El auge de los partidos de
ultraderecha en el mundo occidental está sorprendiendo y asustando a partes
iguales. Por un lado sorprende que se hagan proclamas de tan poca humanidad y
por otro lado, asusta pensar que tantos conciudadanos las apoyan. No es un fenómeno
español, aunque tenga sus especificidades que no tienen otros países como
Estados Unidos o Italia, donde es la Liga Norte la que abraza los postulados
ultraderechistas y nacionalistas en lugar de ser una fuerza que ponga en jaque
la santa unidad de la patria.
Imagino
que habrá muchos politicólogos serios que, con buenas fuentes de información
manejen datos fiables sobre el apoyo de grandes masas de población a estas
proclamas que, a priori, parecían superadas. Podemos enredarnos en análisis
coyunturales para tratar de entender cómo la sentencia del procés pudo perjudicar a partidos españoles como es el PSOE, tan
reacio a las autonomías en un principio. Podemos sentir la influencia que
cierto discurso sobre lo políticamente correcto o sobre la representación,
porque son muy contradictorios y lo mismo podían servir para inclinar la
balanza hacia un lado o hacia otro. Me refiero a que un partido tan conservador
en los valores, siendo hombres y mujeres tan del orden parecería un
contrasentido que fueran de gamberros en la política a la vez que venden su
mensaje misógino y xenófobo de sentido común. También choca que el chalé de
Pablo Iglesias e Irene Montero les invalide como representantes del pueblo
trabajador mientras que la fortuna de Espinosa de los Monteros y Rocío
Monasterio no afecte con igual ferocidad. Es el mismo caso de Donald Trump, uno
de los hombres más ricos de su país sirve de representación a las clases más
desfavorecidas de la globalización.
Precisamente
en los Estados Unidos podemos ver alguno de los elementos que explican el
éxito, sin tener en cuenta los intereses económicos que apoyan esta candidatura
y que son fundamentales para su triunfo. Jim Goad publicó hace unos años un
Manifiesto redneck, que se tradujo unos años más tarde al español pero que
tiene una indudable actualidad. Goad muestra en este libro el orgullo de lo que
en los EEUU llaman “basura blanca”, la clase más baja de los eurodescendientes.
A diferencia de los afrodescendientes, no cuentan con el “apoyo moral” de la intelectualidad,
al contrario, son vilipendiados y ridiculizados como catetos (que sería la traducción más aproximada), con cierto retraso
cultural e incluso de inteligencia. La denuncia se parece mucho a la de Owen
para los “chavs” (“canis”) ingleses. Los medios de comunicación, la opinión
pública en general carga contra ellos sin piedad. Goad plantea el tema
claramente, ¿por qué deben sentirse culpables de la opresión del hombre blanco
quienes nunca han tenido nada?
Ahí
está la clave del mensaje. Desculpabilizar.
Los
movimientos progresistas abordan los problemas desde la óptica del qué podemos
hacer, qué está en nuestra mano. Cuando se alían con el pensamiento neoliberal
el resultado es funesto. El mundo va mal, nuestra vida va mal y es por nuestra
culpa. No reciclamos lo bastante, no tenemos una actitud positiva, no nos
esforzamos, no nos ilusionamos, permitimos nuestra herencia micromachista,
usamos bolsas de plástico y comemos en cadenas de restaurantes… Da la impresión
de que siempre nos están riñendo. Esa era una crítica que se le solía hacer a
Julio Anguita. Todos, o casi todos, los que lo escuchaban estaban de acuerdo en
sus planteamientos, pero resultaba cargante que siempre riñera al oyente. Por
votar a un PSOE cada vez más a la derecha, por no luchar por los derechos
sociales, por permitir los abusos en el trabajo… Esto resta votos.
Greta
Thumberg representa un caso parecido. Su
actitud beligerante incomoda a muchos porque se sienten cuestionados en sus
hábitos y actitudes. Y si escuchamos a los ecologistas en sus demandas, siempre
pasa un sentimiento de culpa, bien por acción o por omisión. El feminismo
también cultiva un background
parecido. Hay que ir luchando contra el patriarcado en cada momento, en cada
lugar porque siempre quedan restos. Y acaban ridiculizadas como censoras
señoritas Rottenmeier que prohíben vestir, leer, disfrutar… a los hombres y a
las mujeres.
Nada
de esto es realmente así, pero es lo que venden claramente personajes como
Bertín Osborne. Él ya es lo suficientemente colaborador en casa, plancha y
concina mejor que su mujer. José Manuel Soto lo vive con el victimismo
paradójico de pertenecer al colectivo hegemónico: varón, adulto, heterosexual,
carnívoro… El mundo, que está hecho para él, no le parece suficiente. También
quiere vivir sin críticas.
Ese
ha sido el gran acierto de Vox. El paso de ser un partido minoritario a ser un
partido de masas con 52 diputados tiene mucho que ver con dejar de ser la
“derecha valiente” y dejar de reñir a la “derechita cobarde”. Ahora son los
defensores del ciudadano medio, aquel que no debe sentirse culpable por ser
quien es. A diferencia de la reivindicación de la basura blanca, Vox no
defiende a las minorías pobres, sino a lo que viene a ser el grueso demográfico
que prefiere dar su apoyo y así no tener que avergonzarse de tener reparo con
los extranjeros, tenerle miedo a los chicos marroquíes que se mueven en grupos
por las ciudades, de sentirse cuestionados por los ecologistas o las
feministas. Ellos son lo que son. Son españoles y no se avergüenzan. Ellos se
indignan con los catalanes que les odian.
A
diferencia del populismo de Podemos, que atacaba a la “casta” y que quería
empoderar a los que acamparon en 15M, para ser de Vox no hay que hacer nada. A
lo sumo, llevar una cinta con los colores de la bandera. Y ya está. Sin
avergonzarse de querer ahorrarse unos pequeños gastos en impuestos. Así pueden
reivindicar el piso en herencia de sus padres ayudando de paso a quienes
heredan verdaderas fortunas.
Así
no se tienen que sentir con mala conciencia al ver a los desfavorecidos, a los
que están en el paro, o mendigando, sin hogar. Todos son un chiringuito que
vive del cuento. El desprecio tiene una razón. Pueden seguir llevando la cabeza
orgullosa de ser buenos cristianos aunque sin caridad (vaya por San Pablo). Los
inmigrantes vienen a robar y a cobrar ayudas por la cara. No hay que sentir
pena por ellos, aunque se ahoguen en el Mediterráneo. No hay que preocuparse
por que otros no tengan trabajo. Al contrario, uno se queda más tranquilo
denunciando que hay quienes cobran la ayuda y hacen chapuzas, los que tienen
bajas médicas fingidas, los que se
escaquean del trabajo… Ninguno merece compasión.
Pueden
contar chistes de gangosos y burlarse del diferente, como siempre se ha hecho,
y no tener la sensibilidad que recomiendan las histéricas de las feministas.
Son buenos ciudadanos cuando cogen su coche o tiran la basura en el contenedor
más cercano. No hacen nada malo por defender los pesticidas y los abonos
químicos, ni los transgénicos. Ni siquiera hay que cuestionar la caza. Ser como
uno siempre ha sido y estar tranquilos.
Cuando
se dice que “la violencia no tiene género” lo que se hace es una reivindicación
de que ser hombre no es ser malo. Una no tiene que avergonzarse de pintarse los
labios y ponerse vestidos con escote, porque ese sea su gusto. Ser de Vox es no
sentirse culpable. Hablar del patriarcado y de que el machismo mata es sólo una
manera –dicen– de enfrentar a los sexos. Como si no fuera un sexo, el
masculino, el que niega el acceso a los puestos de poder o el que comete más
asesinatos que el terrorismo de ETA, año tras año, el que se enfrenta a las
mujeres solo por ser mujeres.
Cuando
se habla de género se inquietan porque no encaja en sus esquemas en los que el
hombre es hombre y lo que no es hombre es mujer. Que existan biológicamente
situaciones intermedias o que culturalmente se asignen roles que pueden ser
modificados, trae un desasosiego que Hazte Oír, calma con un autobús. El niño
tiene pene y la niña vagina. Y si una feminista radical les habla de los
homosexuales a niños pequeños de 10 años es desestabilizar lo que está muy
claro.
Se
ha dado voz a los que no se quieren sentir culpables por ser como son. La
tragedia es que las consecuencias las acabarán sufriendo quienes les votan. La
discriminación por clase social es una pendiente sin fin. Se empieza denigrando
a los inmigrantes sin trabajo, después a los sin casa, a los que perdieron su
puesto, para luego atacar a los que tienen el trabajo precario, a los que cobran
poco, a los que no tienen clase. Cuando se apliquen las medidas que proponen y
sus socios de derecha cobarde (PP y Ciudadanos) están deseando aprobar,
desmontando el sistema público de pensiones, de educación, de sanidad, del
estado del bienestar, lo sufriremos todos. Los que estuvimos riñendo y
advirtiendo y quienes se sienten orgullosos de llevar una banderita de dos
colores.
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