domingo, 30 de marzo de 2025

Reseña de Emilio J. Lafferranderie: ‘Un intervalo. Un término’. Liliputienses. 2025


Emilio J. Lafferranderie es uruguayo, vive en Perú y ha publicado algunos de los mejores poemarios de los últimos años que se recopilan en este Un intervalo. Un término: incluye Lugares prácticos (2004), Caracteres (2009), Líneas mediaciones (2015) y Modos parciales (2024). Pocas veces se puede uno encontrar con una coherencia temática y estilística en un autor de poesía. La poesía de Emilio J. Lafferranderie se despliega como un mapa conceptual en constante transformación. La topología de su escritura no responde a estructuras convencionales; más bien, parece orbitar en torno a una lógica del desplazamiento, donde los versos son coordenadas efímeras de un espacio en perpetuo rediseño. Prescinde de la puntuación. Los versos son cortos, fragmentarios, con abundancia de infinitivos.

En el primer libro incluido, Lugares prácticos (2004), el autor nos sumerge en un territorio sin anclajes definitivos: “trata sobre una parte común / y un espanto distinguible”. Las referencias espaciales se deslizan entre lo tangible y lo evanescente: "persona que carecen de escenas / arman un espacio ileso". Aquí, el espacio es una construcción inestable, un intersticio que se habita en la fugacidad del enunciado. La noción de "espacio ileso" evoca la idea de un paisaje que no se solidifica, un punto de tránsito donde la geografía no es sino una acumulación de trazos efímeros. En términos del filósofo Michel Serres, el poeta parece sugerir un espacio "liso", sin las marcas fijas de un territorio previamente delimitado: “eliminar detalles / mencionar episodios”; “mapas reservados para otra vida”; “resúmenes humanos sobre otros / lugares sinceramente de paso”. Deleuze y Guattari distinguían entre el espacio isométrico, liso y el estriado. Uno representa las rutinas, la secuencia, la causalidad. El otro, preferido de la poesía de Lafferranderie, el azar, el deseo, la emoción: “la cura / el vidrio / el pliegue”.

La labor poética consiste en la selección: “preferible seguir el aspecto / destacar una mirada”; “juegos seguramente // omitir una estatua / adoptar órbitas abandonadas”; “nada serio por coleccionar”. Precisamente este aspecto contrario a lo formal se interpela en varios momentos, es porque  “el efecto es un juego”; “experiencias jamás adheridas / incapaces de finalizar /…/ hechos que suceden y no designan / cosas tan próximas que no graban”. El observador y el poeta intuyen paisajes móviles: “dar lugar a una mudanza / y a otros medios de traslado // no adherir a un soporte / no fabricar referencia // la página y el pensamiento / no suponen algo mejor”. Y comienzan una cartografía en la que “personas omiten otros paisajes” y remiten a una labor de “adquirir algo en cada despliegue / establecer un mapa y una espera”. Como Leibniz señalaba, nos movemos entre pliegues y la historia en su desconcierto / el primado de eventos / el fondo inicial / …/ las páginas / delimitan / y atribuyen un sitio”. La propuesta es simplemente “una pieza sellada / el trabajo de la fuga / el podía ser allí”.

El siguiente volumen, Caracteres (2009), profundiza en una poética de la discontinuidad y la reconfiguración. La escritura ya no es un simple ejercicio de representación, sino un mecanismo de generación topológica: "sumar diferencias y decidir / un itinerario y un molde menos". Aquí, la geografía poética se configura como un juego de itinerarios erráticos, en los que la ausencia de una sintaxis fija remite a la naturaleza contingente del espacio posmoderno: “el principio de la no migración / un objeto las demás veces”; “el suelo destaca siempre sobre el ojo / hace de las variaciones una unidad” o “saber ignorar un giro / armar acceso estable”. Edward J. Soja hablaría de una tercera espacialidad, un lugar donde las categorías tradicionales de lo urbano y lo rural, lo centro y lo margen, se disuelven en un sistema de referencias movedizas: “mapas de vientos sedentarios”; “no hay motivos ni bosques recientes”; “asentamientos por reasignar al paisaje”. La tensión contraria anclada en el lenguaje se desarrolla sobre lo narrativo: “el objetivo es una tipografía / pensar casos de un sueño discreto” o “el trabajo de inutilizar una palabra”. Y con una necesidad de establecer estabilidades (“considera / la aceptación de una constante / lo apto realizando una figura”), pero  “no ser posible no revisar más”. el uso de infinitivos remite quizás a instrucciones del mapa.: “en geografía sola / el pulso estéril sobre una región / el acuerdo pasivo entre las cosas”.

