domingo, 4 de mayo de 2014

Libre ante el espejo



Soy libre ante el espejo.
No salgo ahora que puedo.

Manolo García-Quimi Portet, Aviones plateados
 
Me desconciertan las personas que llevan a gala tener las mismas ideas durante toda su vida. Yo siempre he defendido esto, desde joven estoy en contra de… Coherencia, dicen. Entonces yo no puedo dejar de acordarme del magnífico microrrelato de Mercedes Márquez. La coherencia es un valor envidiable, se mantiene uno fiel a sus principios. Traducción: una vez, con quince años, en una conversación con los colegas del instituto pensé estar en contra del aborto, y desde entonces sigo diciendo lo mismo. ¿Dónde queda la reflexión, la madurez, la transformación de la persona y de las ideas?
Existe un viejo cuento árabe, protagonizado por Yehá, que es un poco como los chistes de Jaimito. Una vez preguntaron a Yehá por su edad y él dijo, “Tengo treinta años”. Unos años más tarde le preguntaron de nuevo por su edad y Yehá volvió a decir: “Tengo treinta años”. Los amigos le reprendieron, “Yehá, no puede ser, ¡dijiste hace unos años que tenías treinta!”, a lo que éste replicó: “Yo no soy de esas personas que dicen una cosa y luego dicen otra”.
Me resultan sorprendentes las personas que son capaces de mantenerse con las mismas ideas y los mismos gustos. Difícil empresa. Por lo demás, cuentan con la aprobación implícita y explícita de quienes alaban el mantenimiento de las posturas y critican despiadadamente a los que cambian, chaqueteros, veletas.
En cambio, lo que sí está claro es que este pensamiento monolítico, sin fisuras, inmune al paso del tiempo parece situarse en contra de las consignas sobre la innovación, el reciclaje continuo, la permanente revolución de las ideas.
A menudo avisan que convertirte en padre te transforma la visión de las cosas. Que si antes defendías la libertad de entrar y salir de casa, ahora te vuelves conservador en los horarios. Que si antes participabas de la ideología del amor libre –en la teoría, siempre en la teoría-, ahora te vuelves ultra partidario de la castidad hasta un lustro después del matrimonio. No es mi caso –por ahora-. Lo que sí he visto en mí mismo es la renuncia a muchos, a casi todos los principios que creí inamovibles. Como me confesaba un pediatra amigo mío, antes contaba con muchas teorías y ninguna práctica con los hijos. Ahora tengo mucha práctica y ninguna teoría. Siento que me he traicionado en lo que quería haber hecho y lo que he ido haciendo.
Lo que sin embargo no me avergüenza es cambiar de ideas sobre las cosas o sobre la gente. Justo al contrario que Franco Battiato cuando buscaba un Centro de Gravedad Permanente. No me parece atractivo posicionarme en un punto de vista sobre todo, que no cambie con el tiempo. Es importante dudar. No quiero ni siquiera camuflarlo como evolución personal. He cambiado y punto. Ahora soy ateo, por ejemplo; en lo político soy más radical aunque más suave en las formas. Y me siguen sin gustar Queen.
Por otra parte no estimo que sea legítimo, ni práctico siquiera, el ir tornando de ideas constantemente, ir cambiando de bandera, de ideales como Groucho Marx: “estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”. ¿Dónde está el límite? No me parece tampoco legítimo imponer unas ideas, una moral a los otros que nosotros no queremos cumplir. Ni me parece ético haber combatido algo hasta que nos toca, y entonces pasar a defenderlo. Estoy en contra del aborto hasta que mi hija se encuentra en esa tesitura. Eso es hipocresía de la peor especie. Por eso John Rawls postulaba del velo de la ignorancia en las decisiones éticas. ¿Qué decidirías que es lo bueno si no supieras en qué lado te toca? Antes de saber si eres de los que cobra o de los que paga, ¿son buenas las ayudas estatales?
Comprometer una palabra en una promesa y cumplirla es una rara virtud. Por eso ha sido considerado pecado: si incumplías, era malo; y si estabas seguro del juramento, era pecado de orgullo. El animal humano parece no estar hecho para mantener una palabra, pero toda nuestra socialidad se basa en la asunción de que somos previsibles y que si decimos algo no vamos a cambiar el horario, el sabor o los afectos.
Pero, ¿qué pasa si el cambio te afecta sólo a ti? Si antes odiabas las alcaparras y ahora las añades hasta en las natillas. Si antes disfrutabas con los Cazafantasmas y ahora te parecen horrendos. Si Rayuela era la novela de tu vida y ahora te parece triste, muy triste. ¿Puede uno del Atlétic pasarse al Espanyol?
Creo que uno debería disfrutar la libertad de cambiar, aunque despiste a sus semejantes, aunque sólo sea para desconcertar a los buscadores de Internet que te “orientan” con las selecciones de quienes han realizado la misma compra, visto el mismo producto, seleccionado la misma preferencia.
Libre ante el espejo, con la capacidad de analizarte a ti mismo y cambiar, para arriba o para abajo, para quedarte o para irte, para disfrutar de una película o con la feria. El cambio, las renuncias, la reorganización de premisas, la constatación de que te has equivocado y rectificas, el simple cansancio de lo mismo no debería cuestionar nuestra propia identidad. Una identidad que no pienso –ahora, no me acuerdo de cuándo era adolescente- que tenga tampoco que ser monolítica, a prueba de bombas. Sin ser completamente caprichoso en los deseos y pensamientos, defiendo el derecho a contradecirme, a no ser coherente en todas las cosas, a dejar respirar mi espíritu. Apechugando con las consecuencias, defiendo dudar y desdecirme. Antes que traicionar a los demás, traicionarme a mí mismo. Sin decir que está justificado cualquier cosa, defiendo mi derecho a no encadenarme a mí mismo, a no hipotecar mi raciocinio ni mis afectos. Libre ante el espejo.

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