lunes, 11 de mayo de 2015

La tortura primaveral.



La facultad del ser humano para idear es sorprendente. Sorprendente pero también peligrosa. Como decían del mío Cid, “Que buen vasallo si oviese buen señor”. Aplicar el razonamiento, la llamada razón instrumental, al mal tiene efectos devastadores. Asombra comprobar hasta qué punto somos capaces de desarrollar métodos imaginativos para hacer sufrir. Sobre todo teniendo en cuenta que ya hacemos sufrir sin proponérnoslo. En cierta forma todo esto me pasó por la cabeza, perdónenme trivializar una cuestión tan importante y tan sórdida, cuando paseaba por el recinto ferial. ¿No es la feria de primavera una celebración comunal y festiva de la tortura?
Circula por las ciudades españolas, ­supongo que también por otros paíse,s­ una exposición llamada Inquisición donde se muestran diversos artilugios empleados en el pasado para obtener confesiones de los acusados por el Santo Tribunal: La Doncella de Hierro, una especie de sarcófago con puntas hacia el interior que se cerraba sobre el infeliz, poleas para estirar hasta lo indecible, máscaras, jaulas... todo profusamente explicado en paneles por si surgiera alguna duda. Todavía recuerdo mi intento frustrado de leer el librito de Cesare Beccaria, De los delitos y las penas, o las primeras páginas de Vigilar y Castigar de Michel Foucault. No soporto las películas gore pero hay que admitir el éxito del que gozan. El arte de la mala leche, si me permiten la expresión.
No son los tiempos de las torturas como los mil dolores de la antigua tradición china que procuraba causar un dolor indescriptible y alargarlo lo más posible considerando esta labor como una de las bellas artes. Tampoco se trata de la brutalidad de los campos de detención de las dictaduras latinoamericanas o asiáticas, con picanas, perros adiestrados y sufrimiento extremo. La CIA ahora prefiere otro tipo de métodos.
Melanie Klein en su libro La doctrina del Shock denuncia lo que ha llamado capitalismo del desastre planteando un paralelismo entre los métodos de tortura utilizados por los servicios secretos, en especial los de Estados Unidos, y los métodos, también de Estados Unidos para controlar las economías de los diversos países. La intención última del llamado lavado de cerebro es, utilizando la metáfora de la mente como un ordenador, borrar el disco duro y reinstalar otro sistema operativo más acorde con los intereses del torturador. Con este fin se elabora una lista refinada de medidas tendentes a anular la voluntad del prisionero. Se les viste de una determinada manera (los famosos monos naranja), se les aparta en celdas de castigo, se les atrona con ruido blanco o con música desagradable[1]. Un programa exhaustivo de privación sensorial que incluye interrumpir las horas de sueño y vigilia, mantenerlo en posiciones incómodas, impedir los movimientos corporales para eliminar tanto las percepciones externas como las propio-cepciones. Pueden dejar de alimentar al prisionero durante días para luego acercarle bandejas de comida ­por supuesto, no permitidas por su religión­, en breves instantes para eliminar la certeza del paso del tiempo, confundir el día y la noche, las sensaciones reales y las alucinaciones. Negarte la palabra. Por supuesto, el uso de sustancias químicas como el famoso pentotal sódico no está descartado.
Lo llamativo del resultado de este maléfico plan es que apenas se consiguen confesiones, y por supuesto, éstas carecen de valor legal y a menudo, de estratégico, Lo que se consigue es un retorno al estadio fetal, pierden la conciencia de ser humano, se balancean como bebés abandonados.
De repente el recinto ferial me recuerda a Guantánamo. El estadio de confusión es básico para estos menesteres. Una música atronadora y ruido blanco procedente de la mezcla de sonidos estridentes de las bocinas y los distintos altavoces de las diferentes atracciones. El propio ruido de los cacharritos ya es de por sí desagradable hasta el extremo.
Los imbuidos en este campo de concentración están alejados de la civilización, por mucho que se afanen en mejorar el sistema de acceso mediante autobuses especiales y la habilitación de aparcamientos.
No hay monos naranja, pero tenemos que admitir que muchos de los aditamentos de esos días podían catalogarse de escarnio. Los sombreros cordobeses tradicionales, los gorros rastas y mejicanos ganados en las tómbolas, y todo lo que se encarte. No se estila ya mucho, pero el traje corto para los varones tiene también lo suyo. Aparquemos los trajes de gitana y los tacones para las mujeres que si bien, en general pueden sentar más o menos bien, algunos parecen diseñados para ganar un concurso del más estrafalario que perdería la propia Ágata Ruiz de la Prada. Incómodos sí que son, sobre todo a la hora de poder realizar las acciones propias de la biología, comer, andar entre la gente, desahogarse... ya me entienden.
Por si no fuera suficiente esta confusión, el día y la noche se enredan, se empalma la sobremesa con la cena y no paramos de comer y beber. Acompañados de generosos brebajes pensados para alterar no sólo la conciencia, también los aparatos digestivos de los prisioneros de la feria. Alimentos que sólo existen en esta distopía primaveral, algodón de azúcar, pringoso, incómodo, nocivo para la salud, turrones inverosímiles, delicatessen exóticas gracias a la Tere de la Tartana, que vende bocadillos como le da la gana. Está permitido, sin acta del Congreso, el uso de tóxicos que alteran la conciencia, que se administran con los nombres pintorescos que los servicios de inteligencia suelen utilizar para despistar en parte y en parte como humor negro. El “fino”, la “manzanilla”, que no es una infusión precisamente, el “rebujito”, la “cruzcampo”. Nombres dignos de aquellos que la Santa Inquisición utilizaba para sus aparatos de tortura.
Tómbolas que te amenazan con un perrito piloto, grupos de adolescentes medio alcoholizados lanzando bolas, disparando corchos, amenazantes para un paseo tranquilo. Misión completamente imposible con la avalancha de gente, como muchedumbres de zombies que ni piensan ni reconocen. Zombies también por la falta de sueño. Varios días durmiendo sólo un par de horas intempestivas.
Las atracciones, los cacharritos tienen un elemento sádico evidente. Te zarandean, te suben, te bajan, te ponen bocabajo, te lanzan al espacio, te mojan, te golpean con una escoba o te encierran ya directamente en una jaula. Te sujetan, te amarran, te sueltan. Que levante la mano quien no haya acabado con moratones. Lo más increíble es que además nos sacan el dinero, pagamos una cantidad indecente para que nos torturen, esperamos cola para que nos hagan daño, para sentir náuseas, para que choquen contra nosotros, para que nos dejen caer de más de 50 metros.
El resultado ya lo sabemos, volver al estadio fetal, no importarnos que no exista un mañana, mecernos como en estado de shock, comportarnos como niños. Perdemos hasta el lenguaje.
¿Cómo lo soportamos? ¿Cómo es que lo disfrutamos? ¿Por qué nos endeudamos en cinco días en esta tortura auto infringida y gozosa? Porque, además del grado de las lesiones, que es obvio, hay una diferencia básica con Guantánamo: lo hacemos juntos.
Disfrutamos porque otros disfrutan, disfrutamos porque estamos con otros, porque nos gusta sentirnos acompañados, aunque sea en una orgía de ruido, intoxicación y dolor. Miedo me da.


[1] Metallica denunció al gobierno estadounidense por uso indebido de su música.

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