Es bien sabido y lo habré
repetido miles de veces que las metáforas no sólo sirven para embellecer un
texto lírico, sirven sobre todo para que nos expliquemos el mundo. Decimos un
dolor sordo y no pensamos en deficiencias auditivos, aunque todos entendamos
perfectamente a qué nos referimos. Todos tenemos días con el ánimo alto y días
de bajón, aunque nadie cambie de medida su espíritu. No hay zapatos de tanto
tacón para las alegrías y las tristezas interiores. Lo que ocurre, y esto lo
han explicado bien muchos (Emmánuel Lizcano, P. Ricoeur, Lakoff y Johnson,
Nietzsche...) y muchísimo mejor antes que yo, es que hay metáforas algunas muy
brillantes que nos sorprenden, mientras que otras las tenemos tan asumidas que
ya no pensamos que sean metáforas. Conquistar a una dama, tener un secreto que
te carcome, incluso tener un punto de vista no es literal. Definía Ambrose
Bierce en su Diccionario del Diablo
la palabra “literalmente” como: “adv. En sentido figurado”.
Usualmente, pues, distinguimos
esas metáforas muertas -o zombies, como diría Lizcano-, de las metáforas vivas,
que son las que nos llevan literalmente de un lugar (o campo semántico) a otro,
porque metáfora significa precisamente eso. Hoy voy a proponer una metáfora que
nos lleve del campo de la circulación vial al de la organización política.
Imaginemos que las calles son
metafóricamente las vías que nos llevan a conseguir nuestras aspiraciones,
deseos y objetivos en la vida. Unos toman un camino mientras que otros deciden
transitar por el opuesto, quizás varios pretendamos llegar al mismo destino
utilizando rutas alternativas, y quizás todos estemos empeñados en ocupar un
callejón estrecho. El problema de la tránsito puede llegar a ser paralizante,
no tanto en las vías de poca anchura -su problema sería de circulación lenta-,
sino en las encrucijadas.
Situémonos en un cruce de
caminos estándar, de cuatro ramales. En los tiempos en los que las comunidades
estaban integradas por pocos individuos, no suponía ningún problema llegar a
las intersecciones, probablemente no pasara nadie, o en los escasos momentos
donde se coincidiera, un poco de cortesía sería suficiente medida para no
interferir en las andanzas de nadie. O dicho de otra forma, en sociedades no
masificadas, los conflictos de intereses serían muy bajos y no requerirían de
coacción, regulación o violencia ninguna.
A medida que aumentara el
tráfico, probablemente, repito, habría que tomar alguna decisión. Por ejemplo,
una medida tácita de dejar paso a los que vienen por la derecha (y no voy con
segundas), o, si me apuran, colocar señales de STOP o ceda el paso
estratégicamente para evitar aglomeraciones.
Aquí podrían comenzar los problemas conceptuales. ¿Cuál sería el
criterio para facilitar el tránsito hacia una vía desde otra? ¿El número de
transeúntes, la importancia de la calzada, hacemos tabla rasa y ponemos todos
iguales? Existiría, por supuesto, el problema añadido de que quizás en
diferentes momentos habría diferentes direcciones preferidas y si a las nueve
de la mañana, girar a la izquierda provoca un atasco; a las dos de la tarde, el
tapón se produce girando hacia la derecha. Tampoco podríamos evitar conductores
desaprensivos que no respetaran las minorías que se dirigen a otros ramales.
Pasarían muchedumbres en una dirección y los espíritus libres que quisieran
tomar una ruta diferente tendrían que esperar paciente o impacientemente al
flujo de la circulación. Las señales, además, limitan o prohíben la libre
circulación. Esta calle tiene una única dirección y esta tiene prohibido el
paso.
A partir de aquí podemos suponer
tres soluciones básicas. El guardia urbano, el semáforo y la rotonda. El
guardia urbano implicaría un poder absoluto, que desprecie las normas tácitas
de circulación, y se dejara llevar por ese instinto peculiar que tienen las
personas con autoridad para saber qué hacer en cada momento por encima de las
consideraciones y estimaciones que los propios usuarios de la vía pudieran
tener. El señor guardia daría paso a los de la izquierda rápidamente por la
mañana, los frenaría a mediodía y silbaría con decisión para aligerar a los de
la derecha por la tarde. Hay quienes se sienten cómodos con esta opción. A
veces hay que imponer la autoridad porque es la mejor forma de desenredar el
caos circulatorio. Creo que la metáfora me está saliendo muy obvia. En momentos
de extremo desorden, de peligro para la patria, no faltan quienes proponen una
mano dura, con guante blanco, subida a un pedestal que, con cara de pocos
amigos, oriente a los conductores, que por ellos mismos no saben, no sabemos ni
qué queremos ni por dónde conseguirlo.
Mi experiencia con esta solución
es interesante, Si bien parece que los guardias protegen a los peatones en los
pasos de cebra cercanos a los colegios en hora de dejar a los pequeños y de
recogerlos, no falta nunca la impresión de que siempre acaba dejando pasar
antes a los que vienen del otro lado. Siempre está la tentación de hacer uso
arbitrario de su silbato. Ya me entienden.
Por eso hay quienes defienden la
necesidad de la regulación total de la libre circulación por medio de
semáforos. Por turnos de (des)igual duración, los conductores podrán alcanzar
su destino sin más problema que detenerse un tiempo, subjetivamente siempre
excesivo, ante las lucecitas de colores. Por cierto, el color de las lucecitas
y los muñequitos merecería también un análisis metafórico, porque, a ver, ¿por
qué el rojo significa pararse, el amarillo precaución y el verde, paso libre?
En caso de ver sangre roja, mi primer instinto sería salir corriendo, y desde
luego, me pararía si me veo amarillo e iría despacio para contemplar los verdes
prados. El semáforo implica que hay que esperar para conseguir tus
aspiraciones. En otras ocasiones, nos entraría la felicidad difícilmente
descriptible de encontrar cinco semáforos abiertos seguidos. ¿Es suerte? No, es
el talento que tengo yendo a la velocidad correcta. El semáforo no elimina la
necesidad del guardia, porque de alguna forma hay que comprobar que todos los
usuarios cumplen la norma y sancionar de manera contundente a quienes se lo
salten.
De todas formas, el semáforo
tiene también la pega de que es más difícil de rectificar, la maquinaria
burocrática encargada de programar los tiempos suele ser bastante ineficiente y
entorpece la circulación cuando no da tiempo suficiente a unos que lo
necesitan, y deja estancados a otros que están esperando. Hay que coordinar los
distintos semáforos para que la circulación sea fluida y sobre todo, es una
organización muy rígida que no se adapta a las necesidades puntuales de colapso
en momentos concretos. Y es que, además, da muchísimo coraje estar esperando en
el semáforo a las tres de la mañana cuando tú sabes perfectamente que nadie va
a cruzar.
La metáfora del semáforo conecta
con la regulación de la economía, con la estupidez de la burocratización y con
las mentalidades cuadriculadas que siguen una norma independientemente de si
son necesarias o no. Es evidente que necesita un mantenimiento, un coste que
debemos sufragar entre todos por el bien común. Los impuestos.
Por último está la rotonda. En
la rotonda tenemos un artilugio muy sencillo que elimina la necesidad de tener
un regulador, ya sea humano, ya sea mecánico. No hacen falta semáforos, no son
necesarios guardias, todos entramos en la rotonda y podemos simultáneamente, y
ese es gran acierto de este invento, alcanzar el desvío que queramos sin
entorpecer a los demás. Está claro que deberemos ralentizar nuestra marcha, no
podemos encadenar éxitos como con la ristra de semáforos en verde, pero con un
poco de educación el flujo de intereses puede ser más armonioso. Es
imprescindible, de todas formas, que todos respetemos el funcionamiento de la
rotonda. No podemos tomarla como una simple desviación de la línea recta,
debemos dejar paso a los de la izquierda -al contrario de lo que hacemos en
condiciones normales-, y debemos ocupar nuestro sitio en el carril interior o
exterior dependiendo de hacia dónde nos dirijamos, señalar con antelación para
dejarle claro al resto de conductores nuestras intenciones, etcétera. No es el
libre mercado de la conducción salvaje en el que el todoterreno asusta al
utilitario, y tampoco es la regulación por la regulación del semáforo. Admite,
además, sistemas mixtos, pero lo grandioso de la rotonda es que permite una
sensación de mayor fluidez. No elimina todos los problemas, porque somos muchos
en la sociedad y muchos lugares donde ir, pero ninguno de los otros sistemas lo
hace. Es cierto que puede taponarse alguna salida si todos quieren salir por la
misma, pero ese es el mismo problema para los semáforos, con el agravante de
que se te cierra y te quedas estorbando a los conductores que se dirijan a otro
sitio. Es relativamente barato, no necesita una supervisión continua, sólo
comprobar que la gente no obstaculiza la rotonda aparcando, pero, indudablemente,
necesita de un poder superior que la mande construir. Puede ser un
ayuntamiento, la comunidad autónoma, el ministerio de fomento, o incluso una
junta ciudadana que plantee la necesidad de ese círculo.
La rotonda, además, tiene la
indudable ventaja de que puede ser decorada, con árboles, estatuas,
monumentos..., incluso conozco casos en los que se ha plantado un huerto
urbano. Aunque, paseando por algunos pueblos, como el mío, la estética más que
una ventaja, es un punto en contra de las rotondas.
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