domingo, 16 de marzo de 2025

Reseña de Erika Martínez: ‘La bestia ideal’. Pretextos. 2022

 La bestia ideal: 1766 (La Cruz del Sur) : Martínez, Erika: Amazon.es: Libros


“El mar nunca está ausente, solo lejos”

(Arte del desplazamiento)

 

La bestia ideal es, hasta ahora la última entrega de la trayectoria poética de Erika Martínez. Su primer libro consiguió con el Premio de Poesía Joven Radio Nacional de España, Color carne (2009). Siguieron El falso techo (2013), finalista del premio Quimera; Chocar con algo (2017) y aforismos Lenguaraz (2011). De ahí que esté incluida tanto en antologías de poesía como recopilaciones de aforistas.

Erika Martínez traza una cartografía en la que la experiencia individual se inscribe en un contexto histórico, un juego de tensiones entre el yo poético y las estructuras que lo condicionan. Este texto puede leerse como una interrogación sobre el valor, el trabajo y la subjetividad en un mundo donde lo simbólico y lo económico se entrelazan de manera inextricable. El poemario se divide en tres partes. La primera es Economía del don, sigue Santiago y, por último El nunca se acaba de los cuerpos. Sobre la primera parte es inevitable recordar que al antropólogo Maurice Godelier, quien, dentro de la antropología francesa, con cierta influencia althusseriana, publicó en 1984 Lo ideal y lo material. El punto de partida es abrazar ambos sentidos de la palabra ideal, que refiere al mundo de las ideas tanto como a la perfección. Con ambos sentidos juega Erika Martínez. Precisamente, la siguiente monografía del antropólogo francés fue El enigma del don. La poeta presenta este leitmotiv en el primer poema: “Vaciar un corazón hasta que solo quede el molde y volcar dentro un mejunje de células que se confabula para recrearlo, como si le cayera un cazo de metal fundido. Resucitar (…) la ceremonia cíclica de dar lo que no sobra y recibir quién sabe si algún día (…) Todo el amor que hicimos y lo que por amor encomendamos. Un compromiso sin inocencia. La economía del don” (Utilidad de la sangre). La noción de la economía del don aparece como un motivo central en la obra y meramente como un gesto de gratuidad, sino una trampa dialéctica, "Un compromiso sin inocencia". El trabajo poético, como todo trabajo, queda atrapado en un sistema de producción que no se limita a lo tangible, sino que también atraviesa la producción simbólica y afectiva: “Yo incumplí mi obligación: escondí tantos libros debajo de la manta que parecían un hombre” (El caldo primigenio). La autora lo expone con crudeza: “Trabajas como una bestia, pero lo que produces cruza por la cabeza moviendo su figura mucho antes de ponerte a trabajar. En eso te distingues, dijo el materialista derrapando: el ser humano es una bestia ideal” (La bestia ideal). En esta reflexión, se filtra el eco de la alienación: la creación precede y a la vez es determinada por un mundo de relaciones de producción preexistentes.

Las condiciones materiales de la existencia van a condicionar incluso la creación poética: “Solo entonces el paisaje omitido empuja al habla y nace bella su lucha. Poeta evita ventanas frente a muros / aunque no mires nunca a través de ella. Mientras escribe tiene que haber algo detrás, un mundo del que retirarse para pensarlo” (El paisaje omitido). Mucho más concreto es la referencia al trabajo disciplinado: “Recogí una musa de la calle y le puse Stajanov” (Más disciplina).Y, aunque lo sobrepasa, también la autora, con cierta ironía, lo sitúa en objetivos quizás mucho más inmediatos: “Un poema es un acto de amor. A cambio de sus versos, cada poeta se imagina juntando una suma delirante de capital / erótico, cuya unidad mínima tiene algo de sílaba o golpe de cadera” (Trabajo vivo). Y, recogiendo la teoría lorquiana sobre el cante jondo: “Un cantaor debe tener la misma fe en el duende que un pájaro en su vuelo” (Al toque).

Por otra parte, el estilo de poemas en prosa es deudor a veces de autores como Cortázar, especialmente en Dormir con técnica o Disciplina de la luz. En términos estéticos, podríamos decir que La bestia ideal se sitúa en el cruce entre las vanguardias y la llamada poesía de la experiencia. Por un lado, hereda del surrealismo y de la experimentación visual (piénsese en figuras como: “Val del Omar buscando un sonido de cuatro dimensiones”, Tríptico elemental), la capacidad de transgredir la lógica discursiva ordinaria, el recurso a lo onírico patente en poemas como Retracciones. Incluso se rastrea el eco lacaniano en algunas propuestas: “Nunca son las virtudes, sino lo que te falta. La hermana está segura: su don no le hace mal a nadie” (De fósiles y santos). Pero, a su vez, mantiene una narratividad que la emparenta con la tradición experiencial, aunque sin caer en el costumbrismo o la anécdota plana. Este diálogo entre corrientes permite que el lenguaje adquiera una potencia política: al evitar los lugares comunes de la confesión o la transparencia, la autora subvierte la aparente inmediatez de la experiencia.

