martes, 14 de octubre de 2014

El tamaño de la tribu



La actualidad trabaja tan deprisa que es difícil poner orden en las ideas que uno acaba por tener sobre los temas. Me parece formidable la capacidad de los tertulianos de pontificar con tantísima convicción sobre tantísimos asuntos. Yo soy más lento en las digestiones. Y cuando acabo por aclararme sobre un aspecto de la realidad, aparecen miles de problemas mucho más urgentes. Por esto y por otras razones más personales acabo ahora reflexionando sobre el proceso alrededor de la independencia de Cataluña, o de Escocia.
Reconozco que no soy ajeno al debate nacionalista. Pienso que una administración descentralizada parece una solución aceptable. La cuestión es el espíritu de nación, de pueblo, de un nosotros frente a un ellos. También tengo que reconocer que me costó trabajo encajar el nacionalismo dentro de unas líneas básicas de tendencias políticas para explicar en clase a alumnos de instituto. Desde la transición parece que el nacionalismo cuenta con el beneplácito de un sector progre, por lo que parecería que el nacionalismo es patrimonio de la izquierda. Pero los partidos básicos del nacionalismo (por ejemplo, PNV o CiU) han sido de un conservadurismo claro. También estaban por ahí otros como el PSA, Esquerra o la llamada izquierda abertzale y cierta tradición leninista que entroncaba con el derecho de las nacionalidades. Para terminar de embrollar la cuestión teníamos a un sector de la derecha que proclama a boca llena que los pueblos no son sujetos de derecho, sólo las personas –físicas o jurídicas, para liarla más. Y muchos de estos movimientos abogan por superar la distinción izquierda/derecha. Recordemos a Cambó cuando se preguntaba, “¿monarquía? ¿república? ¡Cataluña!”. Si, por decirlo grosso modo, la derecha hace hincapié en la libertad y la izquierda en la igualdad, ¿de qué pie cojean los nacionalistas? ¿Quién sale beneficiado del nacionalismo?
Dejando momentáneamente a un lado la cuestión emocional, hay que reconocer que abrir la brecha catalanes/españoles hace obviar una mucho más esencial, la brecha de clase. Cuando se hace explícito el balance fiscal, algunos catalanes se enfurecen porque su tierra aporta más de lo que recibe. Dejando aparte la imposibilidad ontológica de que todos los territorios recibieran más de lo que aportasen –eso sólo sucede en las aulas de bachillerato, donde todos los alumnos dicen estar por encima de la media-; digo, dejando aparte esto, si Cataluña aporta más al PIB no es por capricho, sino porque ahí viven las más grandes fortunas, o al menos, la renta media más alta. Por decir algo. Me pregunto algunas veces si un obrero de una planta de automóviles de Sabadell es muy diferente de su primo que quedó en Extremadura, si nos iguala más la condición socioeconómica que la lingüística. En demasiadas ocasiones tengo la impresión de que la cháchara nacionalista quiere, entre otras cosas, servir a varios amos, y uno de ellos es la burguesía de negocios más o menos declarados, que la utiliza para distraer las solidaridades de clase. El enemigo es el jornalero andaluz que chupa del bote y no el ilustre, aunque ya no tan honorable, que patrocina desde su banca los negocios de los grandes industriales y para colmo recibe herencias insospechadas y tendentes al olvido.
La diferencia entre el nacionalismo españolista, como le llaman, y el periférico, como también le llaman, sería simplemente de distancia social al resorte del poder. Si tienes contactos con Madrid y te solucionan los problemas del ministerio, no te pide el cuerpo ser catalanista. Si sólo llega tu agenda a Barcelona, te envuelves en la senyera. Sí, lo sé, soy de un simplismo que asusto.
