Permítanme apropiarme del título del magnífico blog de Fernando Broncano
(que a su vez se apropió del título de una obra de Octavio Paz), no se me ocurría
una expresión más gráfica para algo tan obvio y tan escurridizo como la
identidad. La discusión proviene de la lectura de Patrick Modiano, Calle de las Tiendas Oscuras, en la que
Guy Roland, detective que ha perdido la memoria, pretende recuperar su
identidad a partir de los testimonios de los que le conocieron. En una primera lectura
me ha parecido una obra algo sobrevalorada, muy artificiosa, respondiendo de
una manera poco apropiada al proceso de producción de la identidad propia. El
debate suscitado, en cambio, fue muy productivo.
Para no meternos en demasiados embrollos podemos definir la
identidad como aquello a lo que contestamos cuando decimos “Yo soy....”. A
partir de ahí se pueden distinguir dos tipos de contestaciones.
La primera, y aquí me pongo algo freudiano, es la de la
pintura y la segunda es la de la escultura. La pintura basa su técnica en ir
añadiendo capas mientras que la escultura va retirando material. La concepción
escultórica de la identidad implicaría la creencia en un núcleo duro, incluso
no apreciable a simple vista, de las características esenciales que nos hacen
únicos.
La identidad pictórica se definiría por la acumulación de
rasgos que perfilan, modifican o matizan rasgos generales compartidos por un
grupo de personas para terminar por hacernos únicos en la medida en la que
nadie tiene la misma proporción de las características que cada uno posee. De
esta manera uno es profesor, amante esposo, padre abnegado, tímido, divertido,
gruñón, reservado y amante de la literatura checa y el cine iraní.
Aunque parezcan muy diferentes acercamientos, en realidad,
acaban siendo muy parecidos porque se da la circunstancia sorprendente de que
de todas las características que pueden conformar nuestro poliédrico ser
acabamos por elegir una como estandarte y seña de identidad. Yo soy del Betis.
Creo que se basa en gran parte en una cuestión de economía
cognitiva, es decir, de comodidad. Somos incapaces de manejar con destreza la
gran cantidad de datos sociales que supone apreciar con toda su complejidad la
variedad de seres humanos con los que nos relacionamos. Por eso despachamos la
cuestión con un simple: fulanito es tonto, tonto. Y ya está, hemos definido su
identidad, su esencia y a partir de entonces, somos felices por no preocuparnos
y nos desenvolvemos con precaución porque sabemos que a los tontos los carga el
diablo.
Me temo que eso mismo hacemos con nosotros mismos. Por pereza
terminamos por acomodarnos a una categoría de la que se supone emanan todas las
demás ricas características que nos hacen tan especiales. Cuando digo soy
ecologista, ya se sabe cómo voy a hablar, qué tipo de valores defiendo, el tipo
de comida, de diversiones, cómo voy a vestir y a quién voy a votar. El problema
es que a menudo nos llevamos toda la vida intentando encontrar ese descriptor
tan elocuente, gastando mucha más energía que la que pretendíamos evitar.
Cuando acabamos de definirnos en la adolescencia -si alguna
vez esto sucede- nos aferramos a esa definición por mucho que mudemos de
aspecto frente al espejo. Estamos satisfechos de ser como somos, no por lo que
somos, sino porque nosotros somos. Como dice el profesor de dudología Juan Espectro, defendemos nuestras ideas no
porque sean mejores, sino porque son las nuestras. Además nos mostramos muy
ufanos porque esa identidad descubierta no nos la puede quitar nadie, nadie nos
la puede discutir y nos sirve como roca inmóvil desde donde divisar y explicar
el mundo.
No nos llevemos a engaño, la identidad no es algo inherente,
es una propiedad más, que podemos tener y que nos la pueden robar. Difícil
esencia inefable esa que cualquier hacker desaprensivo nos puede robar
por internet. El robo de identidad es una prueba más de lo complicado y a la
vez lo simple que es la identidad. Un simple nick y una contraseña. A
eso podemos reducir nuestra identidad. Nos pueden suplantar, robar nuestras
fotos, hacerse cargo de nuestros gustos, de nuestra intimidad, nos pueden
arruinar la vida.
La sensación de ser algo inmutable con el tiempo es a menudo
vana. Lo sabe el Estado y por eso te pide que renueves tu identidad nacional
documentada. Sin embargo nosotros nos resistimos a aceptarlo. Yo soy así desde
niño, soy rebelde desde el vientre de mi madre. Vamos confundiendo la
personalidad con la identidad como si ser idéntico a uno mismo -o a otros- nos
confiriera nuestra categoría de personas.
La identidad entendida como ser idéntico a uno mismo nos
permite reconocernos ante el espejo de la conciencia. Es la que dota de unidad
a un discurso narrativo de nuestra vida. Y por eso la vamos reconstruyendo,
olvidando los pasajes más discordantes, incidiendo en aquellos otros que dan
coherencia a este relato. En cierta forma es producto de la disonancia cognitiva
y en cierta forma es un fingimiento. No somos capaces de recordar lo que no nos
cuadra de nosotros mismos. Esta coherencia en ocasiones consiste en la
repetición de nuestros errores propios e inconfundibles. Como suelen decir los
amantes de los aforismos, el estilo de un escritor son los errores que no
consigue corregir. En el caso de la identidad también acabamos satisfechos y
orgullosos de estos errores.
Sin embargo, la identidad acaba siendo una asignación azarosa
a un colectivo. De todas las características que nos describen decidimos que es
una la que nos hace únicos. Soy español. Por eso soy diferente -y mejor- que
otros que no lo son. Nos cerramos ante los que no están orgullosos de esa
cualidad. Soy español, la tierra de Cervantes. Soy andaluz, de la tierra de
Lorca. Soy roteño, de la tierra de Ángel García López y Felipe Benítez Reyes.
Como si haber compartido el espacio geográfico nos inoculara la cualidad etérea
de ser buen escritor. Estas identidades tienen un poder inmenso, son uno de los
grandes movilizadores del siglo XX, las grandes luchas lo han sido en parte por
la identidad, sexual, política, nacional. Me imagino que si es tan difícil
definir la identidad personal, la identidad de un pueblo debe ser harto
dificultoso.
Parte trágica del problema es cuando se quiere imponer una
identidad o se niega el derecho a existir a quienes no la tengan. Son las
identidades asesinas que denuncia Maalouf. Por el sólo hecho de tener una
identidad ya se merece la muerte. Tu identidad trata de anular las demás. Son
ellos contra nosotros. En esto consiste el peligro de pasar de la identidad del
yo a la del nosotros.
Sin embargo no vayamos a pensar que las identidades
individuales están exentas de problemas. No sólo hay conflicto cuando la
identidad se define por la pertenencia a un grupo, también cuando pretendemos
ser idénticos a nosotros mismos en todo momento y lugar. Para empezar nos
sentimos falsos, poco honestos cuando somos conscientes de que nos comportamos
de una manera distinta cuando estamos con nuestros amigos, cuando estamos en el
trabajo o cuando nos quedamos en nuestro dormitorio, con el batín y las
zapatillas puestas. El tema es un poco amplio, así que lo dejamos por hoy
(continuará…).
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