martes, 17 de febrero de 2015

El pecado original



Muchos se han preguntado si el hombre tiene una naturaleza malvada o si somos buenos y la sociedad nos corrompe. También tenemos afición a comprobar si tales genes son los que provocan el cáncer, el gusto por el salmón o las malas notas. Por otro lado están quienes otorgan a la educación poder omnímodo sobre la mente humana. Decía Ortega que el hombre no tiene naturaleza, tiene historia. La pinta que tiene este debate es de ser irresoluble.
Preguntarnos qué influye más en el desarrollo de la personalidad de cualquiera, si los genes o el ambiente tienen el mismo sentido que discutir qué influye más en el área de un rectángulo, su base o su altura. Las dos magnitudes son necesarias y normalmente ninguna de las dos es definitoria. Se dan casos de rectángulos muy oblongos que necesitan poca altura mientras que encontramos otros estrechos en la base y muy altos.
Está claro que los genes son determinantes a la hora de nacer como humanos y no como caballos pero, aparte de algunas malformaciones muy destacadas, parece que existe una amplia variedad de respuestas aprendidas que abundan en las tendencias genéticas, las contrarrestan o incluso anulan. De todas formas no lo tengo nada claro. Si alguien, pongamos por caso, no está dotado por la naturaleza para el cálculo matemático que enseñan en los colegios y en cambio demuestra un pundonor extraordinario encerrado en su cuarto machacando los ejercicios y los problemas, ¿es que la voluntad se ha impuesto a la genética? ¿No podremos pensar también que está dotado genéticamente para tener voluntad?
Hay gente que no puede parar de hacer ejercicio, correr, gimnasio, aeróbic. No paran así los amarren a una silla. Algunos de ellos nos miran por encima del hombro a los sedentarios, en especial si nuestras líneas tienden más hacia el barril que hacia la tableta. Pasan por individuos voluntariosos, la mente sobre el cuerpo. ¿Y si sólo fueran meros esclavos de unos genes inquietos? O quizás sea yo capaz de quedarme una tarde entera sujetando un libro porque la naturaleza me ha dotado de esa ambivalente particularidad.
No sé si se habrán dado cuenta de que cada vez que se habla de la naturaleza humana es para dar cuenta de una falta, de algo horrible que hacemos los seres humanos. Y es porque sí, porque así somos, porque biológicamente somos así, porque la evolución premiaba a los egoístas y tal. Nos resistimos a ver en la genética algo positivo para los humanos.
Un ejemplo muy claro es el que nos emparenta con los grandes simios. Al parecer los chimpancés son bastante agresivos e individualistas. Compartir con ellos gran parte de nuestro genoma explicaría nuestra tendencia a la belicosidad. En cambio, si descendiéramos de la misma rama que los bonobos tendríamos una sociedad amable, de juegos y sexo sin complicaciones, altruista y comunitaria.
La tendencia es  culpar a la naturaleza de nuestros fallos, como algo irremediable con lo que tenemos que cargar. Es una visión que identifica la naturaleza humana con el pecado original. Una marca indeleble que arrastramos y que nos convierte en seres imperfectos, que tenemos que luchar contra nuestra propia naturaleza.
Hay una excepción en esta valoración de la naturaleza humana como pecado, es la del buen salvaje, la de Rousseau. El hombre es bueno por naturaleza y la sociedad lo corrompe. En este caso es la doble naturaleza, el carácter intrínsecamente social del ser humano el responsable de nuestros defectos. Recuerdo un ejemplo de las Confesiones del ginebrino. Por lo visto se encaprichó de una cinta de tela, artículo de lujo por aquellos entonces. Al notar su falta, la dueña inquirió y Juan Jacobo acusó a una criada, que fue despedida por el hurto. Para descargar su conciencia tiene el descaro de disculparse aduciendo que estaba enamorado de dicha joven y que por eso le salió su nombre por la boca. Juan Jacobo no es malo, la sociedad lo ha hecho malo.
Los partidarios de la influencia decisiva de los genes tienen mala fama, se les relaciona con tendencias racistas, nazis o, como mucho, de reduccionismo biologicista. No obstante están cobrando una nueva respetabilidad como críticos de la teoría de la tábula rasa. Esta metáfora popularizada por John Locke considera al ser humano como arcilla sin modelar a la que la educación da forma. De este punto de partida llegan los conductistas como Skinner, y supuestamente los totalitarios comunistas de Mao, Stalin y Pol Pot que considerando a la persona como continuamente mejorable sometían a sus poblaciones a intensas e infructuosas torturas de lavado de cerebro.
El mediático Steven Pinker abandera esta lucha. En su más que discutible best seller, La tábula rasa abogaba por el determinismo genético. Los seres humanos somos egoístas, aunque no necesariamente malvados y, lo más importante, diferentes unos a otros, lo que justificaría la diferencia de las fortunas no como resultado de una educación que no puede sacar de donde no hay, sino por efecto de las diferencias genéticas. En su discurso hay supuestamente buena voluntad, no se trata de dejar a su suerte a los más desfavorecidos, sino en encarar realmente la causa de las desigualdades y no malgastar los recursos en programas y ayudas que no consiguen resultados. Este planteamiento requeriría al menos un par de paginitas más para discutirse en profundidad. En su siguiente libro, Los ángeles que llevamos dentro (The Better Angels of Our Nature) sostiene que es el Estado de corte hobbesiano el responsable de un supuesto declive de la violencia en los últimos tiempos. Junto a él, el comercio, el cosmopolitismo y una feminización de las sociedades occidentales.
Lo que de bueno tenemos es por nuestra voluntad y nuestro intelecto. Lo malo, echando balones fuera, es por nuestros genes. Frente a esta tajante postura quiero recordar a mi maestro Luis Castro Nogueira, quien ardientemente sostenía que los seres humanos evolutivamente hemos desarrollado un modo de aprendizaje –assessor– por el que nos valemos de la aceptación o no de nuestros congéneres. Lo que nos hace humanos, naturalmente humanos, es la predisposición genética hacia la empatía, a considerar la mirada del otro como un refuerzo, a vernos reflejados en el sufrimiento y en la alegría. La cultura puede crear microclimas de felicidad, pero es la genética la que hace posible que esa atmósfera nos influya. Existe una naturaleza humana, la que permite que tengamos cultura humana.
No existe un pecado original al que culpar de nuestros egoísmos, tampoco podemos sentirnos tan altaneros al admirar nuestros triunfos. Todos, como especie, hemos sido capaces de lo mejor y lo peor. Nuestros genes y nuestra cultura nos inclinan hacia el cielo o hacia el suelo. Como tan bellamente lo transcribió de Dios mismo el humanista Pico della Mirandola
-Oh Adán […], no te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que son divinas.

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