miércoles, 3 de diciembre de 2025

Reseña de Lolbé González: ‘Malos entendidos’. Editorial liliputienses. 2025

Librario íntimo: Malos entendidos 


En el mapa literario hispanoamericano al que nos acerca Liliputienses surgen voces que no solo narran, sino que excavan. Voces que convierten la intimidad en un territorio vasto y compartido, y el lenguaje, en un instrumento de precisión quirúrgica para diseccionar la experiencia humana. Una de estas voces, emergente y potente, es la de Lolbé González. Procedente de  Mérida (Yucatán, México), cuenta con Aproximaciones sucesivas (2024) y Quiscalus Mexicanus (2022), Lolbé González construye un universo donde lo no dicho, lo mal interpretado y lo dolorosamente silenciado adquieren una elocuencia desgarradora. Su escritura se presenta, desde el primer momento, como un estudio de caso de la feminidad contemporánea. No un estudio clínico, sino uno visceral, poético, que parte de la autobiografía para alcanzar una verdad universal. Los fragmentos que sirven de preámbulo a este viaje son como jirones de un diario confesional, instantes de lucidez que iluminan la construcción de una identidad bajo el peso de mandatos y violencias sutiles.

He aquí un manifiesto de autenticidad: "Cuando el maestro se fue descubrí que no me gustaba actuar. No soportaba decir diálogos felices. La mentira cuando no es por gusto, asfixia". El rechazo a los "diálogos felices" impuestos es el primer paso hacia una voz propia, una que se niega a asfixiarse en la ficción de una felicidad decorativa. Esta búsqueda de lo real se enlaza con una de las imágenes más poderosas de su poética: "La pasión amorosa y la violencia duermen en habitaciones distintas de la misma casa. En esa casa no hay puertas". La metáfora es perfecta y aterradora. La casa, ese símbolo del yo, de la intimidad, carece de divisiones seguras. El deseo y el peligro cohabitan en una proximidad inevitable, un recordatorio constante de la delgada línea que, en las relaciones, puede separar el arrebato de la posesión, la entrega de la vulnerabilidad. Esta idea de la construcción identitaria a través del otro, específicamente del masculino, se explicita con una referencia tan culturalmente cargada como inquietante: "Él dijo mi nombre, entonces existí. Lo mismo que pinocho en el tránsito de marioneta a niño de verdad. Fui de verdad en el trayecto de regreso de la excursión". La alusión a Pinocho es brillante y amarga. La mujer-marioneta que solo adquiere "realidad" a través de la palabra del hombre, una palabra que, como el hada azul, concede la vida pero la sujeta a una génesis externa.

Existir por decreto ajeno es una paradoja dolorosa que recorre todo el libro. Y este aprendizaje de la feminidad no está exento de una pedagogía represiva y contradictoria, encarnada en las figuras maternas y sociales: "Debes llegar sin mancha, nos decían (...) Había que encontrar la forma de decirle al deseo: alto ahí. Y luego, un día, ven acá. Como si fuéramos domadoras de circo o agentes de tránsito". La imagen de la domadora o la agente de tránsito del propio deseo sintetiza la esquizofrenia de una educación que enseña a reprimir para, luego, en el momento "oportuno", saber liberar. Un manual de instrucciones para un aparato cuyo funcionamiento nunca se explica. Y en el colmo de esta herencia envenenada, un coro unánime y desolador: "Alguien pidió que levantaran la mano aquellas de nosotras a las que su madre les hubiera dicho o insinuado que eran unas putas. Todas levantamos la mano". Este pasaje, de una crudeza monumental, actúa como un certificado de una herida colectiva. La sexualidad femenina, desde su germen, es criminalizada incluso en el seno del primer vínculo afectivo, creando una culpa original que todas, parece decir Lobé González, compartimos.

El núcleo del libro, Malos entendidos, profundiza en estas grietas de la comunicación y la identidad. La voz poética se desdobla, se observa, se interpela. Se define como una "casa desalojada adentro de una casa en ruinas", una imagen de una profunda desposesión interior, un yo vaciado dentro de una estructura que se desmorona. Y en este paisaje en ruinas, pululan los fantasmas: "se sabe que con los fantasmas no hay cosa mejor que ignorarlos. La involuntaria atención que de reojo le otorga el pensamiento es el material que constituye su corporeidad". El fantasma –de un amor, un error, un trauma– se alimenta de la mirada lateral, de la atención furtiva. González dota de una física concreta a lo intangible: el pensamiento como material constitutivo. Es una poeta de lo etéreo hecho sustancia.

