domingo, 30 de enero de 2022

Cacho carne

El rockero Meat Loaf nos ha dejado en estos días. Cacho carne le solían llamar en la radio en los 80. Se había ganado el respeto de las radios comerciales y de los seguidores. Parecía un ejemplo de aquello de que los viejos rockeros nunca mueren, y eso que su envergadura, lo sé bien, dicen que es propensa a padecer ciertas enfermedades de fatales consecuencias. Por eso suelen aconsejar las autoridades sanitarias que se cuide la dieta.

Tirando de ese hilo no podemos dejar de acordarnos del debate público tan interesante, perdón, interesado a cuenta del consumo de carne. Otra vez, con el ala en los cristales, un bulo llamarán. Este tiene más miga, porque no se trata de la desvergüenza de recomendar una cosa a través de la Consejería de Sanidad de la Junta de Andalucía (PP) y atacar por la misma cuando lo dice un comunista de Unidas Podemos. En este caso, nuestro simpático ministro Garzón ha vertido en un periódico extranjero, de los de calidad informativa intachable, unas declaraciones que, sin tergiversar tienen poco tacto, y manipuladas, entonces ya ni te digo.

Un político, y más los que tienen la diana entre ceja y ceja, debe ser exquisitamente cuidadoso en las declaraciones. No defiendo que se maquille la verdad, ni que se oculten datos, sino que psicológicamente no es lo mismo decir que la carne de macrogranjas es de peor calidad (aunque sea cierto), que defender que la carne proveniente de explotaciones extensivas es muchísimo mejor (que es informacionalmente igual de correcto). Todos, incluidos los peperos sabemos que las macrogranjas son perjudiciales para el medio ambiente y que un cerdo criado en dehesa es mejor carne. Pero no conviene darle cuartos al pregonero y facilitar armas al adversario. Y el Psoe se lo ha puesto en bandeja al no defender al ministro, por mucho que hubiera podido hacerlo mejor.

Ese fue el primer plato. El segundo fue el momento en el que los articulistas fueron a profundizar en el tema. Por ejemplo, acusando al ministro de dar consejos y no de actuar, que un ministerio no está para recomendaciones, sino para sacar decretos. Como si la Dirección General de Tráfico no las hiciera, por ejemplo. O el ministro de economía, el de hacienda y el gobernador del banco de España no se encomendaran a los planes de pensiones privados.

Y también sacaron la conclusión de que las macrogranjas son necesarias para la democratización de la carne, algo, indudablemente deseable. De igual forma podríamos decir que la ropa low cost es defendible, aunque emplee a niños en el tercer mundo o pague sueldos de miseria, porque todos tenemos derecho a democratizar la moda. O abogar por el turismo de borrachera, en lugar del de calidad, porque todos tenemos derecho a visitar Barcelona o Benidorm. Muy pocas veces he escuchado o leído a un articulista o tertuliano aceptar que si todos tenemos derecho a visitar otros rincones del planeta, hay que convivir con el turismo masivo, el que trae los pisos de alquiler turístico, la saturación de hoteles y resorts, la ocupación de lugares protegidos… Como mucho se dice, en plena tradición liberal-empresarista, que ofrece puestos de trabajo. Es decir, la mira puesta en la riqueza que supuestamente crea y no en los beneficios para el turista, casi siempre ridiculizado con su indumentaria y costumbres.

A pesar de las protestas y las manifestaciones encabezadas por PP, Vox y Ciudadanos, los ganaderos son, por otra parte, los grandes perjudicados de estas macroexplotaciones. Les hacen una competencia inasumible y, proporcionalmente, aportan menos población al interior de la España rural. Así terminan reconociéndolo en alguna intervención, aunque su talante no sea precisamente, afín a la izquierda. Es el desarrollo del capitalismo entendiendo la actividad agraria como industria alimentaria.

Luego están las protestas de los ecologistas, por ende de toda la izquierda. En el imaginario más común la derecha ha conseguido identificar en un magma al progre-ecologista-vegano-anticapitalista-regañón y  aguafiestas. No hace falta demasiado esfuerzo para que, sin decir explícitamente nada, todos entiendan que Garzón está en contra de la carne (y las chuches, y los pasteles, y el queso), porque es un comelechugas, que no ha pisado el campo sino que lo tiene idealizado como un turista más de ciudad, un pijoprogre, la izquierda caviar. Un poco más de tragaderas requiere aceptar que los defensores de lo público, en realidad, están en contra de toda ganancia y quieren arruinar a todo lo privado. En suma, tenemos un sector de la población nada desdeñable que no es capaz de ver los problemas que acarrean estas explotaciones intensivas de gran tamaño –porque las hay más manejables, intensivas, estabuladas, pero sostenibles– hasta que se las quieren colocar en su pueblo. Se sumarían ahora todos los más reflexivos que aceptan como mal menor que no todo puede ser filete de kobe, como no todo puede ser Haute Couture.

Sin embargo, al conformismo puede darse otra vuelta de tuerca. ¿Cómo compatibilizar una cosa y la otra, el respeto al medio ambiente, la calidad de los animales y la alimentación asequible? Quizás reduciendo el consumo de carne por habitante, que es lo primero que dijo Garzón. Porque si eliminar las macro explotaciones cárnicas podría significar un desabastecimiento relativo, se podría compensar con una disminución de la demanda que equilibrara los precios con la oferta y permitiera a explotaciones más modestas, intensivas o extensivas, sobrevivir e, incluso, mantener vivas y pobladas las zonas rurales.

Lo que fastidia, en el fondo es que el ministro tenía razón. Pero que, con vistas a la exportación, no conviene recordar a los compradores que es de mala calidad y de mala conciencia, por mucho que tengan todos los controles sanitarios. Preferimos engañar y engañarnos con unas mentiras piadosas que no remuevan nuestras conciencias. Un problema de marketing o de comunicación. Quizás el problema de Garzón es no haber dicho la palabra mágica, que se trata de carne low cost.

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