“Palabras, Dios está con vosotros” (La palabra)
Francisco Javier Hernández Baruque lleva publicados cerca de la decena de libros comenzando por La Esguerra azul (1986), Estrellas intermitentes (1987), El balcón de las olas y los barcos (1996), El duque de Monterroso (1999), Escrivivir (1999), Habla que labra (2003), Arañando vaho (2006), Edad de piedra (2014). En este se adentra en un desafía complejo, la de escribir 39 sextinas, una exigente composición de precisamente 39 versos, bajo la inspiración de las famosas sextinas de Jaime Gil de Biedma, Apología y Petición, de principios de los años 60. Incluso, Diablos del desgobierno hace homenaje explícito a este poema: “Es un país de pícaros nos dicen / los mismos que lo están ejecutando. / Indigno. Indignado. Y un poema / que vuelve a sublevar cuando se lee” (Diablos del desgobierno).
Pero la poesía es mucho más que un artificio basado en el conteo de versos, sílabas y acentos y hay que valorar las composiciones en cuanto a su potencial expresivo. Lo demás son malabarismos verbales. Cada uno de las sextinas tiene una entidad independiente, aunque hay algunos temas que se repiten, como es el de la nostalgia de la infancia y la juventud: “La primera emoción movió el latido / y pudo ser sentida, mas no escrita. / Inédita murió. De niño supe, / sin llegar a saber, que era poeta, / la tarde luminosa de un otoño / en la caligrafía de unos versos” (El poeta niño); “Pasó mi juventud. Con media vida / estoy diciendo adiós mientras escribo / sus pasos con silencio y con lluvia /…/ La luz, intermitente. Yo te escribo / con latido mecánico, ternura, / para que me adelanten los que pasan” (La lluvia nocturna). Incluso un poco más acá de la añoranza, la inexorable conciencia del paso del tiempo: “No es que la vida caiga en desuso. / Ocurre simplemente que de ned / observar hasta arriba los cajones /…/ De niebla es esta nada de siluetas / donde anda desmigándola factura / que ocuparon los cajones en desuso” (Cajones en desuso); “Las gotas nos bautizan y humedecen / y drenan inocencia por los poros” (Mujer de lluvia). Una percepción muy barroca, en el sentido del desencanto, de la identidad que se mantiene al transcurrir de los años: “la llama que ahora veis en el ahora / en gas de esté carbón y aquella savia. / Si sumo, el resultado es menos” (Sabio de savia y piedra).
Otro de los temas tiene que ver con el deseo, verdadero dios entre estos versos: “El dios es mi deseo se hizo carne / y Venus desde el mar ocupó el mundo” (Historia del deseo); “Tengo la juventud de este minuto” (La nube); “Amor, no hay nada sucio, porque el hambre / se limpia con la entrega, brilla el alma / y el cuerpo le da forma de deseo” (Amor, cuerpo del alma);bella de la vida / que nos vamos trasmitiendo?” (Vivos); “Hay una luna llena en cada mano: / vacía una medalla entre las sombras (Cercana lejanía); “Cayeron amapolas en el beso / y fueron repartidas por mis venas” (Raíz de río y rayo).
Y, en contraposición, la conciencia de la muerte: “Caer, pero siembra y sin corteza / fundirte con la tierra en muerte dulce” (La dulce muerte); “Mi cuerpo lo amasaron entre nubes / en un valle escoltado por un monte / y en cuna de faquir, de piedra y cardo / Me adormeció la luna de mi madre” (La madre de tierra).
“¿Por qué dolerá tanto el estar vivo,
ser hija de una lágrima, ser fiebre
de la enfermedad
La conexión entre el tiempo que pasó y el ser que somos es la identidad, espejo donde nos reflejamos en los otros y que nos acompaña como una sombra familiar: “Perdimos la amistad y somos tristes / mendigos. Yo fui rico mientras tuve / las manos como solo sobre el mundo / bebiendo confiado en compañía” (Amigo, te busqué). Como Whitman, Javier Hernández Baruque, sabe que no somos una identidad monolítica: “Aquí, dentro de mí, ¿cuántas personas / con ser distintas voces enloquecen / hablando al mismo tiempo que yo mismo?” (Las voces otras). Lo sabemos porque los sueños desaparecen al tiempo que aparecen las arrugas, las energías merman como la memoria: “Y pide explicaciones el olvido / esperando entre niebla es las que huya /…/ Todos los sueños huyen y traicionan / por las ventanas saltan sin nosotros / con vida secuestrada hacia el olvido” (Sueños que huyen).
El libro se completa con Ocho sextinas baruquianas que amplían el núcleo temático de la identidad y la soledad: “Solo, sin soledad, que se escabulle / y no deja nunca mis sentimientos /…/ Un verso me ha hecho sangre” (Ahora y a oscuras); “La lágrima salobre no reposa. / Cae lenta en el espejo de agua negra” (Rosario de cal); “Andas entre la gente y andas solo /…/ Eres el extranjero que se cruza / contigo y se trasvase sube el otro” (Presencia);“La voz siempre regresa y te recoge. / Te deja justo, solo e inocente, / te ciñe y te desnuda sobre el eco”. Eso no significa que no topemos con versos de gran dosis de ironía: “Y lo fue Robinson y lo fue Cristo / aislado en su islote y en su cruz” (Un solo de soledad); “Las sílabas más bellas que razones / berilo en la garganta y un perfecto / idioma que derroque al verbo falso” (Nombre ácimo). En contraposición, la inocencia de la infancia en La niña de las lagartijas, verdadero símbolo del paraíso perdido: “Qué grande la alegría y qué pequeña / la niña del jardín /…/ Niña de lagartija, yerba y rostro / de mago, tulipán de mariposas, / agua nueva que juega por mi tarde”.
Señalar, a modo de colofón unos versos en los que s recuerda la dicha de estar vivos:
“Recuérdate feliz ––que algunas veces
lo fuiste––, regalado por la vida.
Quizás ni lo notaste… ¿cuándo, dónde?
y sal de ti, que dentro no eres nadie.
Y siempre poesía: la alta magia
que pasa cada noche por tu calle
y enciende el corazón, triste y alegre” (Los vitrales)
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