domingo, 18 de octubre de 2015

Y la búsqueda de la felicidad.



De nuevo volvemos sobre el tema de la felicidad. Me sorprende, ahora que me toca repasar con los alumnos las diferencias entre la Revolución Americana y la Revolución Francesa, la aparición entre los americanos del derecho a la búsqueda de la felicidad. Evidentemente no puede aparecer el derecho a ser feliz, porque eso no depende de uno mismo, sino, en gran parte, de las circunstancias. Resultaría chocante que Mariano Rajoy o Pablo Iglesias prometieran en sus mítines que van a luchar porque todos tengamos derecho a la búsqueda de la felicidad.
Dejemos de lado que esa búsqueda era entendida, mayormente, como una especie de carrera por asegurarse un sustento, unas condiciones de vida, en fin, los escalones iniciales de la famosa pirámide de Maslow, que, bien sabemos, se consiguen con dinero. No discutiremos de nuevo esta cuestión, porque hay una pregunta más básica, ¿qué es la felicidad?
Tengo en mente el estudio, patrocinado por cierta marca de bebidas refrescantes que ahora anda a la gresca con los ERES ilegales y que se niega a readmitir a los despedidos, y dirigido por el mediático profesor de economía que nos hizo creer que era uno de los hombres más sabios del país. En ese estudio se concluían dos cosas, en primer lugar que para ser feliz no basta con tener dinero, ni un buen trabajo, ni amigos, ni sueños o aspiraciones, ni todas esas cosas que creemos imprescindibles, es que, además, tenemos que tener el dinero suficiente, el trabajo en el que tengamos la sensación de control, buenos amigos que nos apoyen y nos dejen nuestro espacio, etcétera, etcétera. O sea, que si no te falta nada y todo es de calidad, entonces serás feliz. Pues no, resulta que la felicidad no está en conseguir lo que ansiamos, sino en la antesala de conseguir lo que queremos. No está en el beso sino en el instante previo al beso.
Creo, además, que hay una confusión en los conceptos, llamamos felicidad a cualquier cosa. Somos capaces de desgranar en multitud de términos, con cientos de matices: tristeza, melancolía, rabia, indignación, desasosiego, inquietud, ira, dolor… Y es normal, es imprescindible saber expresar cuál es nuestro pesar para comunicar a los demás cómo pueden ayudarnos en momentos duros, evitar una indigestión o un hombro para llorar amores perdidos.
Con los estados de bienestar hay una menor concreción, pero también está la felicidad, la alegría, la euforia… Los filósofos griegos dedicaron mucho tiempo a saber diferenciar unos de otros, porque si bien está muy claro que hay que evitar el dolor, dependerá de nuestro objetivo la utilización de unos mecanismos u otros, elegir un camino o quedarse quieto.
Por ejemplo, si nuestro objetivo es competir en una disciplina olímpica, tendremos que asegurarnos una importante cantidad de dolor, imprescindible en los entrenamientos para conseguir la forma física necesaria. Si pretendemos, en cambio, evitar cualquier perturbación, ni siquiera haremos el intento de ver por televisión dichos juegos olímpicos, para que no se acelere nuestro pulso con la emoción o nos hunda en la decepción un mal resultado.
La felicidad es distinta si aspiramos a la alegría que si necesitamos serenidad. Los jóvenes parecen más tendentes a identificar la felicidad con la alegría, por eso pueden tolerar dosis muy altas de tensión con tal de conseguir la adrenalina. Serán felices practicando deportes de riesgo, tirándose por un puente o atravesando la campiña a toda velocidad.
Quienes identifiquen la felicidad como el opuesto al aburrimiento y al tedio, podrán disfrutar de paraísos artificiales, aunque luego lleguen acompañados de resacas, de mal cuerpo y náuseas, de pérdida de neuronas y de riesgos más serios a largo plazo. Sin embargo, entender la felicidad como la serenidad ante los contratiempos de la vida pondrá el objetivo vital en entrenarse lo mejor posible para que nada nos perturbe. Ni lo bueno ni lo malo alterarán nuestro ánimo, como el tristemente famoso poema de Kipling “Si” (lo siento, desde que Aznar dijo que era su poema favorito no hago otra cosa que encontrarle fallos).
Si la felicidad es la euforia no se comprende la felicidad como serenidad. Y la identificación con uno u otro extremo se aprende, se pone de moda… Y todo lo que se pone de moda, al menos para mí, es sospechoso. Por supuesto que hay personas más tranquilas que son felices con el dolce far niente, viviendo en la plenitud de una tumbona al fresquito en verano y al solecito en invierno. Y hay quienes no pueden soportar en una silla ni dos minutos y medio. Para cada uno la felicidad está en un lugar distinto. Por eso hay diversidad de destinos en los operadores turísticos.
Quizás sólo sea porque la sociedad actual sólo valora la juventud, pero la felicidad que nos venden está en el dinamismo, el cambio, la euforia. No es la imagen de un viejecito andando tranquilo por un sendero para dirigirse a la comida familiar. La felicidad es el goce individual, lo que nos habla también del concepto de ser humano que constituye el canon. A partir de la juventud, todo son minutos de descuento.
Nos venden felicidad al comprar un dulce, al participar en un concurso, al adquirir una vivienda o una sartén. Hay un anuncio que vende un coche cuya mejor cualidad es la seguridad. Y para ejemplificarlo ponen a una niña pequeña riéndose en una avioneta haciendo piruetas. La seguridad, que podría pertenecer a la esfera de la felicidad/serenidad, no puede mostrarse más que con la felicidad/alegría. La razón la veo clara, la felicidad como resistencia a la adversidad no necesita de nada, al contrario, es la cualidad de ser feliz sin nada, como los cínicos, que podían comer carne cruda y si podían evitar el cuenco, mejor, menos ataduras. Y vender cosas necesita una felicidad del disfrute, de nuevas sensaciones, de nuevos juegos, de innovación continua. Las ataduras son para que no dependamos de los demás en nuestra resistencia a la opresión, el resto está en manos del mercado. La felicidad vende. Para ser felices hay que comprar.
Por cierto, la niña tiene una risa nerviosa. No me pondría yo en su lugar.

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