Uno de los momentos más conmovedores del libro es el Comunicado urgente para la niña que fui, un poema que funciona como una carta de rescate dirigida al yo pasado. Es un acto de sanación a través de la palabra: "Eso que ahora piensas importantísimo, no es fundamental /.../ te lo voy a decir de una vez y sin rodeos: No eres la favorita /.../ No serás, te anticipo, reina del mundo / pero sí soberana en la decisión de qué ponerte cada día. / Puedes descansar / puedes parar de estar tan preocupada". La crudeza ("No eres la favorita") se mezcla con un consuelo profundo y liberador. La soberanía no está en reinar sobre el mundo, sino en la elección cotidiana, en el derecho al descanso y a la despreocupación. Es un mensaje de alivio contra la ansiedad de rendimiento y la búsqueda de validación externa.

La mirada sobre lo masculino es lúcida y compasiva a la vez, retratando una ambivalencia que huye del maniqueísmo: "Señores que te dicen 'claro que sí, preciosa' (...) señores que llevan un adolescente dentro que no sabe si tirar la piedra o salir corriendo /.../ Señores que con su deseo de las manos intermediadas pro preguntas de toda clase". El "señor" es a la vez condescendiente ("claro que sí, preciosa") e inseguro, un adolescente perpetuo atrapado entre la agresión y la huida. Su deseo es "intermediado", no directo, filtrado por preguntas y protocolos. No son monstruos, son hombres incompletos.

La independencia, conquistada a un alto precio, se celebra con un verso que es un suspiro de alivio y un lamento: "abrazo la espera / como a un milagro / esta habitación / propia / en la cosa más cara que pagué / y sigo pagando". La habitación propia, el símbolo por excelencia de la autonomía intelectual y emocional de la mujer gracias a Virginia Woolf, es aquí un milagro costoso, un bien por el que se sigue pagando. La libertad tiene una hipoteca emocional y vital. La poeta no elude lo material, lo prosaico, en contrapunto con lo sublime del verso y el amor: "Todo bien con los versos / y el amor, ese hueco / pero necesitamos comer / y caminar sin tropezones con las cosas". El "hueco" del amor contrasta con la necesidad concreta de comer y no tropezar. Es un recordatorio de que la poesía se escribe desde un cuerpo que habita un mundo de objetos. Las reflexiones sobre el amor y la maternidad simbólica son de una hondura desconcertante: "Nunca he parido un hijo / pero he sido un poco madre de todos mis amantes". Maternar a las parejas es otra queja: “cuando yo lo conocí / ese hombre no sabía mirar a los ojos”. Y sobre el amor como riesgo y lotería, pregunta con una lucidez que duele: "El amor, es, amiga, nuestra lotería: / y deseamos tanto/ a cada rato / el premio mayor / ¿cómo lo haremos para no / pagar con nuestra vida / por ese juego de azar?" La poeta se desmarca del "poema de amor" tradicional, declarando: "Nunca he escrito un poema de amor / sí sobre afectos deslavados / o despedidas anticipadas". Prefiere explorar los afectos "deslavados", aquellos a los que el tiempo o el desgaste les ha quitado el color, y las despedidas que comenzaron antes de que el otro se fuera.

En Lost and found, la frialdad como mecanismo de defensa se describe con precisión de entomóloga: "no queda más que recogerlo todo / desear que nadie lo recuerde / hacer como que nunca pasó // no sonreír / no llorar / reproducir el gesto de quien observa una cosa / sin familiaridad / un objeto que se le extravió a otra persona". El dolor se gestiona mediante la despersonalización, observando los hechos como si fueran un objeto ajeno. Es la coreografía del desapego. La añoranza de la versión idealizada del otro surge en un verso de una ternura devastadora: "a veces yo decía: últimamente me siento muy cansada / solo porque quería de vuelta esa versión de él / la del generoso nutricional / el sabio bueno de las frutas". La fatiga como eufemismo de la nostalgia de un cuidado que ya no existe. La metáfora del "generoso nutricional" es singular y poderosa. La dificultad de traducir el dolor al lenguaje queda plasmada en A chip on your shoulder: "Esta astilla en mi hombro se resiste a ser apalabrada y, sin embargo, hace un escándalo semejante al de aquel que saca la basura un jueves y desde la ventana observa cómo se la lleva un mendigo y a eso le llama generosidad". La astilla, la molestia persistente, no puede nombrarse, pero su ruido es comparable al de una falsa generosidad, al autoengaño de quien confunde deshacerse de algo con un acto de caridad.

