Miguel Agudo es un artista que domina varios terrenos, la poesía, el aforismo y la poesía visual. Nació en Tarragona y lleva años afincado en Baeza. En poesía disfrutamos de Cuando Herodes la tierra (La isla de Siltolá, 2009), Amorexia (La isla de Siltolá, 2014); como poeta visual, Imágenes en cursiva (Babilonia Asociación Cultural de Valencia, 2015). Este es su tercer libro de aforismos tras los primeros Parapensares (La isla de Siltolá, 2017), Impertérrito pluscuamperfecto (La isla de Siltolá, 2020). Como su propio apelativo anuncia, lo que maravilla de los parapensares no es el artificio verbal, sino la verdad que hay detrás de cada aforismo: “Arte contemporáneo: donde hay una instalación, hay un enchufe”; “Tener razón y llevar razón: la diferencia estriba en el gasto del transporte”.
Los juegos malablares consideran el calambur como una de las bellas artes, léase con atención y sin equivocarse el título. Miguel Agudo demuestra humor, juegos de palabras, sorpresa. Indudablemente exhibe una gran conexión con las greguerías y. El juego no es sino la experimentación de la vida. Los dobles sentidos con las expresiones fosilizadas: “Me gustaría hacer una frase hecha”; “No sabría decir qué es el amor propio, pero ya os digo que me parece que no es ni cariño”; “El hombre es el animal que cae en la trampa una vez hecha la ley”; “Diazepam y circo”; “Yo no llevo la contraria, yo la traigo”; “Los niños a veces se ponen muy insobornables”. Miguel Agudo juega con las expectativas que las frases conocidas nos proponen, altera los sonidos y descubre las verdades que más duelen: “Llegó a fin de mes y volvió”; “El tiempo pasa, pesa, pisa, posa y purga”; “Echarse al monte de Venus”; “El fin justifica los remedios”; “Las apariencias desengañan”; “La ciudad es el conjunto de puertas que le ponemos al campo”; “Darle a me gusta cuando callas porque estás como ausente”.
Hace gala de una puntería exquisita para desdoblar la realidad y hacer surgir gemas, separa con habilidad el barro de la joya: “Los clásicos son libros de hoja perenne”; “Los camposantos están sembrados de pecadores”. Derrocha un tipo de humor del que nos arranca una sonrisa, aunque luego nos deje una desazón profunda: “Guardar silencio es una contradicción sonora”; “Por una carretera recta no se puede circular”; “Besar es un verbo hecho carne”; “Si las personas somos números, imagina cómo se sienten los propios números”.
En el plano estrictamente filosófico espigamos grandes verdades de las que duelen: “Estamos pagando la factura eléctrica del Siglo de las Luces”. Se esconde una teoría del conocimiento: “Hay dos tipos de verdades: las que se descubren y las que se inventan”; “La utopía tiene todo el futuro por detrás”; “Hay quienes confunden el punto de vista con el punto de mira”. Describe con precisión e ironía al sujeto: “El egoísta tiene un sujeto desatado”; “El vudú de las agujas del reloj que sufre quien espera”; “Sé que tengo un precio, pero como no puedo pagarlo, seguiré siendo mi esclavo”; “Tú no eres tú porque tu tú soy yo”.
Señalaba a propósito de su anterior libro Carlos Alcorta, que Miguel Agudo consigue darle al aforismo su acepción más ortodoxa, en el mejor sentido de la palabra, aunque los llamara parapensares. Se destaca la pasión por atacar los convencionalismos y poner de manifiesto aquello que tenemos delante y no somos capaces de ver precisamente porque lo tenemos ya visto. En este afán el autor muestra una desenvoltura fruto de un proceso artesano de depuración y selección implacable. No obstante, siempre con la mayor de las prudencias y una dosis importante de iconoclasia: “No te creas los aforismos. No son dogmas”.
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