Soy libre ante el espejo.
No salgo ahora que puedo.
Manolo García-Quimi Portet, Aviones
plateados
Me desconciertan las personas
que llevan a gala tener las mismas ideas durante toda su vida. Yo siempre he defendido esto, desde joven
estoy en contra de… Coherencia, dicen. Entonces yo no puedo dejar de
acordarme del magnífico microrrelato de Mercedes Márquez. La coherencia es un valor
envidiable, se mantiene uno fiel a sus principios. Traducción: una vez, con
quince años, en una conversación con los colegas del instituto pensé estar en
contra del aborto, y desde entonces sigo diciendo lo mismo. ¿Dónde queda la
reflexión, la madurez, la transformación de la persona y de las ideas?
Existe un viejo cuento árabe,
protagonizado por Yehá, que es un poco como los chistes de Jaimito. Una vez
preguntaron a Yehá por su edad y él dijo, “Tengo treinta años”. Unos años más
tarde le preguntaron de nuevo por su edad y Yehá volvió a decir: “Tengo treinta
años”. Los amigos le reprendieron, “Yehá, no puede ser, ¡dijiste hace unos años
que tenías treinta!”, a lo que éste replicó: “Yo no soy de esas personas que
dicen una cosa y luego dicen otra”.
Me resultan sorprendentes las
personas que son capaces de mantenerse con las mismas ideas y los mismos
gustos. Difícil empresa. Por lo demás, cuentan con la aprobación implícita y
explícita de quienes alaban el mantenimiento de las posturas y critican
despiadadamente a los que cambian, chaqueteros, veletas.
En cambio, lo que sí está claro
es que este pensamiento monolítico, sin fisuras, inmune al paso del tiempo
parece situarse en contra de las consignas sobre la innovación, el reciclaje
continuo, la permanente revolución de las ideas.
A menudo avisan que convertirte
en padre te transforma la visión de las cosas. Que si antes defendías la
libertad de entrar y salir de casa, ahora te vuelves conservador en los
horarios. Que si antes participabas de la ideología del amor libre –en la teoría,
siempre en la teoría-, ahora te vuelves ultra partidario de la castidad hasta
un lustro después del matrimonio. No es mi caso –por ahora-. Lo que sí he visto
en mí mismo es la renuncia a muchos, a casi todos los principios que creí
inamovibles. Como me confesaba un pediatra amigo mío, antes contaba con muchas
teorías y ninguna práctica con los hijos. Ahora tengo mucha práctica y ninguna
teoría. Siento que me he traicionado en lo que quería haber hecho y lo que he
ido haciendo.
Lo que sin embargo no me avergüenza
es cambiar de ideas sobre las cosas o sobre la gente. Justo al contrario que
Franco Battiato cuando buscaba un Centro
de Gravedad Permanente. No me parece atractivo posicionarme en un punto de
vista sobre todo, que no cambie con el tiempo. Es importante dudar. No quiero
ni siquiera camuflarlo como evolución personal. He cambiado y punto. Ahora soy
ateo, por ejemplo; en lo político soy más radical aunque más suave en las
formas. Y me siguen sin gustar Queen.
Por otra parte no estimo que sea
legítimo, ni práctico siquiera, el ir tornando de ideas constantemente, ir
cambiando de bandera, de ideales como Groucho Marx: “estos son mis principios;
si no le gustan, tengo otros”. ¿Dónde está el límite? No me parece tampoco
legítimo imponer unas ideas, una moral a los otros que nosotros no queremos
cumplir. Ni me parece ético haber combatido algo hasta que nos toca, y entonces
pasar a defenderlo. Estoy en contra del aborto hasta que mi hija se encuentra
en esa tesitura. Eso es hipocresía de la peor especie. Por eso John Rawls postulaba
del velo de la ignorancia en las decisiones éticas. ¿Qué decidirías que es lo
bueno si no supieras en qué lado te toca? Antes de saber si eres de los que
cobra o de los que paga, ¿son buenas las ayudas estatales?
Comprometer una palabra en una
promesa y cumplirla es una rara virtud. Por eso ha sido considerado pecado: si
incumplías, era malo; y si estabas seguro del juramento, era pecado de orgullo.
El animal humano parece no estar hecho para mantener una palabra, pero toda
nuestra socialidad se basa en la asunción de que somos previsibles y que si
decimos algo no vamos a cambiar el horario, el sabor o los afectos.
Pero, ¿qué pasa si el cambio te
afecta sólo a ti? Si antes odiabas las alcaparras y ahora las añades hasta en
las natillas. Si antes disfrutabas con los Cazafantasmas
y ahora te parecen horrendos. Si Rayuela
era la novela de tu vida y ahora te parece triste, muy triste. ¿Puede uno del
Atlétic pasarse al Espanyol?
Creo que uno debería disfrutar
la libertad de cambiar, aunque despiste a sus semejantes, aunque sólo sea para desconcertar
a los buscadores de Internet que te “orientan” con las selecciones de quienes
han realizado la misma compra, visto el mismo producto, seleccionado la misma
preferencia.
Libre ante el espejo, con la
capacidad de analizarte a ti mismo y cambiar, para arriba o para abajo, para
quedarte o para irte, para disfrutar de una película o con la feria. El cambio,
las renuncias, la reorganización de premisas, la constatación de que te has
equivocado y rectificas, el simple cansancio de lo mismo no debería cuestionar
nuestra propia identidad. Una identidad que no pienso –ahora, no me acuerdo de
cuándo era adolescente- que tenga tampoco que ser monolítica, a prueba de
bombas. Sin ser completamente caprichoso en los deseos y pensamientos, defiendo
el derecho a contradecirme, a no ser coherente en todas las cosas, a dejar
respirar mi espíritu. Apechugando con las consecuencias, defiendo dudar y
desdecirme. Antes que traicionar a los demás, traicionarme a mí mismo. Sin
decir que está justificado cualquier cosa, defiendo mi derecho a no encadenarme
a mí mismo, a no hipotecar mi raciocinio ni mis afectos. Libre ante el espejo.
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