno, galardonado con el XIII Premio Internacional de poesía La Nunca de Ediciones Oblicuas. Se consolida una voz poética singular que aprovecha los recovecos de una imagen para armar este poemario: “Todos los pájaros de mi cabeza / tienen ahora / la forma del viento”.
La primera parte del libro recoge la expresión de Garcilaso que advierte que todo lo mudará La edad ligera. Es, pues, el paso del tiempo, la fugacidad del instante el tema sobre el que se mueven los versos: “También es mortal cada uno de los fonemas / de un nombre / que ya solo se completa a través dela / ausencia”; “También la luz / se adapta, al menguar, / a la forma de nuestros / huesos”. Las posibilidades expresivas de un topos literario tan universal ponen a prueba la maestría de cualquier autor, especialmente cuando se aprovecha una imagen como base para mostrar esa caducidad: “El mar es un pájaro / de humo / atrapado en el vórtice / de todas mis tormentas”; “Tu nombre es un sueño / cercado por el viento”.
Patricia Iniesto aprovecha cualquier oportunidad lírica que el universo del viento sugiere: “Un pájaro duerme dentro / de mi cabeza. / El pájaro dormido en un / ovillo de libertad / que desconoce la / dimensión de la jaula”. Y, por otra parte, se sitúa en la intuición como experiencia refiere a los distintos sentidos: “La mano no alcanza / a tocar lo que ya perdió su forma. / El tacto ignora la dimensión del sueño”; “Se arruga sobre mis manos / las últimas luces del día. / Ya no distingo entre el barro / y la llaga incurable que has trazado / bajo la piel, / bajo los dedos / que buscan torpemente en la oscuridad / el recuerdo ciego de tus husos”) y también se incardina en el paisaje: “Y las calles olvidan la desnudez libre del océano, / sus membranas líquidas, la transparencia / que así permanece sedienta en tu / memoria”; “El mar es un foso de mapas detenidos / un reflejo encharcado de relojes / que imponen el tiempo su difícil / geometría”; “La piel se resiste a aceptar la / metamorfosis / cíclica de ese tiempo / pero no ha aprendido aún a rebelarse”.
A pesar de que se centre en Los nombres abstractos, la poesía de Patricia Iniesto está llena de referencias cotidianas, el barro, los pájaros, la lluvia… De esta forma hay un equilibrio en esta segunda parte en la labor, quizá más racional: “Al crear olvidamos / muchos de los nombres / con los que aprendimos a ubicar / el mundo”; “Los nombres abstractos / se inventaron para distraerlas horas”. No podemos dejar de ver cierta desconfianza en esta labor más intelectual: “La oscuridad llena mis sueños de pájaro / que desconocen su propio / silencio / que la libertad no consiste en alimentar sus sombras / que todo vuelo es ausencia”.
Un lenguaje muy cuidado, para destilar la poesía de un hábito cotidiano, como Ángel González que aporta la musicalidad casi instintiva, o con la profundidad que Alejandra Pizarnik que abre el abismo hacia el interior de la poeta. Enfrentar lo natural a lo artificial no solo en cuanto a la realidad sino en el proceso expresivo se puede apreciar con claridad en versos como: “Coso a mi boca las paredes / a la que ya nunca regesará la lluvia”. El universo está fuera del alcance de lo que nuestras palabras puedan invocar: “Buscan la tormenta / esperando la calma que le sucede” (Contraluz). En el epílogo abunda en la concepción del lenguaje, de los conceptos abstractos como algo ajeno de lo que la poesía se apropia: “El resto de las cosas / era una palabra ajena / a la memoria de / los demás poemas: / un proceso de sílabas / desgarradas sobre las / llagas de los animales / muertos”.
Este segundo poemario contiene algunos momentos especialmente conmovedores, donde la memoria se revuelve hacia la infancia como la identidad, a pesar y a través del paso del tiempo, como un antídoto a la edad ligera: “La casa donde crecí / huele a humedad / y a la piel muerta de la infancia / a televisor apagado / y a recuerdo de luces encendidas / La casa donde crecí / es ahora una avalancha de arena / donde se disuelven / las conversaciones familiares” (La forma del viento).
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