En Líneas mediaciones (2015), la espacialidad poética se torna aún más inasible: "el problema es aplicar un paisaje / un exterior a cada punto del intervalo". En esta declaración se percibe el eco de Frederik Jameson, quien en su estudio de la posmodernidad destaca la fragmentación del espacio en una serie de nodos y discontinuidades. Lafferranderie se apropia de este problema y lo transforma en una estrategia poética: la espacialidad de sus versos no es una realidad externa a la escritura, sino un efecto de la misma: “componer una cercanía para pronunciarse / aislar un bosque y unge propiedades”. Así, cada poema funciona como un vector que articula y desarticula paisajes, un tránsito donde la materialidad de la palabra es la única cartografía disponible. “No es memoria todo eso // al respiro la falta de palabras / al venir tiene una oportunidad”, “lo concreto es un estado / un ojo cohabitando un mapa”. Es muy interesante cómo se va articulando esta geografía líquida con la imperiosa necesidad de utilizar palabras y buscar rumbos: “en palabras atadas halla lugares funcionales”; “fonemas que identifican un clima”; “acuerdas para justificar un tramo / nombre para hacer el día aparte”. El paisaje, por otra parte, se va construyendo a partir de biografías y prácticas al estilo de Michel De Certeau: “la infancia de un mínimo relieve / la figura despedida del fondo”;  “el ámbito no doméstico / los dominios no adquiridos del paisaje”. En realidad, “el autómata que se afirma en la indiferencia / el porvenir que deja caer lo probable // líneas donde pensar términos”. En la propuesta de Lafferranderie, lo mudable es la clave y su resistencia a ser encerrada en palabras y conceptos: “las estaciones las pobrezas cromáticas / la poca soberanía de las palabras”; “cierra deducciones y aparta todo lo hallado”; “nada afuera de la extensión de un sonido”; “una población numerada una dividida”.

Finalmente, Modos parciales (2024) lleva esta exploración al límite. "La distribución de los cuerpos en el parque / no puede remitir a nada más". Es, sin duda, la cima poética, el volumen más logrado. La renuncia a la referencia establecida resuena con la teoría de la geografía fracturada. El espacio contemporáneo se compone de múltiples capas de significación que se superponen sin alcanzar una síntesis definitiva. Aquí, la escritura se convierte en una operación cartográfica que se define por su propio vacío, por la negativa a encuadrar un territorio en términos absolutos. “La distribución de los cuerpos en el parque / no puede remitir a nada más // una débil geometría y un anhelo pictorialmente / le aportan neutralidad a la escena /…/ pero tal vez los términos sean otros / porque rara vez conforman un espacio / si los cuerpos son puntos de saturación / pigmentos cromáticos densidad de luz / en eso se asemeja a las teorías del color” (1).

El poeta desgrana como un topógrafo los elementos esenciales: “de acuerdo con la distinción entre un accidente y una regularidad // el ámbito doméstico señala / los dominios no contractuales del paisaje” (2). Y a diferencia de éste, su misión no es constatar y fijar límites, sino indicar rumbos, como los situacionistas: “para continuar la estancia / el tiempo debe diferenciarse de una deriva /…/ el día debe ser la superficie partículas / apartada de las condiciones de una historia // y así desertan de los hábitos jurídicos / de todo aquello configurado para convertir / las práctivas los puntos los paseos / en un lenguaje de utilidad” (3). Las tensiones micro y macro geográficas se van explicitando: “la voz disiente la hegemonía del paisaje / la razón no demora en ubicarse fuera de alcance /…/ volver es un mecanismo de inmovilidad”; “hay modas estatales y no estatales / dispuestas a establecer / las líneas que desprende de los cuerpos”. Los textos toman conciencia casi política de las apropiaciones vitales y literales: “es simple esta observación civil / es una palabra cediendo releves / compuesta de vigas sin lugar”; “a través de indicios se define / para asumir serie y sequías fiables // incorpora cuerpos a filiaciones naturales / ubica pasos subordinados a la forma”. Quizás todos los pasos anteriores llevan a una programática más evidente en este último libro: “frente a la primera línea de un marco / se separa el ejercicio de escritura / deja inerme las propiedades decorativas / las figuras los cantos la biografía / aparecen entonces prácticas”; “en la región de las equivalencia / el interés se dirige a la continuidad /…/ esa es su debilidad / enlaza las partes constitutivas / en cada jornada”. La reivindicación de lo mutable y lo vital por encima de lo encorsetado, porque el intervalo posibilita que “a través de la inercia / con las cosas que parecen fósiles se balancean”. Según Lafferranderie, el lenguaje no pretende fijar coordenadas, sino sugerir trayectorias, delinear líneas de fuga en un paisaje que solo existe en la medida en que es nombrado: "De todo este ejercicio / el paisaje es la única variable que subsiste / con la boca enteramente cerrada // lo suficiente para hacer un trazo sin curvatura".

