Las diferentes propuestas de la
ministra Carmen Calvo están causando el revuelo acostumbrado cuando se tocan
los aspectos machistas del lenguaje. Y no importa recurrir al sarcasmo, al
chiste fácil o al insulto más grosero, todo vale para atacar este tipo de
iniciativas. Que el idioma cambia es algo que no debemos olvidar, aunque quizás
muchos tienen miedo de que les cambie su manera de hablar o de escribir.
Una
de las expresiones que más me está gustando es la de alertar del peligro de la
ingeniería social que no hace sino traer desgracias y tiranía. Recurren a San
George Orwell y su Neolengua. Muy interesadamente ingenuos son los que recurren
a este lenguaje tendencioso. Cualquier tipo de medida política que afecte a la
población –es decir, salvo los reglamentos internos, todas– pueden ser
calificados de ingeniería social. Desde el carnet por puntos a las campañas de
concienciación sobre el uso del preservativo, el alcohol o la dieta sana. Digo
interesadamente porque pretenden unir algo que a todos nos atemoriza con algo
que sólo les incomoda a ellos. Ingenuos porque ninguna de esas medidas consigue
resultados inmediatos de un cambio radical de la sociedad.
Estos
apocalípticos están asustados porque se va a acabar el idioma, dicen. Va a ser
imposible hablar, se lamentan. El fin del lenguaje, por lo visto, tiene que ver
con hablar con precisión, intentando evitar ambigüedades y tics machistas. En
estos casos me gusta acordarme de las conversaciones sobre impuestos entre
asesores financieros, o, simplemente, en una consulta de médico. Ahí sí que
tenemos cuidado en no hablar como lo hacemos corrientemente. Y no solo para no
parecer incultos, principalmente porque creemos que es importante que nuestro
mensaje se entienda clarito. Por eso yo no digo que tengo “fatiga”, sino “náuseas”,
porque es corriente en el habla de mi zona la primera expresión como sinónimo
de la segunda, pero no quiero que piense que estoy muy cansado y esa es la
causa de mi dolencia. Los profesionales sanitarios pueden llegar a ser
incomprensibles para el profano cuando utilizan la jerga específica de las
enfermedades y los síntomas. Y se comunican entre sí. El resto de los mortales
somos capaces de movernos en un punto de encuentro entre los dos niveles del
habla y no se acaba con el lenguaje.
Algunos
se pasan de graciosos, como el antiguo cómico Felisuco, ridiculizando el lenguaje inclusivo reescribiendo La Regenta. Igual resultado
conseguiríamos cambiando el Quijote en argot informático. No es de recibo. El
lenguaje inclusivo no se reduce a la duplicación del masculino y el femenino,
es el cuidado al elegir palabras que puedan incluir, de ahí el nombre, a todos
los géneros. Por ejemplo, utilizar la expresión “ser humano” en lugar de decir
“hombre”, cuando queremos referirnos a los varones y las mujeres. No voy a
insistir en estas cuestiones porque me repito mucho, pero todavía recuerdo las
reticencias de los tradicionales a que se le llamara “matrimonio” a la unión de
dos hombres o dos mujeres, porque literalmente decía la ley que era la unión de
un hombre y una mujer.
Repasar
las leyes, y en especial la Constitución, para que nos vayamos acostumbrando a
este tipo de cuidado no debería inquietarnos, al contario. No conozco a nadie
que haya redactado una instancia y no haya procurado ser claro y no dejar hueco
a la indefinición y las ambigüedades. ¿Por qué no tener el mismo esmero en la
legislación y las proclamas oficiales? ¿No decimos para presentar, señoras y
señores? Y, sin embargo, en nuestra casa somos capaces de decir “dame el
cacharro ese que está detrás de eso”. Es cuestión de niveles del lenguaje.
Luego
se acompaña con la campaña sobre el consentimiento en las relaciones. De
acuerdo que es algo muy delicado, pero no mucho más que cuando prestamos algo a
alguien. Depende de quién nos fiemos, a veces, les hacemos firmar ante notario
que vamos a devolver todo el dinero. Podemos ironizar todo lo que queramos, sin
embargo, no podemos obviar los abusos que cometen muchos hombres con las
mujeres, considerando que, si no hay inconveniente grave, todo el campo es
orégano.
Los
hay muy simpáticos que recuerdan que el consentimiento mutuo por escrito es lo
que se llama matrimonio. Esta bromita, para mí, no tiene nada de gracia. Firmar
un acta matrimonial no implica que se tengan relaciones sexuales siempre que el
señor diga. Y esto es lo que han creído muchos durante demasiado tiempo. El débito
conyugal ha sido la excusa para auténticas violaciones dentro del matrimonio. Y
eso no es ninguna broma.
Me
da la impresión que todos estos indignados por el uso no sexista del lenguaje y
por los intentos de reducir el número de violaciones y dejar claro a los jueces
cuándo es y cuando no es consentida una relación no son conscientes del
peligro. Y no lo son porque, me da la impresión, piensan que la mujer no tiene
voluntad de mantener relaciones sexuales, que es el hombre quien debe tomar la
iniciativa y que, por norma general, la mujer va a estar cohibida, recatada,
sin ganas, hasta que ente en faena.
Lo
triste del asunto es que se le ha dado tanto la vuelta al lenguaje que ahora
parece que decir las barbaridades que sólo refuerzan los estereotipos, son la
manera de decir las verdades del barquero. Lo políticamente incorrecto se ha
convertido en lo auténtico, lo que todos pensamos porque es verdad. Y no lo es.
Todo lo contrario, es la manera zafia de perpetuar los prejuicios sociales. Y
afectan a los emigrantes, a las minorías, a las mujeres y a los hombres. Y
tenemos a Pérez Reverte convertido en mártir de la causa, amenazando con irse
de la Real Academia si se cumple con el mandato ministerial. (Yo, por mi parte,
siempre me había preguntado qué hacía en la institución alguien como este
periodista, así que, lo mismo es buena noticia.)
Supongo que
estas iniciativas legales no solucionarán por completo el problema del
machismo, ni del patriarcado que tanto daño nos está haciendo a hombres y
mujeres. Hay muchas maneras de serlo, por eso distinguimos entre sexo
(genético) y género (social), porque uno no determina el otro. Y la dialéctica entre
los géneros va transformando la sociedad. No hay nada más que ver las antiguas
películas de Pajares/Esteso o los anuncios de los años 50 para que todos veamos
que las cosas han cambiado. Y lo que queda.
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