Las
personas que vivimos en pueblos y ciudades utilizamos la calle para muchas
cosas. Es cierto que no les prestamos mucha atención y creemos que son sólo los
lugares donde viven otras personas y se encuentran los establecimientos que
buscamos. Las calles son todo eso que nos impide llegar a donde queremos y a la
vez nos encauzan en pos de nuestro destino. Hay calles bonitas, calles a las
que tenemos asociados ciertos recuerdos y vivencias, y calles por las que
pasamos sin prestarles atención. Sólo cuando han derribado un edificio y
aparece el solar es cuando caemos en la cuenta, ¿qué había ahí? Mirar
fotografías antiguas es un auténtico desafío a nuestro cerebro. El encuadre de
la foto oculta tantos referentes que a menudo somos incapaces de reconocer un
portal por el que pasamos todos los días de nuestra niñez.
Las
celosías de los balcones permiten mirar la calle sin ser vistos, las terrazas
de los bares y cafeterías sirven para que te vean disfrutar de un combinado o
de un té con leche. En la calle jugamos de niños y paseamos de mayores. En la
adolescencia aprendemos que una calle es un lugar donde ver a otros y donde te
ven. Como los antiguos, pasear tras de alguien te puede unir de manera especial,
estás “saliendo con” alguien. Las calles también te permiten escapar de otro
alguien. Tenemos ropa “de salir”. Cuando vamos de marcha, “salimos”. Más aún si
utilizamos la calle para beber y conversar. Es el botellón.
La
calle es el sitio para pasear, conversar, ligar, pelearse las bandas callejeras. Es el sitio donde se
celebran las festividades del pueblo. La primavera se viste de estreno y se
viste de nazareno. Esta feliz coincidencia nos hacía caer en la cuenta de que
el domingo de Ramos, quien no estrena no tiene manos y quien estrena se condena.
Parece muy evidente que la celebración religiosa se ha superpuesto a la
celebración pagana y popular. Sin embargo esto es un viaje mucho más complejo.
A
menudo se quejan en la capital de la cantidad enorme de manifestaciones que
cortan el tráfico del centro. Durante la semana santa es lo que ha pasado en la
mayoría de los pueblos, al menos en el mío, que se está convirtiendo en la
localidad con mayor número de procesiones en el año. Parece un símbolo del poder
de la Iglesia. Y nadie se queja. Ni de la cera que hace chirriar las ruedas de
los coches, ni la falta de aparcamiento, ni que te rodeen y no puedas atravesar
una calle.
Es la
tradición, dicen, aunque el paso lleve sólo dos años en la calle. Y es la
tradición porque el pueblo lo ha querido así. Por mucho que el poder intente
imponer un sentimiento –religioso, patriótico, cultural o lo que sea-, es el
pueblo soberano, individuo a individuo, quien santifica las fiestas
arreglándose, vistiéndose de estreno. Y está claro que la gente apoya las
procesiones. Con fervor, con religiosidad, con la angustia de que se te salte
una, o no alcances a verla en la Cuesta del Barrio.
No me
gusta la Semana Santa. Y creo que a los cristianos tampoco debería gustarles.
Es idolatría, confundiendo, como decía Machado, a ese Jesús del madero con el
que anduvo en la mar. Y a la jerarquía eclesiástica también puede resultarle
incómoda. Las procesiones las organizan las Cofradías, que a menudo pugnan con
los obispos por cuestiones más o menos capitales.
Y la
semana que viene llegará el primero de mayo y con fecha tan señalada también
llegarán las manifestaciones de trabajadores. La pregunta que se me viene a la
cabeza es, ¿por qué tiene tanto éxito una procesión y tan poco una
manifestación? En principio ninguna de ellas parece conseguir ningún objetivo a
corto plazo. Los penitentes rezan por una promesa, los líderes sindicales también
las hacen. Sin embargo las manifestaciones no tienen el enganche popular que sí
poseen las imágenes sagradas.
Escucho
por mi pueblo que las manifestaciones son sectarias refiriéndose a las banderas
que ondean –de ciertas centrales sindicales o republicanas-. Y poca gente se ha
parado a pensar que un hombre torturado con todo lujo de detalles de su pasión
puede intimidar, salvo que caigamos en la cuenta que los penitentes pueden
recordar a los miembros del Ku Kux Klan. La religión parece ganar a la política
y a las reivindicaciones.
En
realidad creo que habría que afinar un poco más. Si contáramos los con la misma
vara que a los manifestantes, además de surrealistas luchas de cifras (el Nazareno ha tenido dos mil hermanos
según la Cofradía y novecientos cincuenta según la policía…), podríamos
llevarnos la sorpresa de que no hay tanta diferencia. Los manifestantes van
todos juntos, llevando pancartas y los penitentes van separaditos, bien
organizados. Tiene más glamur un estandarte SPQR que una cartulina pidiendo
menos recortes. Pero el número puede ser muy parecido. La diferencia es que las
manifestaciones no tienen público y raramente la policía antidisturbios golpea
a los procesionantes (en todo caso se lo hacen ellos mismos como los picaos de San Vicente de la Sonsierra).
Debemos,
pues, distinguir entre participantes (penitentes) y espectadores (público). En
la Semana Santa, o en los Carnavales, los participantes van ataviados de manera
especial, podríamos decir disfrazados.
Quizás por eso les es más fácil ser protagonistas. En una manifestación se va a
cara descubierta (porque será ilegal ir embozado o con máscaras) y quizás haya
un poco de pudor, mientras que siendo el público que mira una cabalgata, una
procesión o una manifestación no haya que pasar vergüenza.
Sin
embargo, hasta que no comprendamos qué hace que la gente salga a la calle con
las procesiones –y no es sólo por tradición, ni por religión solo, ni por
obligación- con ese fervor, difícilmente entenderemos al ser humano. La segunda
manifestación en número de personas de Sevilla fue cuando béticos y sevillistas
protestaban de que sus equipos bajaran a segunda división. No podemos decir que
son estúpidas supersticiones. No lo son. Pueden gustar o no, pero ahí están.
Las
mareas blanca y verde, las santificaciones en Roma, los carnavales, el desfile
del Orgullo Gay son formas de estar juntos, de reconocer-nos. ¿Por qué salimos?
Porque toca y porque nos lo pasamos bien juntos. Aunque los pies nos duelan,
aunque no nos comprendan, aunque no sirva para nada más que para hacerlos,
aunque nos cueste dinero. Deberíamos aprender de cómo se organizan, de cómo
convocan, de cómo se movilizan. Y preguntarnos por qué el próximo primero de
mayo, quince mil personas se desplazarán a Alcalá de los Gazules para ver a
Kiko Argüello mientras que otras diez mil se manifestarán en Cádiz.
El
pueblo habla en la calle, abre su corazón a una imagen, a un escudo, a unas
siglas. La calle es también el foro, el ágora, donde se hacen visibles los
problemas y las soluciones. En la calle nos conocemos y nos reconocemos. Arde
la calle.
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