Hace algunos años, José Manuel Benítez Ariza y el pintor José Antonio Martel colaboraron en un proyecto, Cuaderno de campo, en el que los poemas del primero se solapaban con los cuadros del segundo. Los textos de ese proyecto terminaron en una sección de Arabesco. En este caso tenemos “99 leyendas para un cuaderno de dibujo”, es decir, que Garabatos, que no deja de ser otra forma de Arabesco, cuenta con el mismo protagonista tanto de los textos como de las imágenes. Porque Benítez Ariza está descollando como autor de acuarelas de no poco mérito.
El volumen se divide en dos partes, la llamada Garabatos y una segunda, que es una colección de aforismos sobre el tema, a modo de epílogo. De todas formas, habida cuenta de la versatilidad del género, no podríamos decir con claridad si son aforismos, textos explicativos o pequeños poemas en prosa. Este es, sin duda, un libro híbrido, con una intención clara pero con connotaciones variadas y líricas sobre todo.
A partir de la actividad plástica, Benítez Ariza se entretiene con reflexiones sobre el propio oficio y se eleva quizás a lo trascendente: “El trazo añade oscuridad a la oscuridad”; “La he dibujado sin que ella lo supiera. Ese óvalo: un secreto que no me corresponde dilucidar” (Un retrato robado), “¿Qué se remansa en el remanso? ¿Qué inquietud te ha movido a descalzarte y sumergir en él los pies? ¿En qué otra dimensión este frío remoto, venido de qué cumbres?” (Remanso); “Repartirse en dos opacidades” (El caballo y su sombra). O en esta sentencia que encierra la verdad del arte: “Mi torpeza, mi anhelo, mi temblor; soy yo el retratado al retratarte” (Retrato de mujer). De todas formas, no es la primera vez que el poeta se sumerge en los sentidos plásticos para su labor poética. En este volumen se comprueba la minuciosidad de su mirada: “Por un hueco en la encrespada masa de edificios que busca sobresalir asoma el mar. También en el nublado hay claros que dejan en el agua su mancha incandescente. Si fuera herrero, golpearía ahí” (Subida al parque Güell); “Mi andar a ras de tierra se encamina hacia donde la calle se convierte en aspiración vertical. Música o llama su reverberación en la luz, en el espacio” (Campanarios); “Dibujar la cantinela del agua al caos: no más difícil, creo, ni más fácil que normarla. Si acaso, el silencio de fondo ya está hecho y es blanco” (Caño, 2).
Más que una écfrasis, estos textos –más aún porque apenas acompañan las acuarelas correspondientes– convierten los puntos de partida en poesía de palabras: “Las he cortado, quiero decir, las he dibujado, para ti: Duran más que las rosas reales que han servido de modelo” (Vaso de rosas). La labor del poeta siempre comienza en la mirada. Si se pierde, el poema se convierte en una suerte de estériles palabras con ritmo.
En otras ocasiones el poeta se dedica a situar los motivos, así, reconoce, “La violencia de la luz te envejece, amigo” (Retrato) o ahonda en el paisaje reflejados en las acuarelas: “El albergue o el camino: pararse a tomar fuerzas es también dudar” (Albergue de peregrinos en Murias de Rechivaldo); “¿El laberinto empieza dentro o fuera? ¿Al abrigo de esas calles intrincadas o a la intemperie, en medio de la plaza que antes fue arrabal? (Elvas, Arco del Temple); “Hasta el horizonte, toda la variedad del blanco en los diversos matices que van de la plena luz a las recesos de sombra: blancas incluso todas las gradaciones del gris al negro” (Caserío de Ubrique); “El asfalto es espejo y cada coche que se cierne va precedido por su huella de luz, que es también una puerta a la claridad del fondo, de la que vanamente huyen” (Carretera al atardecer). Destacan los paisajes de la sierra de Grazalema, motivo inolvidable del Cuaderno de Zahara o Diario de Benaocaz, auténtico locus amoenus para el poeta.
Las sombra geometriza: larga, nítida, en proyección radial hacia el infinito. El reflejo, por el contrario, rompe y esparce: esos trozos de farola reflejada allá donde la humedad del pavimento se ha condensado en charcos (Amanecer en la explanada de la estación)
Como decíamos, el Epílogo desarrolla una poética del garabato. Si el arabesco también era una forma de enrevesar el trazo, el garabato posee la cualidad plástica de la línea caprichosa: “El garabato es a la línea lo que el borrón a la mancha, un fracaso, pero también una posibilidad”. A partir de esa premisa Benítez Ariza se pregunta, “El garabato, ¿es dibujo o escritura?” o afirma que “En un principio todo eran garabatos”. Y, con la ironía que permite la paradoja, “El garabato perfecto (y también el menos misterioso): la circunferencia”.
Un garabato es también la rúbrica que acompaña a las firmas, así “Firma: cifrar tu identidad en un garabato”. Sin embargo, quedémonos, como quería el Principito, con la lúdica manera de enfocar esos trazos: “Los niños, en cualquier caso, no dibujan garabatos: son los adultos quienes no saben ver más allá”. Intentemos, pues, no perder la capacidad de interpretar y comprender más allá de lo que establezca la ortodoxia de la logomanía.
Este volumen está lleno de poesía, de intuiciones, de maestría que supera los meros pies de foto y funcionan más allá de los referentes a los que acompañan. Benítez Ariza huye del barroquismo, su sobriedad expresiva se demuestra de manera soberbia en estos textos tanto como en los aforismos. Un volumen delicioso.
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