jueves, 4 de mayo de 2017

Vigas y pajas (I)

Defender a los propios se convierte demasiado a menudo en la úrica estrategia que podemos desarrollar en el ámbito político. Quizás es tanto el miedo que tenemos a que los rivales consigan el poder que nos aferramos a los de nuestro bando aun sabiendo perfectamente que muchos de ellos se comportan como auténticos sinvergüenzas. Si nos empeñamos en pensar bien supondremos que las políticas de los contrincantes son tan horrendas para el país que lo arruinarían en todas las facetas. Pero, mucho me temo, que sea porque lo que se teme no es lo malo para el país, sino la pérdida personal de una parcela de poder. O al menos de satisfacción de estar en el bando ganador. De otra forma no cabría entender esas enfurecidas disputas entre aficionados a distintos equipos de balompié. El país o la liga no van a ser mejores o peores porque ganen los blaugranas o merengues, periquitos o colchoneros.

    Los trapos sucios se lavan en casa, dicen. Las críticas internas se quedan en los despachos de las sedes y luego se ofrece una altísima imagen de unidad y se contraataca con lo que sea del contrario real o ficticio. Hay casos de corrupción en el PP, pero a ellos les preocupa Venezuela. Es la típica estrategia del “puesandaquetú”. y como los partidos políticos en España no se caracterizan precisamente por su limpieza, hay para engarzarse en un conflicto de pajas y vigas en ojos ajenos y propios.

    En la dialéctica y en los discursos se tiende a pensar que los errores y las barbaridades de los contrarios son ejemplo de su maldad intrínseca. Se ha caído la careta, dicen cuando se descubre un caso de corrupción ajena. En cambio, cuando el sospechoso es de los nuestros, invocamos la presunción de inocencia hasta que no queda más remedio que aceptar que es un caso aislado, un individuo llevado por las circunstancias, un garbanzo negro, un señor del que usted me habla. Los nuestros son excepciones, los ajenos, ejemplos.

    Con los países pasa un poco lo mismo. No paramos de criticar al nuestro excepto cuando se meten con él o nos medimos con otro, ya sea en los deportes o con Eurovisión. Detestamos a nuestro representante, nos parece un impresentable, pero se pierde porque todo es política y Rusia tiene controlado a todos los países del Este.

    Personalmente me gustaría estar orgulloso de los míos. Y me gustaría conseguir que siempre obraran bien, que tomaran decisiones juiciosas y emprendieran acciones inteligentes y sensibles. Y es cierto que en numerosas ocasiones los mensajes están tergiversados, malintencionadamente sesgados y retorcidos para confundir. Y es cierto también que uno comprende mejor a los suyos y el porqué de sus enfados. Pero no es óbice para que seamos los primeros críticos. No queremos quedar mal. No deberíamos querer quedar mal.

    Por lo que respecta a los países, la izquierda tenemos una increíble fama de estar en contra de todo lo español, de la bandera a los toros, las tradiciones y hasta la paella, Dicen que queremos romper el país y que nos entusiasma todo lo que es de fuera mientras denigramos lo propio. Que somos unos aguafiestas de todo lo que parece propio de la herencia carpetovetónica. Es un argumento muy potente, y que recuerda a cómo se terminaron llamando los bandos en la Guerra Civil, mientras que unos, los rebeldes, los sublevados contra el orden constitucional eran los “nacionales”, los otros eran los “republicanos”, dejando de paso claro que no eran patriotas. Estaban a sueldo de Moscú, y se cerraba el argumento.

    Esta clasificación ha perdurado en el imaginario y contribuye el gusto multicultural de gran parte de la izquierda. Una cosa es apreciar la música, el arte la cultura de otros pueblos y otra, muy distinta, es tener que simpatizar con rancias tradiciones que representan lo más arcaico de las costumbres propias. Imagino que habrá quien abrace ciegamente todo lo de fuera por ser de fuera y renuncie a lo propio por conocido, pues de todo hay en la viña del señor, pero si pedimos respeto para lo nuestro, lo mínimo es ser respetuosos con los demás.

    Mi caso es que no siento ningún afecto ­–ni positivo ni negativo– hacia el país en el que vivo, no me siento identificado con esa tradición de la piel de toro mucho más que la herencia griega, de la Ilustración Francesa o de la cultura popular anglosajona. No entiendo por qué los habitantes oriundos de una frontera tienen que tener más derechos que los que nacen más allá de los mares. No me atrae el pasodoble y sí la música de un canadiense como Neil Young. No soporto las sevillanas pero tampoco el reggeaton. Pero ese es mi problema.

    Cuestión distinta es la defensa de los derechos de los animales y posicionarse en contra de las corridas de toros. Porque eso no depende de ser español, sino de ser cruel. Problema distinto es defender un estado laico que no permita la injerencia continua que hace la Iglesia Católica en España. Mucho más importante que el protestantismo en otros países y mucho menos que el islam en según qué estados. Si me parece impropio que normas dictadas por un dios que considero inexistente se impongan a los demás que no creemos, no voy a aceptar que impongan moralidades más severas y restrictivas en otros lugares.

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