Lafferranderie propone una poética de la espacialidad y la problematiza desde su núcleo. Su sintaxis fragmentaria y la ausencia de signos de puntuación son formas de repensar la relación entre la página y el territorio, entre la palabra y el espacio, concepto y vida. Lafferranderie  subvierte la espacialidad rígida del lenguaje y propone una poética de la heterogeneidad y la dispersión desde la misma elección forma, que concibe el lenguaje como una superficie dinámica, un terreno de exploración donde hay que manejarse como un cartógrafo en el desierto. El malogrado Luis Castro Nogueira argumentaba que el espacio no es una entidad fija, sino una construcción mutable que emerge de la interacción entre los cuerpos y sus trayectorias. En este sentido, Un intervalo. Un término es una exploración de esa risa del espacio, una topología que no se rige por la jerarquía ni la estructura convencional, sino por el juego, la paradoja y la indeterminación que invitan a una lectura errática y activa, en la que el lector debe construir su propia cartografía.

 

domingo, 23 de marzo de 2025

Reseña de la revista ‘Ítaca’, nº 12. Primavera 2024

 Puede ser una imagen de texto que dice "№ 12 Primavera 2025 Edición cuatrimestral Ítaca La poesía ayuda a vivir 4€"


La revista Ítaca, en su número 12, primavera de 2024, reafirma su compromiso con la literatura y el pensamiento crítico a través de una cuidada selección de artículos, entrevistas y poesía inédita. Bajo la dirección de Isabel Marina y con un sólido Consejo de Redacción compuesto por Ángeles Carbajal, José Luis García Martín, Jesús Cárdenas, Ricardo Labra y Sandra Sánchez. El sumario se afianza en cada número tanto en los artículos como en la sección de poemas inéditos. Esta edición destaca por la profundidad de sus textos y la riqueza de sus voces. Como es habitual, el número comienza con un artículo de Andrés Calvo Kalch, psicólogo especialista en psicología clínica que, en esta ocasión, resalta los beneficios de la poesía para la salud mental y en cómo asimilamos conceptualmente la realidad en la que vivimos.

Uno de los platos fuertes es la entrevista que la directora, Isabel Marina, hace a Ángeles Mora, Premio Nacional de Poesía, con gran trayectoria, a partir de la publicación de Quién anda aquí, poesía reunida. En esta revisión, Ángeles Mora confiesa que su poesía es, sin duda, feminista y rebelde, reivindicando a Rosalía de Castro. Reivindica también la necesidad de la memoria, y también, en cierta manera, el olvido, en una poesía que se expresa a través de lo cotidiano y la construcción de la propia identidad. “Escribir poesía ha sido para mí una forma de vida, una manera de pensar, como creo haber dicho, y pensarme también”, responde la poeta. Acompaña una pequeña selección de poemas: “¿Complejos de mujer? / ¿Deudas del corazón? / ¿Pura literatura? // O más sencillamente: / no borrar nuestras huellas”.

Julia Otxoa reflexiona, por escrito y a través de la imagen, sobre la creación como un “paisaje protector tanto individual como colectivo, un cobijo de belleza donde ampararnos de las vicisitudes de la existencia y, sobre todo, una poderosa pedagogía del espíritu”. Juan Antonio Millón hace una semblanza de Salvatore Quasimodo, resaltando su rebeldía contra las contradicciones de la existencia, con una mínima antología de poemas: “¿O ni siquiera la muerte ya consuela / más a los vivos, la muerte por amor?”.