La vulnerabilidad de la creación poética se expone sin tapujos: "El momento en el que un poema mío / es más torpe / es cuando recién se lo mostré a alguien / dudo entonces de todos mis poemas / un poco / cada vez que alguien los lee". El poema vive en la ambivalencia entre la necesidad de ser leído y el terror a la mirada ajena. La cotidianidad de la vida en pareja se captura en una coreografía precisa en One art: "la urgencia con la que un cuerpo busca otro cuerpo / con familiaridad / con un conocimiento que no para de adquirir precisión /.../ la coreografía después de cada almuerzo: / recoger los platos, limpiar la mesa, regresarlo / todo a su lugar". El deseo y la rutina se entrelazan. La "urgencia" del cuerpo convive con la coreografía doméstica, mostrando cómo el amor también anida en los gestos automatizados de lo diario.

El proceso de desaprender para aprender, de desarmar la propia narrativa, se compara con: "se parece a desaprender / un poco/ la propia lengua / para adentrarse en un nuevo idioma". Y, en un brillante pasaje en prosa que da título al libro, González redefine el "malentendido" no como un error, sino como una oportunidad: "Quiero pensar que toda confusión es un regalo en el sentido de una sorpresa. En el sentido del descubrimiento. En el sentido de, por lo menos, equivocarse de ventanilla otra vez, pero no por haber recurrido a la misma ventanilla de la ocasión pasada, sino porque la cosa a tramitar es de naturaleza tal que probablemente no exista alguna ventanilla en la que poder resolverse". El malentendido es un regalo, un callejón sin salida que, al no ofrecer solución, nos obliga a replantearnos la naturaleza misma del problema. Es la aceptación de que hay trámites para los que no hay ventanilla, dolores para los que no hay formulario.

La última sección, Toda la sal, aborda el proceso de sanar, de extraer el dolor acumulado. Es un viaje a las profundidades: "para extraer tanta sal / habrá que ir a lo oscuro / hacia abajo / con ciertos apuntalamientos / evitar el derrumbe / adivinar las fisuras" (Algunas formas de extracción de la sal). La sal, símbolo de la sabiduría dura, de la cura y de la corrosión, debe ser extraída con cuidado, con andamios, como una operación de minería en la psique. La conciencia de la toxicidad es aguda: "Lo que sí sabemos es esto: / la toxicidad depende siempre de la dosis / el tamaño del sapo y la pedrada / la diferencia es mucha o toda". Todo puede ser veneno según la medida y la vulnerabilidad de quien lo recibe. Frente a esta complejidad, a veces la única acción segura es la más básica: "Quizás tomar agua sea lo único que puede hacerse / con la garantía de no provocar destrucción // no sé si tengo sed / pero me aferro a la inocuidad / de todo lo demás dudo" (El mecanismo de la sed).

Se aferra a la acción inocua en un mundo de decisiones potencialmente dañinas. Y, en un cierre perfecto, Pulmonata[1] nos muestra que el aprendizaje nunca es lineal ni total: "Quisiera decir que ese día aprendí / pero todavía hay ocasiones / en las que la realidad / con la belleza y el horror de sus movimientos / me atrapa con el frasco de sal en la mano". A pesar del trabajo de extracción, la realidad, en su belleza y horror impredecibles, nos sorprende aún con el frasco de sal en la mano, listos para sazonar la herida o para verla arder. No hay lección definitiva, solo la disposición a ser sorprendida, una y otra vez, por el escozor de vivir.

 Malos entendidos de Lolbé González es, en definitiva, un libro duro. Una obra que habla desde una honestidad feroz y una sensibilidad exquisita para cartografiar los paisajes interiores del deseo, el dolor, la construcción de la identidad femenina y los vericuetos del lenguaje. No ofrece consuelos fáciles, pero sí la compañía de una voz que ha mirado de frente a la confusión y ha encontrado en ella, no un fracaso, sino la materia prima de un arte profundamente conmovedor y verdadero.



[1] Caracoles y babosas

No hay comentarios:

Publicar un comentario