De todas formas muy necio habría que ser para negar el sentimiento auténtico de pertenencia a una nación. Ese no-sé-qué que nos hace vibrar cuando gana tu selección, ves tu bandera estando fuera de tu patria, se te eriza la piel con el himno. Luis Castro Nogueira insistía en los factores bio-psico-sociales que permiten ese tipo de comunión mística que pasa del yo al nosotros. No podemos achacarlo todo a una falsa conciencia, a un engaño colectivo, a una manipulación de masas. No todo son movimientos sociales, nos enseñó. Obviamente debe existir un mecanismo genético para hacernos susceptibles a esa tendencia. Las leyes de la imitación fueron ya intuidas por el gran sociólogo Gabriel Tarde y han sido aplicadas a este y otros muchos contextos por el equipo de los hermanos Castro Nogueira y Miguel Ángel Toro. Evolutivamente los seres humanos adquirimos ventaja a través del aprendizaje assessor (de aconsejar), que nos hace susceptibles de recibir como recompensa la aprobación o reprobación de nuestros semejantes. Así formamos burbujas de sinneontes (los que respiran juntos), respirando el mismo aire, a veces viciado, a veces gas de la risa, a veces explosivo.
La cuestión aquí es analizar, ya que tenemos claro que nuestro cableado neuronal lo acepta, cómo se desarrollan estos movimientos de solidaridad e identificación intra-grupales. Debería ser importante señalar que estos movimientos surgen en un momento histórico determinado y cómo la dialéctica entre el Estado-nación sirve tanto para unificar como para disgregar a partir de referencias un tanto casuales a diferentes elementos que sirven de identificación. En algunos casos será la lengua, en otros, la religión, en otros, parece como si fueran probando hasta que dan con un elemento que ilusiona a los lugareños. El resentimiento también suele aparecer aparejado con un orgullo a veces soberbio sobre el terruño.
Me sigue pareciendo notable que se vaya creando una solidaridad entre los hombres a partir del amor a un territorio, cómo los paisajes van creando paisanos y acaban por crear un país. Y sorprende cuán rápidamente se pasa de hacer algo por amor a la patria (dulce et decorum est pro patria mori, decían antiguamente) a hacerlo por mor del que dirige a la patria. El nacionalismo requiere grandes dosis de heroísmo y de mártires. No podemos, pues, considerar el nacionalismo como un simple delirio –aunque gozoso a veces–, porque además, detrás del delirio se esconde la razón –de Estado, para más señas–.
También es común al nacionalismo simplificar la propia definición de uno mismo, singularizarte en un solo aspecto de tu vida, el que hace referencia a dónde has nacido. Yo vivo en el lugar donde nací, porque además nací en mi casa, pero me siento más identificado con músicas de miles de kilómetros (REM cantando “Stand in the place where you are…”), me emociono con historias lejanas (Rayuela, por ejemplo), o escritas en otras lenguas (Madame Bovary me viene a la cabeza no sé por qué). Admiro el cine iraní, y lo digo sin querer parecer un hipster y para nada me llama el terruño para disfrutar de la mayoría de las sevillanas. Me dicen que hablo un andaluz cerrado, porque no puedo hablar de otra forma (y eso que me he sacado un B2 en inglés). No me avergüenzo de algo de lo que no soy responsable, pero tampoco puedo sacar pecho de orgullo porque en mi pueblo nacieran dos excelentes poetas. Quizás me sienta un extranjero en todos lados.
En realidad, lo que hacemos es crear nuestra propia tribu, o aprovechar las que ya existen. Unos la definen por su lengua, por sus paisajes, por su rh, otros, simplemente, hacemos nuestra tribu más grande.

5 comentarios:

  1. Excelente artículo, Javier. Muy curiosa la idea de atribuir el orgullo patrio a componentes genéticos.

    ResponderEliminar
  2. Es que a los sociólogos nos entra la manía de explicarlo todo en términos sociológicos, y a veces se nos olvida que somos animales. Nautra y cultura son como la base y la altura de un rectángulo. La base (la conducta, o en este caso el sentimiento nacionalista), son resultado de la interacción de ambas. No podríamos imponer culturalmente algo que biológicamente no pudiéramos asumir.

    ResponderEliminar
  3. Pero que maravilla de artículo, que bien encabezado y que forma de redirigirlo.- Un delicia, merece mas de una lectura.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias de nuevo Rosa por tus comentarios. Con lectores así da gusto.

      Eliminar