martes, 14 de abril de 2015

No tenemos remedio.



Tengo muy cerca de mí alguien que sospecha que nadie cambia nunca. Y las noticias le dan la razón. Los titulares, los amigos, los vecinos, el espejo lo confirman. Parece que nunca cambia nada. Seguimos siendo los mismos, eligiendo lo mismo, tropezando en la misma acera, con el mismo tic en las gafas.
Esto no es aquello de nunca nada nuevo bajo el sol, no es que no haya inventos. Porque ahí tenemos el ipad, y los teléfonos inteligentes, más inteligentes que muchos de sus dueños. Inventos hay, novedades, brisas superficiales son. Las costumbres se mantienen inmutables. Parece que amanecemos con nuevos deseos y nuevas ansias por conseguirlos, pero acabamos siguiendo la senda conocida y tomando los mismos atajos que nos llevan a la misma hora por los mismos semáforos.
Paradójicamente parece que somos a la vez adictos a las novedades y totalmente dependientes de nuestra rutina. Un ejemplo, el móvil. Podríamos decir que estamos vinculados emocionalmente a nuestros teléfonos. Alguien podría decir que no, que los cambiamos con la mayor frecuencia posible, pero sufrimos la separación, nos angustia que estén fuera de cobertura, que no tengan batería, que nos lo roben, que se estropeen. En el momento de gozar de un nuevo terminal acabamos por instalar las mismas aplicaciones, las mismas fotos de fondo de pantalla, las mismas melodías, los mismos contactos. Y uf, respiramos tranquilos.
Un amigo te cuenta un problema, charlas con él, encontráis la salida. Os vais a casa con la satisfacción de tener un plan, factible, fácil, resultón. Pasan un par de días y te encuentras con tu amigo. Lo ves desesperado y le preguntas, ¿qué tal, qué pasó? Y el confiesa que no te ha hecho caso, que ha vuelto a decir las mismas tonterías, ha cometido los mismos fallos. Pero por qué, le gritas desesperado. Por qué, si lo habíamos hablado, si habíamos visto que era lo mejor. Pues no, vuelve la cabra al monte. Entonces eres tú el desesperado, el que no sabe ya qué hacer, ni qué decirle… y acabas soltando el mismo discurso.
Así somos, comprobamos cómo los demás repiten y repiten los mismos fallos para luego repetir y repetir los mismos consejos que no les han valido. ¿Por qué insistimos en salir por una falsa puerta pintada en la pared? ¿Por qué repetimos las teclas si a la primera vez no han funcionado?
Es cierto que disfrutamos de vez en cuando de cierta rutina, de cierto acomodo a las costumbres. Creo que sería imposible para el cerebro asimilar un mundo completamente nuevo todos los días. Tampoco lo resistiría nuestro corazón, siempre a más de cien latidos por minuto esperando lo inesperable. Tendemos a un patrón de conducta por nuestra psicología como especie, y también genéticamente hay personas con una necesidad de rutinas. Hay, podríamos decir, trastornos que provocan ansiedad desmesurada ante los cambios.
Pero no es cuestión de individuos especialmente patológicos, es toda una cultura del empecinamiento. Somos una sociedad que consiente y disfruta de cometer los mismos errores, de ser duros de mollera, de tener la cabeza dura. Son nuestras ideas, debemos defenderlas en todo lugar. Y las ideas quizás sean más fáciles de cambiar que las costumbres, de servirnos sal de una manera o de tomar una infusión a las cinco en punto de la tarde.
La fidelidad a los horarios de los trenes, lo que los ingleses llaman trainspoting es el símbolo perfecto de nuestra pretensión de hacer siempre lo mismo y reivindicar como un valor nuestra incapacidad de adaptarnos a situaciones nuevas. Ni siquiera somos capaces de imaginar un mundo totalmente nuevo, nos anclamos al que conocemos.
Dan Ariely acuñó la expresión de “predeciblemente irracionales” para describirnos. Cometemos errores fuera por completo de cualquier lógica, pero todos los cometemos de la misma forma. Todos aceptamos supuestas ofertas de compras, gangas que nos hacen pagar durante años, hipotecas seguras que acaban por arruinarnos la vida.
Vemos películas iguales unas a otras riéndose de los mismos tópicos, recreando las mismas escenas de amor para asegurarnos que el mundo tal como lo conocemos sigue ahí. Nos gustan las mismas canciones que elegimos una vez en nuestra adolescencia. Y ahí ponemos nuestra identidad. Nos convertimos en nuestras elecciones. Basamos nuestra esencia en la repetición de nuestras rutinas.
Sentimos afectos irracionales hacia personas que nos hacen daño, y permanecemos junto a ellas, o a su sombra media vida. Nos identificamos sin más razón que el apellido de un club de fútbol y somos capaces de llegar a la violencia física por defender unos colores arbitrarios y un escudo ridículo. Lo hacemos porque lo hemos hecho. Y lo seguiremos haciendo así.
Votamos una vez y otra a los mismos partidos, los elegimos convocatoria tras convocatoria a pesar de que sus políticas nos perjudican, a pesar de que sus líderes nos parecen cada vez más nauseabundos y ridículos. Y ellos lo saben, y se burlan de nosotros. Los votamos y los votaremos una vez más, sabiendo que nos han robado y que nos están estafando. Volverán las oscuras golondrinas, y las azules gaviotas y las rosas en el puño.
Ese alguien cerca de mí dice que no cambiamos, que nadie cambia. Yo creo que es muy optimista. Yo, sinceramente creo que vamos a peor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario