La facultad del ser humano para
idear es sorprendente. Sorprendente pero también peligrosa. Como decían del mío
Cid, “Que buen vasallo si oviese buen señor”. Aplicar el razonamiento, la llamada
razón instrumental, al mal tiene efectos devastadores. Asombra comprobar hasta
qué punto somos capaces de desarrollar métodos imaginativos para hacer sufrir.
Sobre todo teniendo en cuenta que ya hacemos sufrir sin proponérnoslo. En
cierta forma todo esto me pasó por la cabeza, perdónenme trivializar una
cuestión tan importante y tan sórdida, cuando paseaba por el recinto ferial.
¿No es la feria de primavera una celebración comunal y festiva de la tortura?
Circula por las ciudades
españolas, supongo que también por otros paíse,s una exposición llamada Inquisición donde se muestran diversos
artilugios empleados en el pasado para obtener confesiones de los acusados por
el Santo Tribunal: La Doncella de Hierro,
una especie de sarcófago con puntas hacia el interior que se cerraba sobre el
infeliz, poleas para estirar hasta lo indecible, máscaras, jaulas... todo
profusamente explicado en paneles por si surgiera alguna duda. Todavía recuerdo
mi intento frustrado de leer el librito de Cesare Beccaria, De los delitos y
las penas, o las primeras páginas de Vigilar y Castigar de Michel
Foucault. No soporto las películas gore pero hay que admitir el éxito
del que gozan. El arte de la mala leche, si me permiten la expresión.
No son los tiempos de las
torturas como los mil dolores de la antigua tradición china que procuraba
causar un dolor indescriptible y alargarlo lo más posible considerando esta
labor como una de las bellas artes. Tampoco se trata de la brutalidad de los
campos de detención de las dictaduras latinoamericanas o asiáticas, con
picanas, perros adiestrados y sufrimiento extremo. La CIA ahora prefiere otro
tipo de métodos.
Melanie Klein en su libro La
doctrina del Shock denuncia lo que ha llamado capitalismo del desastre
planteando un paralelismo entre los métodos de tortura utilizados por los
servicios secretos, en especial los de Estados Unidos, y los métodos, también
de Estados Unidos para controlar las economías de los diversos países. La
intención última del llamado lavado de cerebro es, utilizando la metáfora de la
mente como un ordenador, borrar el disco duro y reinstalar otro sistema
operativo más acorde con los intereses del torturador. Con este fin se elabora
una lista refinada de medidas tendentes a anular la voluntad del prisionero. Se
les viste de una determinada manera (los famosos monos naranja), se les aparta
en celdas de castigo, se les atrona con ruido blanco o con música desagradable[1].
Un programa exhaustivo de privación sensorial que incluye interrumpir las horas
de sueño y vigilia, mantenerlo en posiciones incómodas, impedir los movimientos
corporales para eliminar tanto las percepciones externas como las
propio-cepciones. Pueden dejar de alimentar al prisionero durante días para
luego acercarle bandejas de comida por supuesto, no permitidas por su religión,
en breves instantes para eliminar la certeza del paso del tiempo, confundir el
día y la noche, las sensaciones reales y las alucinaciones. Negarte la palabra.
Por supuesto, el uso de sustancias químicas como el famoso pentotal sódico no
está descartado.
Lo llamativo del resultado de
este maléfico plan es que apenas se consiguen confesiones, y por supuesto,
éstas carecen de valor legal y a menudo, de estratégico, Lo que se consigue es
un retorno al estadio fetal, pierden la conciencia de ser humano, se balancean
como bebés abandonados.
De repente el recinto ferial me
recuerda a Guantánamo. El estadio de confusión es básico para estos menesteres.
Una música atronadora y ruido blanco procedente de la mezcla de sonidos
estridentes de las bocinas y los distintos altavoces de las diferentes
atracciones. El propio ruido de los cacharritos ya es de por sí desagradable
hasta el extremo.
Los imbuidos en este campo de
concentración están alejados de la civilización, por mucho que se afanen en
mejorar el sistema de acceso mediante autobuses especiales y la habilitación de
aparcamientos.
No hay monos naranja, pero
tenemos que admitir que muchos de los aditamentos de esos días podían
catalogarse de escarnio. Los sombreros cordobeses tradicionales, los gorros
rastas y mejicanos ganados en las tómbolas, y todo lo que se encarte. No se
estila ya mucho, pero el traje corto para los varones tiene también lo suyo.
Aparquemos los trajes de gitana y los tacones para las mujeres que si bien, en
general pueden sentar más o menos bien, algunos parecen diseñados para ganar un
concurso del más estrafalario que perdería la propia Ágata Ruiz de la Prada.
Incómodos sí que son, sobre todo a la hora de poder realizar las acciones
propias de la biología, comer, andar entre la gente, desahogarse... ya me
entienden.
Por si no fuera suficiente esta
confusión, el día y la noche se enredan, se empalma la sobremesa con la cena y
no paramos de comer y beber. Acompañados de generosos brebajes pensados para
alterar no sólo la conciencia, también los aparatos digestivos de los
prisioneros de la feria. Alimentos que sólo existen en esta distopía
primaveral, algodón de azúcar, pringoso, incómodo, nocivo para la salud,
turrones inverosímiles, delicatessen
exóticas gracias a la Tere de la Tartana, que vende bocadillos como le da la
gana. Está permitido, sin acta del Congreso, el uso de tóxicos que alteran la
conciencia, que se administran con los nombres pintorescos que los servicios de
inteligencia suelen utilizar para despistar en parte y en parte como humor
negro. El “fino”, la “manzanilla”, que no es una infusión precisamente, el
“rebujito”, la “cruzcampo”. Nombres dignos de aquellos que la Santa Inquisición
utilizaba para sus aparatos de tortura.
Tómbolas que te amenazan con un
perrito piloto, grupos de adolescentes medio alcoholizados lanzando bolas,
disparando corchos, amenazantes para un paseo tranquilo. Misión completamente
imposible con la avalancha de gente, como muchedumbres de zombies que ni piensan ni reconocen. Zombies también por la falta
de sueño. Varios días durmiendo sólo un par de horas intempestivas.
Las atracciones, los cacharritos
tienen un elemento sádico evidente. Te zarandean, te suben, te bajan, te ponen
bocabajo, te lanzan al espacio, te mojan, te golpean con una escoba o te
encierran ya directamente en una jaula. Te sujetan, te amarran, te sueltan. Que
levante la mano quien no haya acabado con moratones. Lo más increíble es que
además nos sacan el dinero, pagamos una cantidad indecente para que nos
torturen, esperamos cola para que nos hagan daño, para sentir náuseas, para que
choquen contra nosotros, para que nos dejen caer de más de 50 metros.
El resultado ya lo sabemos,
volver al estadio fetal, no importarnos que no exista un mañana, mecernos como
en estado de shock, comportarnos como niños. Perdemos hasta el lenguaje.
¿Cómo lo soportamos? ¿Cómo es que
lo disfrutamos? ¿Por qué nos endeudamos en cinco días en esta tortura auto
infringida y gozosa? Porque, además del grado de las lesiones, que es obvio,
hay una diferencia básica con Guantánamo: lo hacemos juntos.
Disfrutamos porque otros
disfrutan, disfrutamos porque estamos con otros, porque nos gusta sentirnos
acompañados, aunque sea en una orgía de ruido, intoxicación y dolor. Miedo me
da.
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