lunes, 5 de enero de 2015

El cuerpo como arma.



En estos tiempos inciertos cada vez se hace más complicado tener unas ideas más o menos claras sobre algunos asuntos. La posición de la mujer suele ser uno de esos berenjenales en los que digas lo que digas acabas metiendo la pata. Metámosla entonces sin el ánimo de causar polémica ni de pontificar, ni todo lo contrario.
Ha causado gran revuelo en los medios la aparición de una chica con un atuendo cuando menos sorprendente en las campanadas de una cadena de televisión. Hay quien habla de diseño, otros refieren “salto de cama”, muchos empapan el ordenador con babas… La polémica está servida. Como la polémica que rodea a Miley Cyrus cuando quiso olvidar su pasado como chica Disney y saltar a la adultez más procaz.
No creo que sorprenda a nadie reparando en que el cuerpo de la mujer es un campo de batalla. Por un lado tenemos a quienes quieren cubrirlo con púdicas vestimentas. Otros van más allá y aspiran a encerrarlo en una cobertura total en la que no se pueda ni siquiera intuir piel alguna. Estas posturas suelen estar relacionadas, para más señas, con posiciones de cierto integrismo religioso. La religión en realidad no importa, hay cristianos fundamentalistas que deploran un escote, musulmanes que se inquietan ante el pelo sin cubrir, taliban que no soportan que una mujer salga a la calle.
La liberación de la mujer fue y es también la liberación del cuerpo de la mujer frente a esta mentalidad religiosa que la consideraba como un ser casi sin alma, sin individualidad, pervertidora por naturaleza, incitadora a pecados que el hombre por ser hombre no podía controlar. El control de la natalidad, el aborto son pasos en la liberación del cuerpo de la mujer que comenzaron con el uso del pantalón, la falta corta, el bañador o el top less. No pretendo trivializar el tema, si acaso ponerlo en contexto.
Pero por otro lado tenemos la mercantilización del cuerpo de las mujeres. Para publicidad, como mercancía en lo que podríamos arriesgarnos en llamar “capital sexual”. A grandes rasgos me atrevo a ver dos grandes posiciones sobre este capital sexual de las mujeres. La posición de la mujer como incitadora al pecado la tenemos en las historias como la de Eva, Judit o Salomé, la femme fatale.  Había una antigua canción popular, a modo de villancico, que decía, “tiene la molinera en su molino/ la perdición del hombre, tabaco y vino”). Podemos entender que la molinera ofrece la perdición del hombre que es el tabaco y el alcohol, o que además hay otra “perdición del hombre”, el sexo.
Es, digamos, el Antiguo Régimen de la posición de la mujer, encajonada, sometida a un único rol –aunque dentro de este rol haya un juego de micro y macropoderes foucaltianos y el poder del “no” ante la sexualidad otorgara cierto control a pesar de reducir el disfrute.
A partir del siglo XIX comienza seriamente la represión y en cierta forma cambia el imaginario sobre la mujer. El poder de la mujer consiste, como comprobamos en la novelística de Jane Austen, por ejemplo, en ascender en la escala social a través del matrimonio. Un nuevo ingrediente en su capital sexual.
La mujer buena no tiene deseo sexual, por lo que se hace necesaria una revolución sexual. La mujer tiene deseos como el varón, y acaba adoptando un papel promiscuo propio del imaginario del macho, relaciones sin compromiso, pasiones frías. Pierde el poder del “no” y siempre está dispuesta. Del imaginario de señorita Rotternmeier, casta y pura, al imaginario de porn star, que goza desde el primer instante.
Hay, no podemos dudar, una doble exigencia para las mujeres, tienen que ser inteligentes y dispuestas, guapas, arregladas y siempre jóvenes. Se niega su naturaleza (menstruación, maternidad, menopausia) mientras que se afirma su naturaleza como objeto sexual (belleza y atractivo). La solución, desde luego, no es cambiar los concursos de belleza femenina que eran como exposiciones de ganado vacuno, por Mujeres, hombres y viceversa y reducir también al varón a un solo músculo.
En el imaginario del capital sexual se triunfa por la imagen, se cambia de clase por la imagen, no por el matrimonio como en el siglo XIX en el que se aspiraba a casarse siempre un poco por encima de su nivel a través de las gracias naturales y aprendidas de las señoritas. Ahora, sin tetas no hay paraíso, por eso invertir en capital estético-sexual no sólo persigue un marido, se exige para ascender, para conseguir copas gratis o para mediar en asuntos al más alto nivel.
Los ejemplos a los que nos referíamos al principio indican por un lado la existencia de una libertad para mostrar el cuerpo, innegablemente deseable frente al fundamentalismo religioso –y de otros ámbitos– que pretende la invisibilidad de la mujer. Pero por otro lado, también es indicio de un perverso mecanismo de opresión que obliga a mostrarse como reclamo sexual, que cosifica a la mujer como trofeo.
La clave, evidentemente, está en la medida en la que las presentadoras de televisión están obligadas a presentar cierta imagen. Por eso se considera una reivindicación del cuerpo femenino la aparición del desnudo para mujeres que no se ajustan a este rígido canon de belleza eternamente joven y escuálida, mientras que la aparición de desnudos en cuerpos de este último tipo se asocia más con el reclamo más burdo que atiende a lo sexualmente primario y primitivo.
Que el cuerpo de mujer es un campo de batalla está claro, pero también que puede ser un arma de combate. La lucha por la igualdad tuvo un aspecto estético con la transformación de usos y costumbres en el vestir o en el desvestir. Activistas como Femen utilizan su propio cuerpo desnudo aprovechando la incomodidad que provoca la falta de pudor y descontextualizándolo del ámbito sexual. Preguntarse si es legítimo este uso forma parte de la misma cuestión que plantea Miley Cyrus y otras actrices-niñas que pretenden cambiar su imagen. ¿Es triste que tengan que reducirse a objeto sexual para reafirmar su valía? Al menos puede ser inquietante, ortodoxamente provocador, irónico o tremendamente conservador.
Es indignante que la mujer sea reducida a muslos y pechugas, a envoltorios de vaginas, muñecas hinchables de sangre cálida, de la misma forma que era muy indignante reducirla a fábricas de repuestos humanos, trofeos de caballeros andantes o muñequitas frágiles y frígidas. Ni putas ni sumisas

No hay comentarios:

Publicar un comentario