La sección de poemas incluye a Javier Almuzara (“Sin la armonía de tus movimientos, ¿por qué ibas a querer bailar conmigo?”); Hilario Barrero (“Somos afortunados con la sombra: / nos presta generosa un tiempo más / para poder morir en transitivo”); Ramón Bascuñana (“no volver a pensar en el pasado. / No volver a caer en la mentira / de engañarme a mí mismo por pereza”); Ismael Cabezas (“Si has dañado a un inocente, si has tenido / voluntad de herir, si sabías que tus palabras / eran crueles y aún así las has pronunciado, / escribir un poema no te va a salvar”); Jesús Cárdenas (“En el paisaje / palabras para amar / si es trazo de tu cuerpo”); Antonio Castro (“El abrazo  sin voz / del amigo vencido”); Efi Cubero(“Escribo al corazón de vuestro anhelo / y a todos los matices que contiene la savia”); un servidor; Alfredo Garay (“Tu cures los míos males / cuando poses el to nome / na mio boca”); Lauren García (“Mentí a los altos altares por ti, / en los parajes del amor / que dejan la huella de la ebriedad / malintencionada y torpe”); Javier Gilabert (“No logro recrear en mi memoria / ninguna imagen clara de tu aspecto”); Goya Gutiérrez (“Piedras que nos enseñan / la fuerta que persiste / frente a la brevedad / de todo lo inmediato”); Perfecto Herrera (“En invierno, un clavel en la solapa / es capz de encender solitarios caminos”); Luis Llorente (“Diciembre nos traslada a otra memoria / y mis ojos no se cansan de amar, / porque saben”); Adolfo Majado (“Hace años que el invierno / no es más que una estrella / sembrando atardeceres”); Carmen Sánchez Álvarez (“Huele a aquellas tardes / que nunca pude disfrutar contigo”); Sandra Sánchez (“Y nadie puede ya arrebatarme / estas migajas, / el instante compartido, / la pequeña muerte / que aún viva me mantiene”); Manuela Vicente Fernández (“Las hijas no siempre sabemos ni podemos / enjugar los desvelos de nuestras madres”).

Las reseñas incluidas son las de Pedro López Lara (Escolios, Hiperión, 2024) por Jesús Cárdenas; Marta Pumarega Rubio (La sombra arrojada, BajAmar, 2024) por quien esto redacta; Miguel Ángel Alonso Treceño (Afonías, Apeadero de aforistas, 2024) por Michel F.; y Luis Miguel Malo Macaya (En papel, Mahalta Ediciones, 2024).

El contenido de Ítaca, como vemos, ofrece un espacio de reflexión y disfrute literario, consolidando su lugar en el panorama cultural contemporáneo.

 

domingo, 16 de marzo de 2025

Reseña de Erika Martínez: ‘La bestia ideal’. Pretextos. 2022

 La bestia ideal: 1766 (La Cruz del Sur) : Martínez, Erika: Amazon.es: Libros


“El mar nunca está ausente, solo lejos”

(Arte del desplazamiento)

 

La bestia ideal es, hasta ahora la última entrega de la trayectoria poética de Erika Martínez. Su primer libro consiguió con el Premio de Poesía Joven Radio Nacional de España, Color carne (2009). Siguieron El falso techo (2013), finalista del premio Quimera; Chocar con algo (2017) y aforismos Lenguaraz (2011). De ahí que esté incluida tanto en antologías de poesía como recopilaciones de aforistas.

Erika Martínez traza una cartografía en la que la experiencia individual se inscribe en un contexto histórico, un juego de tensiones entre el yo poético y las estructuras que lo condicionan. Este texto puede leerse como una interrogación sobre el valor, el trabajo y la subjetividad en un mundo donde lo simbólico y lo económico se entrelazan de manera inextricable. El poemario se divide en tres partes. La primera es Economía del don, sigue Santiago y, por último El nunca se acaba de los cuerpos. Sobre la primera parte es inevitable recordar que al antropólogo Maurice Godelier, quien, dentro de la antropología francesa, con cierta influencia althusseriana, publicó en 1984 Lo ideal y lo material. El punto de partida es abrazar ambos sentidos de la palabra ideal, que refiere al mundo de las ideas tanto como a la perfección. Con ambos sentidos juega Erika Martínez. Precisamente, la siguiente monografía del antropólogo francés fue El enigma del don. La poeta presenta este leitmotiv en el primer poema: “Vaciar un corazón hasta que solo quede el molde y volcar dentro un mejunje de células que se confabula para recrearlo, como si le cayera un cazo de metal fundido. Resucitar (…) la ceremonia cíclica de dar lo que no sobra y recibir quién sabe si algún día (…) Todo el amor que hicimos y lo que por amor encomendamos. Un compromiso sin inocencia. La economía del don” (Utilidad de la sangre). La noción de la economía del don aparece como un motivo central en la obra y meramente como un gesto de gratuidad, sino una trampa dialéctica, "Un compromiso sin inocencia". El trabajo poético, como todo trabajo, queda atrapado en un sistema de producción que no se limita a lo tangible, sino que también atraviesa la producción simbólica y afectiva: “Yo incumplí mi obligación: escondí tantos libros debajo de la manta que parecían un hombre” (El caldo primigenio). La autora lo expone con crudeza: “Trabajas como una bestia, pero lo que produces cruza por la cabeza moviendo su figura mucho antes de ponerte a trabajar. En eso te distingues, dijo el materialista derrapando: el ser humano es una bestia ideal” (La bestia ideal). En esta reflexión, se filtra el eco de la alienación: la creación precede y a la vez es determinada por un mundo de relaciones de producción preexistentes.

