domingo, 27 de abril de 2014

El poder de la calle



Las personas que vivimos en pueblos y ciudades utilizamos la calle para muchas cosas. Es cierto que no les prestamos mucha atención y creemos que son sólo los lugares donde viven otras personas y se encuentran los establecimientos que buscamos. Las calles son todo eso que nos impide llegar a donde queremos y a la vez nos encauzan en pos de nuestro destino. Hay calles bonitas, calles a las que tenemos asociados ciertos recuerdos y vivencias, y calles por las que pasamos sin prestarles atención. Sólo cuando han derribado un edificio y aparece el solar es cuando caemos en la cuenta, ¿qué había ahí? Mirar fotografías antiguas es un auténtico desafío a nuestro cerebro. El encuadre de la foto oculta tantos referentes que a menudo somos incapaces de reconocer un portal por el que pasamos todos los días de nuestra niñez.
Las celosías de los balcones permiten mirar la calle sin ser vistos, las terrazas de los bares y cafeterías sirven para que te vean disfrutar de un combinado o de un té con leche. En la calle jugamos de niños y paseamos de mayores. En la adolescencia aprendemos que una calle es un lugar donde ver a otros y donde te ven. Como los antiguos, pasear tras de alguien te puede unir de manera especial, estás “saliendo con” alguien. Las calles también te permiten escapar de otro alguien. Tenemos ropa “de salir”. Cuando vamos de marcha, “salimos”. Más aún si utilizamos la calle para beber y conversar. Es el botellón.
La calle es el sitio para pasear, conversar, ligar, pelearse las bandas callejeras. Es el sitio donde se celebran las festividades del pueblo. La primavera se viste de estreno y se viste de nazareno. Esta feliz coincidencia nos hacía caer en la cuenta de que el domingo de Ramos, quien no estrena no tiene manos y quien estrena se condena. Parece muy evidente que la celebración religiosa se ha superpuesto a la celebración pagana y popular. Sin embargo esto es un viaje mucho más complejo.
A menudo se quejan en la capital de la cantidad enorme de manifestaciones que cortan el tráfico del centro. Durante la semana santa es lo que ha pasado en la mayoría de los pueblos, al menos en el mío, que se está convirtiendo en la localidad con mayor número de procesiones en el año. Parece un símbolo del poder de la Iglesia. Y nadie se queja. Ni de la cera que hace chirriar las ruedas de los coches, ni la falta de aparcamiento, ni que te rodeen y no puedas atravesar una calle.
Es la tradición, dicen, aunque el paso lleve sólo dos años en la calle. Y es la tradición porque el pueblo lo ha querido así. Por mucho que el poder intente imponer un sentimiento –religioso, patriótico, cultural o lo que sea-, es el pueblo soberano, individuo a individuo, quien santifica las fiestas arreglándose, vistiéndose de estreno. Y está claro que la gente apoya las procesiones. Con fervor, con religiosidad, con la angustia de que se te salte una, o no alcances a verla en la Cuesta del Barrio.
No me gusta la Semana Santa. Y creo que a los cristianos tampoco debería gustarles. Es idolatría, confundiendo, como decía Machado, a ese Jesús del madero con el que anduvo en la mar. Y a la jerarquía eclesiástica también puede resultarle incómoda. Las procesiones las organizan las Cofradías, que a menudo pugnan con los obispos por cuestiones más o menos capitales.
Y la semana que viene llegará el primero de mayo y con fecha tan señalada también llegarán las manifestaciones de trabajadores. La pregunta que se me viene a la cabeza es, ¿por qué tiene tanto éxito una procesión y tan poco una manifestación? En principio ninguna de ellas parece conseguir ningún objetivo a corto plazo. Los penitentes rezan por una promesa, los líderes sindicales también las hacen. Sin embargo las manifestaciones no tienen el enganche popular que sí poseen las imágenes sagradas.
Escucho por mi pueblo que las manifestaciones son sectarias refiriéndose a las banderas que ondean –de ciertas centrales sindicales o republicanas-. Y poca gente se ha parado a pensar que un hombre torturado con todo lujo de detalles de su pasión puede intimidar, salvo que caigamos en la cuenta que los penitentes pueden recordar a los miembros del Ku Kux Klan. La religión parece ganar a la política y a las reivindicaciones.
En realidad creo que habría que afinar un poco más. Si contáramos los con la misma vara que a los manifestantes, además de surrealistas luchas de cifras (el Nazareno ha tenido dos mil hermanos según la Cofradía y novecientos cincuenta según la policía…), podríamos llevarnos la sorpresa de que no hay tanta diferencia. Los manifestantes van todos juntos, llevando pancartas y los penitentes van separaditos, bien organizados. Tiene más glamur un estandarte SPQR que una cartulina pidiendo menos recortes. Pero el número puede ser muy parecido. La diferencia es que las manifestaciones no tienen público y raramente la policía antidisturbios golpea a los procesionantes (en todo caso se lo hacen ellos mismos como los picaos de San Vicente de la Sonsierra).
Debemos, pues, distinguir entre participantes (penitentes) y espectadores (público). En la Semana Santa, o en los Carnavales, los participantes van ataviados de manera especial, podríamos decir disfrazados. Quizás por eso les es más fácil ser protagonistas. En una manifestación se va a cara descubierta (porque será ilegal ir embozado o con máscaras) y quizás haya un poco de pudor, mientras que siendo el público que mira una cabalgata, una procesión o una manifestación no haya que pasar vergüenza.
Sin embargo, hasta que no comprendamos qué hace que la gente salga a la calle con las procesiones –y no es sólo por tradición, ni por religión solo, ni por obligación- con ese fervor, difícilmente entenderemos al ser humano. La segunda manifestación en número de personas de Sevilla fue cuando béticos y sevillistas protestaban de que sus equipos bajaran a segunda división. No podemos decir que son estúpidas supersticiones. No lo son. Pueden gustar o no, pero ahí están.
Las mareas blanca y verde, las santificaciones en Roma, los carnavales, el desfile del Orgullo Gay son formas de estar juntos, de reconocer-nos. ¿Por qué salimos? Porque toca y porque nos lo pasamos bien juntos. Aunque los pies nos duelan, aunque no nos comprendan, aunque no sirva para nada más que para hacerlos, aunque nos cueste dinero. Deberíamos aprender de cómo se organizan, de cómo convocan, de cómo se movilizan. Y preguntarnos por qué el próximo primero de mayo, quince mil personas se desplazarán a Alcalá de los Gazules para ver a Kiko Argüello mientras que otras diez mil se manifestarán en Cádiz.
El pueblo habla en la calle, abre su corazón a una imagen, a un escudo, a unas siglas. La calle es también el foro, el ágora, donde se hacen visibles los problemas y las soluciones. En la calle nos conocemos y nos reconocemos. Arde la calle.

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