martes, 19 de septiembre de 2017

El perdón y el remordimiento



Debo confesar algo. Después de tantísimos años de enseñanza y algunos menos de padre, tengo la sensación de que no me escucha nadie, que mis palabras caen en saco roto, que soy la voz que clama en el desierto. No lo digo por falsa modestia, es algo a lo que me he ido acostumbrando con el tiempo y no me produce mayor inquietud, más bien al contrario: me quedo más que asombrado cuando sucede a la inversa. Me descoloca que alguien se acuerde de algo que he dicho. A veces es una sorpresa agradable porque son palabras de aliento; la mayor parte de ellas son chistes muy malos, o pequeños detalles de los que ni siquiera yo me acuerdo.
                El problema es cuando he herido a alguien con mis palabras, cuando he dicho cualquier estupidez que pueda ser considerada como ofensiva, cuando, sin ser demasiado consciente de las consecuencias, se desmandan las cosas y, de repente, caes en la cuenta de que has metido la pata. Y no puedo culpar a nadie más que a mí mismo. Por supuesto que lo primero en estos casos es pedir disculpas y tratar de enmendar lo dañado. El problema es que no se puede dar vuelta al tiempo y deshacer el desmán.
                Puede que la persona ofendida pueda perdonarme, disculparme, o, al menos, entenderme, pero eso no quita que dentro de mi interior siga sintiendo el desasosiego. Y no porque me duela perder una imagen de no haber roto un plato, es un sentimiento sincero de pesar por el daño. Es lo que se llama la culpa.
                Este sentimiento está muy arraigado en según qué tradiciones religiosas. El pueblo judío y, a partir de él, el cristiano puede usar y abusar de la culpa como instrumento de tortura institucionalizada. Ruth Benedict distinguía entre las culturas de la vergüenza y las culturas de la culpa, así que parece convertirse en un semi-universal cultural. Es indudable que, por educación, por ambiente, podemos haber internalizado este concepto religioso, pero dudo mucho que sea exclusivamente religioso. Desde mi punto de vista, la culpa nace del reconocimiento personal de un daño a un tercero, independientemente de que en las ceremonias religiosas se confiese uno como pecador, por mi culpa, por mi gran culpa… No hace falta creer en un todopoderso para sentirse desgraciado por llevar la desgracia al otro.
                Teologías modernas intentan, por su parte, identificar una especie de pecado secular. Son los signos, supongo, de este mundo desencantado en el que vuelven y se revuelven las religiones establecidas y nuevos cultos seglares. La salud, sabemos, se está convirtiendo en la nueva religión que proscribe alimentos y hábitos y que preconiza la mortificación de la carne. Ocupan el imaginario dejado por una religiosidad demodé. De igual forma, el lenguaje cotidiano acaba por asumir muchos de los conceptos religiosos desvirtuando su intención inicial en un proceso de reconstrucción al que no son ajenos los vaivenes de la doctrina.
                Híbridos son, desde luego, el ámbito de lo religioso y el de lo penal. Si hacemos caso a quienes defienden que la justicia es el hijo independizado de la moral religiosa, no es de extrañar que se confundan los castigos terrenales con los ultraterrenos. Y sin entrar en el polémico brazo secular.
                El reconocimiento de la culpa supone la reflexión sobre la conducta, superar el narcisismo justificativo, evitar las excusas para dejar al sujeto solo ante el peligro, desnudo, sin coartadas, consciente. La culpa religiosa es el copiado obediente del creyente ante los dictados del sacerdote que habla por boca de dios. Lo que no es óbice para que se produzca un proceso de asunción, de identificación. Los caminos de dios son inescrutables y algo caprichosos.
                Otro peligro está, abundando en el tema, en el narcisismo de la propia culpa, en golpearse el pecho con la única función de hacer valer ante los demás de una superioridad moral. No es la jactancia del pecador que ha retado al Altísimo y cae a los infiernos orgulloso de su rebelión, es la vanidad de quien es mejor pecador. Ha cometido una falta y eso lo hace mejor persona gracias a ese arrepentimiento y al dolor que se esfuerza en mostrar ante los demás y ante sí mismo.
                Como todos los sentimientos humanos se torna complejo y significamentoso, cada acción, cada gesto cobra un sentido oculto, que se revuelve y se transforma, adquiere matices que pueden ser más intensos que el original. Un excelso masoquismo, de recreación en el dolor que se siente por causar el dolor. El perverso reflejo de la sensación de culpa: el éxtasis de sentirse miserable, adictivo como todos los sentimientos intensos.
                ¿Qué hacer, pues, cuando eres el responsable del dolor y no puedes enmendarlo? Muchos lo que buscan es el perdón. Por eso es tan importante la confesión. Confesión de un pecado o de una culpa que no es lo mismo que compartir en secreto, por muy vergonzoso que sea. Al compartir se hace partícipe, se crea un vínculo, una complicidad, en todos los sentidos. Compartir voluntariamente un secreto pone en pie de igualdad al que habla y al que escucha, aunque no tengan el mismo rango, se concede un punto de unión, una homogeneidad de estatus. La confesión nunca es entre iguales, aun siendo ante un amigo y no ante una jerarquía institucionalizada, se le concede una autoridad moral al que escucha. El confidente implícita o explícitamente se sitúa por debajo del confesor, precisamente ahí radica su virtud. Es el superior el que puede conceder el perdón.
Y más que expiar o reparar una culpa, se ansía un perdón. Que pueda venir del injuriado, que provenga de Dios, que un auditoria otorgue, que se concedan al espejo. A menudo demasiado fácilmente. Benditos ellos. Yo seguiré con mi pena, como cantaba Manu Chao, seguirá mi condena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario