Reconozco
que a veces escribo no para mostrar mis ideas, sino más bien para tenerlas. Hay
asuntos que me parecen tan meridianamente claros que me sorprende sobremanera
no escuchar ciertos argumentos o certezas. En otros casos escribir es un poco
como hablar, ordenar los pensamientos imaginando un interlocutor extremadamente
educado que espera más de mil palabras para responder.
En
estos tiempos inciertos da la impresión de que cualquier lucha, cualquier
conquista social acaba pervirtiéndose y sirviendo al enemigo, resultando una
amenaza contra quienes la inician, siguen o se alegran. La lucha por la identidad
es un buen ejemplo. El derecho a ser diferente y a ser reconocido como tal
tiene muchas aristas y se aplica a muchos sujetos.
Todo
esto se basa en una metáfora visual. Las sociedades tradicionales se ven a sí
mismas como una pirámide social mientras que las clases sociales implícitamente
suponen una estratificación. La pirámide social ve impensable –y por lo tanto,
imposible–, que todos puedan ascender y sacraliza una jerarquía en la que los
escalones superiores son ocupados por cada vez más pequeños grupos de personas
de cada vez mayor poder; la estratificación en clases no ve inconveniente
alguno en que toda la clase baja ascienda a la clase media. Estas metáforas
visuales son también mentiras sociales, ninguna sociedad es una pirámide (que
solemos, encima, dibujar como un triángulo bidimensional) ni un pastelito con
capas.
La
metáfora espacial de la sociedad post-industrial va más allá y habla de
exclusión social e inclusión, de sectores sociales. La sociedad es un círculo
en el que las jerarquías se diluyen y lo preocupante es la marginación, esto
es, estar en el margen, o la exclusión, estar fuera. Los movimientos sociales
deberán promover la integración de sectores desfavorecidos. Parte de esta
integración pasa por la lucha por el reconocimiento de la identidad de ese
grupo.
Por
ejemplo, la mujer desaparece conforme nos abandonamos en el estudio de la
historia. Se la ha privado de visibilidad y de relevancia. Se puede hacer un
relato minucioso y certero del devenir de la humanidad sin tan siquiera nombrar
de pasada a lo que supone el cincuenta por ciento de sus integrantes. O se
puede formar un gobierno que desafíe a toda la Unión Europea.
Durante
mucho tiempo ha tenido la prioridad en la lucha feminista la visibilidad, tanto
de los sujetos como de las injusticias. Su ejemplo ha sido retomado por los
colectivos gay y transexual. Hay que hacerse visible, salir del armario. El
secreto de la propia identidad deja de ser un recurso defensivo para
convertirse en una herida que sólo puede curarse dejándola al aire, bien a la
luz.
Dentro
de estas luchas, la ofensiva queer
que tan bien teorizan Judith Butler, o en nuestro país, Julia Varela o José
Antonio Nieto, ofrecen un campo de batalla especialmente interesante. El propio
cuerpo como ofensiva, tratando de provocar, no la compasión, sino la repulsa,
negando la pretensión, la vana pretensión de ser considerados normales. Fernando
Broncano ilustra hoy precisamente este punto. Si no puedo ser reconocido
como igual, seré reconocido como diferente.
El
colectivo gay, por ejemplo, acaba ganando una visibilidad importante. Sólo dos
ejemplos, el desfile del orgullo y el barrio de Chueca. Hay bares típicos,
establecimientos turísticos propios, más allá del gay-friendly. La pregunta que me ronda es si estarán construyendo
su propio gueto. Recuerdo las revistas femeninas del franquismo en las que se
especificaba claramente cuál era el papel y los gustos de la mujer-mujer. Ahora
tenemos también revistas que indican a la mujer moderna qué hacer, cómo vestir
y qué desear. Con otros contenidos, pero con un público muy delimitado. Lo
mismo con los hombres, hay clubs masculinos, reuniones de tíos donde podemos
hablar sin límites, ser incorrectos, y salir en calzoncillos. Estamos creando
nuestros propios guetos.
Es la
paradoja perversa del feminismo de la diferencia. Si definimos al ser humano
como asexuado estamos negando las diferencias de cualquier tipo entre hombres y
mujeres. Si valoramos específicamente lo que de peculiar tiene cada género
estamos abriendo la puerta para productos específicos de márquetin y gustos
prefabricados por pertenecer a una categoría determinada. Han pervertido el
sentido de la lucha
Y quien
habla de la lucha por la identidad sexual y de género puede sustituir el sujeto
por el nacionalismo, o cualquier otra forma de reconocimiento de identidad. El
ejemplo de la identidad andaluza es muy significativo, en un primer estadio durante
la Transición se despertó un orgullo por lo propio como rechazo de la imagen
estereotipada del andaluz, la gracia, el toreo, las sevillanas y la feria, la
vagancia y la falta de cultura. En aquellos tiempos se reivindicó el acento
andaluz y la cultura andaluza, lo propio como valioso… para acabar siendo la
parodia de nosotros mismos que suele ofrecer Canal Sur cuando se propone
mostrar lo andaluz: chistes, coplas, guasa, pueblos que rivalizan por ser
esperpénticos y ocurrentes, un acento tan exagerado que difícilmente puede
identificar a nadie.
En
resumen, cuando hemos pretendido ser andaluces orgullosos acabamos siendo el andaluz
de los Álvarez Quintero, cuando pretendemos la visibilidad de los grupos
marginados, como emigrantes subsaharianos o musulmanes, terminamos viendo cómo
se van creando bolsas de marginación. Si reivindicamos la identidad del
inmigrante ecuatoriano acabamos por etiquetar y discriminar. No sé si
necesariamente esto debe ser así, pero el caso es que estamos viendo cómo la
lucha por la integración acaba a veces con la aculturación y otras veces con la
obstinación en los detalles más mínimos de diferencia. El narcisismo de las
pequeñas diferencias.
El caso
británico de comunidades largamente asentadas en las islas procedentes de las
antiguas colonias, jamaicanos, pakistaníes… o nuevos emigrantes como turcos,
norteafricanos o latinos muestra una amarga cara de fracaso. Uruguayos que sólo
hablan con uruguayos, españoles que no conectan jamás con ingleses, sino que se
van de juerga con otros españoles… ¿Cuál es la solución?
La
lucha por el reconocimiento de la identidad grupal tiene muchos riesgos y un
difícil encaje. Se ha hablado mucho de las realidades cosmopolitas y pluri-identitarias
y nunca está de más recordar que los seres humanos no tenemos una identidad
monolítica. Michel Maffesoli celebra gozoso este renacer de las tribus, más
inestables, más líquidas, más efímeras, pero realmente pieza básica del
rompecabezas del mundo contemporáneo.
Un
mundo que, como advertimos en la publicidad, está cada vez más segregado entre
hombres y mujeres. Los juguetes están mucho más marcados por el género que hace
veinte años (Lisa
Wade) y para los mayores hay anuncios claramente male and female oriented. Como me señala Mercedes Márquez, el anuncio de
esos postres de soja en el que muchas no tan jovencitas van pegando saltitos al
ritmo de un ritmo pegadizo, muestra a mujeres integradas en los diferentes
campos, sociales, familiares y laborales. Pero sólo está dedicado a mujeres,
que son las que se deben preocupar de su físico y su salud.
Creo
que el juego del mercado, que ha abandonado la estandarización de los primeros
tiempos del fordismo, se basa cada vez más en la segmentación y aprovecha estas
reivindicaciones identitarias como target al que dirigir su publicidad. Este
mecanismo tiene consecuencias, como un boomerang acaba retroalimentando la
conciencia de la diferencia, ocultando por otro lado lo que de común tenemos o
podríamos tener los seres humanos. Y además, incide en los aspectos más
superficiales, y a menudo denigrantes, de las diferencias entre los grupos,
hombres y mujeres, mayores y pequeños, partidarios de un equipo de fútbol o de
otro, propios y extraños. Esta mala gestión de la identidad reconocida por los
otros genera tensiones tanto a nivel individual como grupal y acaban por
afectar a cómo somos y cómo decidimos qué queremos ser.
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