domingo, 1 de febrero de 2015

Segregación



Reconozco que a veces escribo no para mostrar mis ideas, sino más bien para tenerlas. Hay asuntos que me parecen tan meridianamente claros que me sorprende sobremanera no escuchar ciertos argumentos o certezas. En otros casos escribir es un poco como hablar, ordenar los pensamientos imaginando un interlocutor extremadamente educado que espera más de mil palabras para responder.
En estos tiempos inciertos da la impresión de que cualquier lucha, cualquier conquista social acaba pervirtiéndose y sirviendo al enemigo, resultando una amenaza contra quienes la inician, siguen o se alegran. La lucha por la identidad es un buen ejemplo. El derecho a ser diferente y a ser reconocido como tal tiene muchas aristas y se aplica a muchos sujetos.
Todo esto se basa en una metáfora visual. Las sociedades tradicionales se ven a sí mismas como una pirámide social mientras que las clases sociales implícitamente suponen una estratificación. La pirámide social ve impensable –y por lo tanto, imposible–, que todos puedan ascender y sacraliza una jerarquía en la que los escalones superiores son ocupados por cada vez más pequeños grupos de personas de cada vez mayor poder; la estratificación en clases no ve inconveniente alguno en que toda la clase baja ascienda a la clase media. Estas metáforas visuales son también mentiras sociales, ninguna sociedad es una pirámide (que solemos, encima, dibujar como un triángulo bidimensional) ni un pastelito con capas.
La metáfora espacial de la sociedad post-industrial va más allá y habla de exclusión social e inclusión, de sectores sociales. La sociedad es un círculo en el que las jerarquías se diluyen y lo preocupante es la marginación, esto es, estar en el margen, o la exclusión, estar fuera. Los movimientos sociales deberán promover la integración de sectores desfavorecidos. Parte de esta integración pasa por la lucha por el reconocimiento de la identidad de ese grupo.
Por ejemplo, la mujer desaparece conforme nos abandonamos en el estudio de la historia. Se la ha privado de visibilidad y de relevancia. Se puede hacer un relato minucioso y certero del devenir de la humanidad sin tan siquiera nombrar de pasada a lo que supone el cincuenta por ciento de sus integrantes. O se puede formar un gobierno que desafíe a toda la Unión Europea.
Durante mucho tiempo ha tenido la prioridad en la lucha feminista la visibilidad, tanto de los sujetos como de las injusticias. Su ejemplo ha sido retomado por los colectivos gay y transexual. Hay que hacerse visible, salir del armario. El secreto de la propia identidad deja de ser un recurso defensivo para convertirse en una herida que sólo puede curarse dejándola al aire, bien a la luz.
Dentro de estas luchas, la ofensiva queer que tan bien teorizan Judith Butler, o en nuestro país, Julia Varela o José Antonio Nieto, ofrecen un campo de batalla especialmente interesante. El propio cuerpo como ofensiva, tratando de provocar, no la compasión, sino la repulsa, negando la pretensión, la vana pretensión de ser considerados normales. Fernando Broncano ilustra hoy precisamente este punto. Si no puedo ser reconocido como igual, seré reconocido como diferente.
El colectivo gay, por ejemplo, acaba ganando una visibilidad importante. Sólo dos ejemplos, el desfile del orgullo y el barrio de Chueca. Hay bares típicos, establecimientos turísticos propios, más allá del gay-friendly. La pregunta que me ronda es si estarán construyendo su propio gueto. Recuerdo las revistas femeninas del franquismo en las que se especificaba claramente cuál era el papel y los gustos de la mujer-mujer. Ahora tenemos también revistas que indican a la mujer moderna qué hacer, cómo vestir y qué desear. Con otros contenidos, pero con un público muy delimitado. Lo mismo con los hombres, hay clubs masculinos, reuniones de tíos donde podemos hablar sin límites, ser incorrectos, y salir en calzoncillos. Estamos creando nuestros propios guetos.
Es la paradoja perversa del feminismo de la diferencia. Si definimos al ser humano como asexuado estamos negando las diferencias de cualquier tipo entre hombres y mujeres. Si valoramos específicamente lo que de peculiar tiene cada género estamos abriendo la puerta para productos específicos de márquetin y gustos prefabricados por pertenecer a una categoría determinada. Han pervertido el sentido de la lucha
Y quien habla de la lucha por la identidad sexual y de género puede sustituir el sujeto por el nacionalismo, o cualquier otra forma de reconocimiento de identidad. El ejemplo de la identidad andaluza es muy significativo, en un primer estadio durante la Transición se despertó un orgullo por lo propio como rechazo de la imagen estereotipada del andaluz, la gracia, el toreo, las sevillanas y la feria, la vagancia y la falta de cultura. En aquellos tiempos se reivindicó el acento andaluz y la cultura andaluza, lo propio como valioso… para acabar siendo la parodia de nosotros mismos que suele ofrecer Canal Sur cuando se propone mostrar lo andaluz: chistes, coplas, guasa, pueblos que rivalizan por ser esperpénticos y ocurrentes, un acento tan exagerado que difícilmente puede identificar a nadie.
En resumen, cuando hemos pretendido ser andaluces orgullosos acabamos siendo el andaluz de los Álvarez Quintero, cuando pretendemos la visibilidad de los grupos marginados, como emigrantes subsaharianos o musulmanes, terminamos viendo cómo se van creando bolsas de marginación. Si reivindicamos la identidad del inmigrante ecuatoriano acabamos por etiquetar y discriminar. No sé si necesariamente esto debe ser así, pero el caso es que estamos viendo cómo la lucha por la integración acaba a veces con la aculturación y otras veces con la obstinación en los detalles más mínimos de diferencia. El narcisismo de las pequeñas diferencias.
El caso británico de comunidades largamente asentadas en las islas procedentes de las antiguas colonias, jamaicanos, pakistaníes… o nuevos emigrantes como turcos, norteafricanos o latinos muestra una amarga cara de fracaso. Uruguayos que sólo hablan con uruguayos, españoles que no conectan jamás con ingleses, sino que se van de juerga con otros españoles… ¿Cuál es la solución?
La lucha por el reconocimiento de la identidad grupal tiene muchos riesgos y un difícil encaje. Se ha hablado mucho de las realidades cosmopolitas y pluri-identitarias y nunca está de más recordar que los seres humanos no tenemos una identidad monolítica. Michel Maffesoli celebra gozoso este renacer de las tribus, más inestables, más líquidas, más efímeras, pero realmente pieza básica del rompecabezas del mundo contemporáneo.
Un mundo que, como advertimos en la publicidad, está cada vez más segregado entre hombres y mujeres. Los juguetes están mucho más marcados por el género que hace veinte años (Lisa Wade) y para los mayores hay anuncios claramente male and female oriented. Como me señala Mercedes Márquez, el anuncio de esos postres de soja en el que muchas no tan jovencitas van pegando saltitos al ritmo de un ritmo pegadizo, muestra a mujeres integradas en los diferentes campos, sociales, familiares y laborales. Pero sólo está dedicado a mujeres, que son las que se deben preocupar de su físico y su salud.
Creo que el juego del mercado, que ha abandonado la estandarización de los primeros tiempos del fordismo, se basa cada vez más en la segmentación y aprovecha estas reivindicaciones identitarias como target al que dirigir su publicidad. Este mecanismo tiene consecuencias, como un boomerang acaba retroalimentando la conciencia de la diferencia, ocultando por otro lado lo que de común tenemos o podríamos tener los seres humanos. Y además, incide en los aspectos más superficiales, y a menudo denigrantes, de las diferencias entre los grupos, hombres y mujeres, mayores y pequeños, partidarios de un equipo de fútbol o de otro, propios y extraños. Esta mala gestión de la identidad reconocida por los otros genera tensiones tanto a nivel individual como grupal y acaban por afectar a cómo somos y cómo decidimos qué queremos ser.

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