La interrelación entre lo particular y lo general corre pareja al cuestionamiento entre razón y emoción: “… Si te diera a elegir entre el ritmo y la razón, la razón y la verdad, la verdad y el amor. / ¿Qué preferirías que resucitara? Deja en paz al amor, te he dicho que me des esa varita” (New Romantic). Erika Martínez focaliza la atención en anécdotas significativas para trascender la inmediatez para una reflexión casi filosófica: “La justicia es una forma de belleza, pensó Mary Richardson después de apuñalar un cuadro de Velázquez. (…) Si es arte, absorbe lo imprevisto, si es sagrado, mejor con cicatrices” (La Venus intermedia). En su postura no cabe la equidistancia, es un compromiso con la realidad y con su cambio: “Hubo que conquistarlo todo y luego malvenderlo, para que un cuerpo sin designio persiguiera sobre una baranda la figura mitológica del último resbalón” (Eden Roc). Igual que advertimos un compromiso personal como en el poema La imagen de o en Hacerlo dos veces: “De ti quise de nuevo enamorarme con el reloj en contra, y por eso lo vivo nos secunda, o insistimos, o rebañamos el mundo de otro modo, el día que acertamos el querernos y el día en que no hay dios que nos aguante”; como social tal como vemos en Música ciega. Las imágenes utilizadas, igual que el lenguaje exquisitamente cuidado, aportan la necesaria carga lírica a lo reivindicativo: “Pero la orquesta viene a no tocar. Se sube al escenario y, con los instrumentos tumbados en las sillas, finge que aplaude frente hacia el palco vacío” (Unísono).

La segunda parte juega con el nombre de Santiago. Gira, por un lado con la figura tradicional del santo guerrero, como con la de la persona concreta de Santiago Auserón, cantante y doctor en Filosofía. Este bloque reflexiona sobre la esencia y la identidad de España y, en su cita inicial, recoge una reflexión de Sancho Panza en el Quijote que denuncia la orden de “¡Santiago y cierra, España!”. La expresión es malinterpretada a menudo, como le pasa al escudero. No es que se le ordene al Apóstol que cierre la patria. La orden de “cierra” es un movimiento militar que, en este caso, se le indica a España.

Aparte de elementos vitales concretos, Auserón encarna la evolución de la cultura española. Fue símbolo de la movida madrileña con su grupo Radio Futura, que significó la cultura oficial de la Transición; abandonaba, como se repetía tantas veces, la España gris por un mundo de colorines e intrascendencia política: “Llegué al túnel en ruinas de la Transición española” (Instrucciones para una máquina del tiempo). Sin embargo, Santiago Auserón emprendió un camino de búsqueda de la “semilla negra”, de las raíces africanas de la música rock y esto le llevó a explorar la música cubana (fue responsable del éxito del son cubano en los 90) mientras preparaba su tesis doctoral junto al filósofo José Luis Pardo sobre las raíces musicales de la filosofía griega. Por eso resuenan en los textos las referencias a su música, la semilla negra, la huella sonora…: “Hazme el favor, di brillarán las semillas, la huella del martillo, cuchillo, fuelle, arrullo o Castilla, Castilla en llamas” (Lateral, sonora).

En palabras de Erika Martínez, él es “Un músico disfrazado de africano disfrazado de taíno me pregunta cómo se cuela el prójimo en mi voz. Yo le pregunto por el mito y su valor de cambio. Qué nos depara todo ese pasado que narra”. Uno de los aspectos más significativos de la obra es su intertexto filosófico y musical. La presencia de este Santiago en el poemario no es anecdótica, sino que permite una meditación sobre la memoria, la identidad y la herencia cultural. Auserón, quien ha transitado de la música popular al pensamiento filosófico, representa aquí un puente entre la tradición y la experimentación. Su exploración del logos helénico y el logos africano resuena con la problematización de los orígenes y la hibridación cultural que impregna el poemario: “Estábamos a punto de irnos cuando el logos helénico reconoció de lejos al logos africano y echaron a correr para abrazarse. La sacudida fundó una plaza donde el aire nos reunía, silbando esa canción por escribir” (La sacudida).

El uso del mito y su valor de cambio sugiere una lectura materialista: los relatos fundacionales no son entidades fijas, sino construcciones que circulan y se transforman bajo lógicas determinadas por relaciones de poder. En este sentido, la poesía de Erika Martínez interroga los mitos desde una perspectiva crítica, no para rechazar su vigencia, sino para poner en evidencia su maleabilidad y su inscripción en una historia de dominaciones y resistencias. Como reconoce en la Coda (o formas de ser), “Santiago no es España”. Ninguno de los dos lo es.

En La bestia ideal, especialmente en la última parte, El nunca se acaba de los cuerpos, el cuerpo ocupa un lugar central como espacio de inscripción del conflicto. Desde la Santidad de la leche [“Parir en nombre del situacionismo y provocar una deriva. Negarse a ser fetiche o rito como precio: a-r-t-e (…) Tu bebé, mi bebé, su piel contra la disciplina”] hasta  Letanía del abono (“Ahí vienen, siempre nuevos para el abono, los cuerpos y con ellos la esperanza en el potasio, el fósforo, el nitrógeno, en la vuelta del ácido nucleico”), el cuerpo aparece tanto como agente de transformación como objeto de regulación: “La muerte corría tras de mí. La muerte corría más que yo. Así que me volví para abrazarla” (El deliro de lo que retenemos). Esta tensión recuerda las teorías biopolíticas que han señalado la manera en que los cuerpos son gestionados dentro de sistemas económicos y culturales (“¿Cuándo empezó a asustarnos lo que sale del cuerpo?”). En este marco, el poema se convierte en un acto de resistencia: “Nos confinamos con el futuro en cueros y un acelerador de partículas llamado amor” (Mecanismos del fin).

En definitiva, La bestia ideal no solo reivindica la potencia del lenguaje poético, sino que lo concibe como un espacio donde se cruzan y tensionan la historia, la economía y la subjetividad:“La joven astronauta mira a la Tierra; la monja de clausura mira al cielo. Suspiran como amantes al unísono” (La monja y el astronauta). La poeta se sitúa en la encrucijada entre el testimonio y la experimentación, entre la tradición y la ruptura, para ofrecernos una obra que, lejos de la complacencia, exige una lectura atenta y un compromiso con la complejidad de lo real.

 

 

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