Tengo muy cerca
de mí alguien que sospecha que nadie cambia nunca. Y las noticias le dan la
razón. Los titulares, los amigos, los vecinos, el espejo lo confirman. Parece
que nunca cambia nada. Seguimos siendo los mismos, eligiendo lo mismo,
tropezando en la misma acera, con el mismo tic en las gafas.
Esto no es
aquello de nunca nada nuevo bajo el sol, no es que no haya inventos. Porque ahí
tenemos el ipad, y los teléfonos
inteligentes, más inteligentes que muchos de sus dueños. Inventos hay,
novedades, brisas superficiales son. Las costumbres se mantienen inmutables.
Parece que amanecemos con nuevos deseos y nuevas ansias por conseguirlos, pero
acabamos siguiendo la senda conocida y tomando los mismos atajos que nos llevan
a la misma hora por los mismos semáforos.
Paradójicamente
parece que somos a la vez adictos a las novedades y totalmente dependientes de
nuestra rutina. Un ejemplo, el móvil. Podríamos decir que estamos vinculados
emocionalmente a nuestros teléfonos. Alguien podría decir que no, que los
cambiamos con la mayor frecuencia posible, pero sufrimos la separación, nos
angustia que estén fuera de cobertura, que no tengan batería, que nos lo roben,
que se estropeen. En el momento de gozar de un nuevo terminal acabamos por instalar
las mismas aplicaciones, las mismas fotos de fondo de pantalla, las mismas
melodías, los mismos contactos. Y uf, respiramos tranquilos.
Un amigo te
cuenta un problema, charlas con él, encontráis la salida. Os vais a casa con la
satisfacción de tener un plan, factible, fácil, resultón. Pasan un par de días
y te encuentras con tu amigo. Lo ves desesperado y le preguntas, ¿qué tal, qué
pasó? Y el confiesa que no te ha hecho caso, que ha vuelto a decir las mismas
tonterías, ha cometido los mismos fallos. Pero por qué, le gritas desesperado.
Por qué, si lo habíamos hablado, si habíamos visto que era lo mejor. Pues no,
vuelve la cabra al monte. Entonces eres tú el desesperado, el que no sabe ya
qué hacer, ni qué decirle… y acabas soltando el mismo discurso.
Así somos,
comprobamos cómo los demás repiten y repiten los mismos fallos para luego
repetir y repetir los mismos consejos que no les han valido. ¿Por qué
insistimos en salir por una falsa puerta pintada en la pared? ¿Por qué
repetimos las teclas si a la primera vez no han funcionado?
Es cierto que
disfrutamos de vez en cuando de cierta rutina, de cierto acomodo a las
costumbres. Creo que sería imposible para el cerebro asimilar un mundo
completamente nuevo todos los días. Tampoco lo resistiría nuestro corazón, siempre
a más de cien latidos por minuto esperando lo inesperable. Tendemos a un patrón
de conducta por nuestra psicología como especie, y también genéticamente hay
personas con una necesidad de rutinas. Hay, podríamos decir, trastornos que
provocan ansiedad desmesurada ante los cambios.
Pero no es
cuestión de individuos especialmente patológicos, es toda una cultura del
empecinamiento. Somos una sociedad que consiente y disfruta de cometer los
mismos errores, de ser duros de mollera, de tener la cabeza dura. Son nuestras
ideas, debemos defenderlas en todo lugar. Y las ideas quizás sean más fáciles
de cambiar que las costumbres, de servirnos sal de una manera o de tomar una
infusión a las cinco en punto de la tarde.
La fidelidad a
los horarios de los trenes, lo que los ingleses llaman trainspoting es el símbolo perfecto de nuestra pretensión de hacer
siempre lo mismo y reivindicar como un valor nuestra incapacidad de adaptarnos
a situaciones nuevas. Ni siquiera somos capaces de imaginar un mundo totalmente
nuevo, nos anclamos al que conocemos.
Dan Ariely
acuñó la expresión de “predeciblemente irracionales” para describirnos.
Cometemos errores fuera por completo de cualquier lógica, pero todos los
cometemos de la misma forma. Todos aceptamos supuestas ofertas de compras,
gangas que nos hacen pagar durante años, hipotecas seguras que acaban por
arruinarnos la vida.
Vemos películas
iguales unas a otras riéndose de los mismos tópicos, recreando las mismas
escenas de amor para asegurarnos que el mundo tal como lo conocemos sigue ahí.
Nos gustan las mismas canciones que elegimos una vez en nuestra adolescencia. Y
ahí ponemos nuestra identidad. Nos convertimos en nuestras elecciones. Basamos
nuestra esencia en la repetición de nuestras rutinas.
Sentimos
afectos irracionales hacia personas que nos hacen daño, y permanecemos junto a
ellas, o a su sombra media vida. Nos identificamos sin más razón que el
apellido de un club de fútbol y somos capaces de llegar a la violencia física
por defender unos colores arbitrarios y un escudo ridículo. Lo hacemos porque
lo hemos hecho. Y lo seguiremos haciendo así.
Votamos una vez
y otra a los mismos partidos, los elegimos convocatoria tras convocatoria a
pesar de que sus políticas nos perjudican, a pesar de que sus líderes nos
parecen cada vez más nauseabundos y ridículos. Y ellos lo saben, y se burlan de
nosotros. Los votamos y los votaremos una vez más, sabiendo que nos han robado
y que nos están estafando. Volverán las oscuras golondrinas, y las azules
gaviotas y las rosas en el puño.
Ese alguien
cerca de mí dice que no cambiamos, que nadie cambia. Yo creo que es muy
optimista. Yo, sinceramente creo que vamos a peor.
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