Las condiciones materiales de la existencia van a condicionar incluso la creación poética: “Solo entonces el paisaje omitido empuja al habla y nace bella su lucha. Poeta evita ventanas frente a muros / aunque no mires nunca a través de ella. Mientras escribe tiene que haber algo detrás, un mundo del que retirarse para pensarlo” (El paisaje omitido). Mucho más concreto es la referencia al trabajo disciplinado: “Recogí una musa de la calle y le puse Stajanov” (Más disciplina).Y, aunque lo sobrepasa, también la autora, con cierta ironía, lo sitúa en objetivos quizás mucho más inmediatos: “Un poema es un acto de amor. A cambio de sus versos, cada poeta se imagina juntando una suma delirante de capital / erótico, cuya unidad mínima tiene algo de sílaba o golpe de cadera” (Trabajo vivo). Y, recogiendo la teoría lorquiana sobre el cante jondo: “Un cantaor debe tener la misma fe en el duende que un pájaro en su vuelo” (Al toque).

Por otra parte, el estilo de poemas en prosa es deudor a veces de autores como Cortázar, especialmente en Dormir con técnica o Disciplina de la luz. En términos estéticos, podríamos decir que La bestia ideal se sitúa en el cruce entre las vanguardias y la llamada poesía de la experiencia. Por un lado, hereda del surrealismo y de la experimentación visual (piénsese en figuras como: “Val del Omar buscando un sonido de cuatro dimensiones”, Tríptico elemental), la capacidad de transgredir la lógica discursiva ordinaria, el recurso a lo onírico patente en poemas como Retracciones. Incluso se rastrea el eco lacaniano en algunas propuestas: “Nunca son las virtudes, sino lo que te falta. La hermana está segura: su don no le hace mal a nadie” (De fósiles y santos). Pero, a su vez, mantiene una narratividad que la emparenta con la tradición experiencial, aunque sin caer en el costumbrismo o la anécdota plana. Este diálogo entre corrientes permite que el lenguaje adquiera una potencia política: al evitar los lugares comunes de la confesión o la transparencia, la autora subvierte la aparente inmediatez de la experiencia.

La interrelación entre lo particular y lo general corre pareja al cuestionamiento entre razón y emoción: “… Si te diera a elegir entre el ritmo y la razón, la razón y la verdad, la verdad y el amor. / ¿Qué preferirías que resucitara? Deja en paz al amor, te he dicho que me des esa varita” (New Romantic). Erika Martínez focaliza la atención en anécdotas significativas para trascender la inmediatez para una reflexión casi filosófica: “La justicia es una forma de belleza, pensó Mary Richardson después de apuñalar un cuadro de Velázquez. (…) Si es arte, absorbe lo imprevisto, si es sagrado, mejor con cicatrices” (La Venus intermedia). En su postura no cabe la equidistancia, es un compromiso con la realidad y con su cambio: “Hubo que conquistarlo todo y luego malvenderlo, para que un cuerpo sin designio persiguiera sobre una baranda la figura mitológica del último resbalón” (Eden Roc). Igual que advertimos un compromiso personal como en el poema La imagen de o en Hacerlo dos veces: “De ti quise de nuevo enamorarme con el reloj en contra, y por eso lo vivo nos secunda, o insistimos, o rebañamos el mundo de otro modo, el día que acertamos el querernos y el día en que no hay dios que nos aguante”; como social tal como vemos en Música ciega. Las imágenes utilizadas, igual que el lenguaje exquisitamente cuidado, aportan la necesaria carga lírica a lo reivindicativo: “Pero la orquesta viene a no tocar. Se sube al escenario y, con los instrumentos tumbados en las sillas, finge que aplaude frente hacia el palco vacío” (Unísono).

La segunda parte juega con el nombre de Santiago. Gira, por un lado con la figura tradicional del santo guerrero, como con la de la persona concreta de Santiago Auserón, cantante y doctor en Filosofía. Este bloque reflexiona sobre la esencia y la identidad de España y, en su cita inicial, recoge una reflexión de Sancho Panza en el Quijote que denuncia la orden de “¡Santiago y cierra, España!”. La expresión es malinterpretada a menudo, como le pasa al escudero. No es que se le ordene al Apóstol que cierre la patria. La orden de “cierra” es un movimiento militar que, en este caso, se le indica a España.

Aparte de elementos vitales concretos, Auserón encarna la evolución de la cultura española. Fue símbolo de la movida madrileña con su grupo Radio Futura, que significó la cultura oficial de la Transición; abandonaba, como se repetía tantas veces, la España gris por un mundo de colorines e intrascendencia política: “Llegué al túnel en ruinas de la Transición española” (Instrucciones para una máquina del tiempo). Sin embargo, Santiago Auserón emprendió un camino de búsqueda de la “semilla negra”, de las raíces africanas de la música rock y esto le llevó a explorar la música cubana (fue responsable del éxito del son cubano en los 90) mientras preparaba su tesis doctoral junto al filósofo José Luis Pardo sobre las raíces musicales de la filosofía griega. Por eso resuenan en los textos las referencias a su música, la semilla negra, la huella sonora…: “Hazme el favor, di brillarán las semillas, la huella del martillo, cuchillo, fuelle, arrullo o Castilla, Castilla en llamas” (Lateral, sonora).

En palabras de Erika Martínez, él es “Un músico disfrazado de africano disfrazado de taíno me pregunta cómo se cuela el prójimo en mi voz. Yo le pregunto por el mito y su valor de cambio. Qué nos depara todo ese pasado que narra”. Uno de los aspectos más significativos de la obra es su intertexto filosófico y musical. La presencia de este Santiago en el poemario no es anecdótica, sino que permite una meditación sobre la memoria, la identidad y la herencia cultural. Auserón, quien ha transitado de la música popular al pensamiento filosófico, representa aquí un puente entre la tradición y la experimentación. Su exploración del logos helénico y el logos africano resuena con la problematización de los orígenes y la hibridación cultural que impregna el poemario: “Estábamos a punto de irnos cuando el logos helénico reconoció de lejos al logos africano y echaron a correr para abrazarse. La sacudida fundó una plaza donde el aire nos reunía, silbando esa canción por escribir” (La sacudida).

El uso del mito y su valor de cambio sugiere una lectura materialista: los relatos fundacionales no son entidades fijas, sino construcciones que circulan y se transforman bajo lógicas determinadas por relaciones de poder. En este sentido, la poesía de Erika Martínez interroga los mitos desde una perspectiva crítica, no para rechazar su vigencia, sino para poner en evidencia su maleabilidad y su inscripción en una historia de dominaciones y resistencias. Como reconoce en la Coda (o formas de ser), “Santiago no es España”. Ninguno de los dos lo es.

En La bestia ideal, especialmente en la última parte, El nunca se acaba de los cuerpos, el cuerpo ocupa un lugar central como espacio de inscripción del conflicto. Desde la Santidad de la leche [“Parir en nombre del situacionismo y provocar una deriva. Negarse a ser fetiche o rito como precio: a-r-t-e (…) Tu bebé, mi bebé, su piel contra la disciplina”] hasta  Letanía del abono (“Ahí vienen, siempre nuevos para el abono, los cuerpos y con ellos la esperanza en el potasio, el fósforo, el nitrógeno, en la vuelta del ácido nucleico”), el cuerpo aparece tanto como agente de transformación como objeto de regulación: “La muerte corría tras de mí. La muerte corría más que yo. Así que me volví para abrazarla” (El deliro de lo que retenemos). Esta tensión recuerda las teorías biopolíticas que han señalado la manera en que los cuerpos son gestionados dentro de sistemas económicos y culturales (“¿Cuándo empezó a asustarnos lo que sale del cuerpo?”). En este marco, el poema se convierte en un acto de resistencia: “Nos confinamos con el futuro en cueros y un acelerador de partículas llamado amor” (Mecanismos del fin).

En definitiva, La bestia ideal no solo reivindica la potencia del lenguaje poético, sino que lo concibe como un espacio donde se cruzan y tensionan la historia, la economía y la subjetividad:“La joven astronauta mira a la Tierra; la monja de clausura mira al cielo. Suspiran como amantes al unísono” (La monja y el astronauta). La poeta se sitúa en la encrucijada entre el testimonio y la experimentación, entre la tradición y la ruptura, para ofrecernos una obra que, lejos de la complacencia, exige una lectura atenta y un compromiso con la complejidad de lo real.

 

 

domingo, 9 de marzo de 2025

Reseña de Marta Pumarega Rubio: ‘La sombra arrojada’. BajAmar. 2024

La sombra arrojada - L’Esplai Llibres


Tras Antónimo de Cobijo (2018) y El cielo no es azul (2021), llega La sombra arrojada, prologado acertadamente por Marisa Adal, con dos protagonistas principales, que son su hijo y su padre, a los que dedica el poemario. En esta ocasión, Marta Pumarega entrega un compendio poético, un mapa emocional y una meditación profunda sobre los vínculos humanos, la memoria y la pérdida. Desde el primer verso, invita al lector a sumergirse en una narrativa íntima y honesta que entrelaza lo cotidiano con lo trascendental y que habla de la desolación que ni siquiera el poema puede consolar: “No quiero saber nada de la poesía, / hoy todo son ruinas, / hierba seca quemada /…/ Que no haya hueco en mi cuerpo / para ninguna palabra’ (La poesía). Marta Pumarega recapitula la función de la poesía como sanación con poemas dolientes: “Lee este poema / como si fuese una nana a un niño /…/ Léelo sin miedo / y, cuando termine, abraza / la inocencia de tu hijo, / él no conoce lo omitido / y ojalá no lo conozca nunca” (La nana); “Duermes, / y de tus labios cerrados / brota el poema” (El poema). Es la belleza de las palabras que puede adormecer y que hay que manejar con exquisito cuidado para no dañar: “Ven conmigo, / traigo el misterio / de una ciudad apagada” (La calma). Son poemas que tienen como interlocutor a su hijo.

El libro se estructura en torno a dos núcleos temáticos: la exploración de la relación entre la madre y su hijo, y la introspección sobre el duelo y la memoria. La obra también se sumerge en la belleza efímera de la vida y la juventud, destacando una sensibilidad estética que conecta las experiencias personales con una visión más amplia de la existencia: “Atiene la insoportable / belleza de la juventud, / tienes ojos grandes como puentes / que me miran / a través de esta fotografía” (La juventud). Y, por extensión, la belleza de la vida se traduce a través de los cambios vitales: “Esa mujer no soy yo, /ha ocupado en algún momento / otra mi lugar, / más vieja, / más cansada. /…/ Camina con un cuerpo que ya no es el mío, / es más torpe, / y te acaricia cada noche / como si fuera a perderte”; “También he estado alguna vez / al borde de la vida” (El abismo). También, por supuesto, en las relaciones afectivas más íntimas: “Me gusta el hombre / que mueve las hojas, / arrastra el otoño consigo, / el mío” (El regalo).

Además, el libro aborda temas como la soledad (La soledad / el frío del azul / sobre el cuerpo desnudo, El círculo), la nostalgia (“En diciembre sucede / que los puentes lloran / sobre los parabrisas de  los coches”, El frío) y la fragilidad del tiempo, presentes en versos tan Gil de Biedma como: “Qué breve ha parecido / y hace ya más de veinte años” (La amistad) “Habrá que abrir las ventanas, / quizás uno de ellos / venga para decirme / que es posible aún / la primavera” (El canto). Especialmente conmovedor es la descripción de un hecho real, una muerte repentina: “Ayer vi morir a un hombre, / cayó fulminado en una terraza / entre las palomas y los gorriones. /…/ Lo vi morir / era su latido / una línea de horizonte / y yo solo pude / verlo atardecer” (La terraza).

El estilo de Marta Pumarega destaca por su elegancia lírica y la intensidad emocional que impregna cada poema. La repetición y las imágenes vívidas son herramientas recurrentes que construyen un ritmo envolvente y evocador. Por ejemplo, en El grito, la repetición del deseo de no perder a alguien amplifica la desesperación y la vulnerabilidad: “Que no se me lleve el viento / el día que te mueras, / que no me vuelvas loca /…/ Que no me muera”. Recurre a metáforas cargadas de simbolismo, como en La sed, donde el agua que se evapora representa tanto la pérdida física como emocional: "Esta agua que como tú / tenía tan cerca / y ahora se evapora / lejos de mi cuerpo".

En un mundo donde la inmediatez y la superficialidad parecen dominar, La sombra arrojada se erige como un recordatorio de la importancia de la introspección y la conexión emocional. El duelo y la soledad resuenan profundamente en una sociedad de aislamiento y pérdida de vínculos familiares. El poema La oscuridad describe la escritura nocturna como un acto solitario y casi ritual, también puede interpretarse como un reflejo de la alienación contemporánea: "Escribo de noche / y nadie atiende mis plegarias, / soy una insomne / en un mundo de dormidos". La desorientación y el azar que zarandean los destinos son protagonistas de gran parte de los poemas: “Salvar los poemas / aunque perdamos pie, / aunque acabemos a la deriva” (La deriva). Lo único que parece permanecer es la desaparición: “Nada impide / este goteo incesante / de tu nombre” (El recuerdo); “La ausencia es tenerte / aunque no te tenga” (El llanto). Una ausencia que se tiñe de sufrimiento en los diferentes contextos, en el hospital (En el hospital / los sueños, / en las noches más oscuras y triste, / se tiraban por las ventanas”, La nostalgia), en cada instante vivido (“En las horas más frías, / donde busco tu nombre, / y nada encuentro, / donde no hay rastro / de lo que fuimos, / de lo que somos, / de lo que seremos”, El dolor) o en el hogar, como El nido vacío: “Llorar, lloré / todo lo que no está escrito, / pero siempre hemos sido nosotros / y eso lo puede todo. // Solo hay una cosa / que aún me entristece. // Cada vez que vienes es para marcharte”. Sin embargo, la primera parte acaba con La esperanza: “Hay un hombre / que descansa en mí / los días de lluvia”.

La última sección, Cartas a mi padre, directamente aborda los momentos de duelo por su muerte. Piezas como La introspección reflexionan sobre las cicatrices emocionales que deja la pérdida y El miedo (“El miedo / lo cabalgaba todo, / estaba / en tu falta de oxígeno / y en tu tos, / en esta mano / que te daba agua, / en el llanto de mi hermano”, El miedo) y La despedida capturan con una precisión desgarradora los momentos finales de un padre: “En la planta dos del hospital / mi padre muere, / los tres hermanos / rodeamos la cama / para que no se vaya, / le damos la mano / y agua, / le decimos que le queremos. / Mi padre no quiere dormirse / porque no quiere morir. /… /A las seis de la mañana / todos los pájaros cantan”. Una muerte, por segura y presentida no deja de doler en su amenaza: “La muerte ha vuelto, / y canta su espanto, / chirría en mi oído / su canción” (La consciencia).

El estilo de Marta Pumarega se caracteriza por su capacidad para equilibrar la sencillez y la profundidad. Los versos breves y contundentes transmiten emociones complejas sin recurrir a artificios innecesarios: “Mi padre murió / cuando nacen las flores” (Mayo). Su lenguaje, cargado de humanidad, conecta con experiencias universales como la pérdida, el amor: “Sabes que para mí / no hay nada, / que tras tus ojos cerrados / todo termina /…/ Yo lo sé, / porque nada / de lo que perdí / ha vuelto” (La fe). Y, aunque cada poema funciona como una pieza autónoma, al mismo tiempo contribuye a un conjunto mayor que revela la narrativa emocional de momentos tan dolorosos: “Desde tu muerte, / disimulo la tristeza /…/ Sola// Me siento al filo de la cama, /lloro sin mesura, / y escribo: / la tristeza es el río / en el que muchos se ahogaron” (El río).

Más allá de la necesidad de encontrar sentido a la existencia (“No sé si será preciso / entender tu muerte, / para entender la vida”, La paradoja), estos poemas de duelo aportan la capacidad de condensar en detalles el sentimiento más hondo de la elegía: “Un silencio que sostengo / en el tiempo / y habla de ti, / aunque no te nombre” (La introspección). Se comportan como el diálogo imposible pero imprescindible de las palabras que no han podido decirse, y aquellas que se dijeron y que siempre en necesario repetir: “Y aquí estoy escribiendo / algo que nunca te podré leer, / y aquí estoy escribiendo / sin soltarte / y aquí estoy escribiendo / sin nadie que escuche mi voz / al otro lado del teléfono” (El absurdo).

Marta Pumarega Rubio demuestra una maestría poética que combina sensibilidad, honestidad y un profundo entendimiento de la condición humana. No solo es un testimonio del poder de la palabra para sanar y transformar, sino también una invitación a abrazar las sombras y la luz que conforman nuestras vidas.

“Papá,

todo el día hoy es noviembre,

en mis ojos de nuevo,

esa mirada de infancia

/…/

Me he quedado más pobre que nunca.

Sola

con el tacto

de tu mano en la mía” (Noviembre)