Resulta, en cierta manera, pasmoso
la manera en la que nos estamos acostumbrado a manejarnos con los sentimientos
a través de las redes sociales. Una tecnología relativamente reciente, y que,
además, se va renovando cada poco tiempo. Hablar del messenger es como
hablar de encender la cocina con leña. Lo más difícil, a priori, es conjugar
nuestro creciente analfabetismo con el uso de tecnologías que utilizan la
palabra escrita. Las estadísticas dicen que los españoles leen cada vez menos,
la experiencia docente es desoladora en este sentido. Un vocabulario más que
reducido, ausencia de signos de puntuación y, lo más preocupando, una comprensión
lectora que en la mayoría de los alumnos raya en el surrealismo
Pero
el caso es que nos vamos acostumbrando a mandar mensajes por guasap para dar información y para
asuntos con alto contenido afectivo. Se tontea por las redes, se expresa
preocupación por la tardanza, se comprueba que el amor sigue existiendo
Quizás
lo más importante es cómo el contacto por el mero contacto se convierte en algo
valioso. En la edad media de las tecnologías de la información, la llegada de
los móviles y sus desorbitadas tarifas significaba estatus sólo por su mero
uso. Eran las conversaciones de nuevo rico que comenzaban, ¿a qué no sabes desde dónde te estoy llamando? El contenido
informativo de la llamada era irrelevante, se trataba únicamente de constatar
que no se encontraba uno en casa y que tenía la cobertura y la tarifa
suficiente como para desperdiciar desde un sitio insólito la factura del
teléfono. Esa función testimonial se ha sofisticado algo y la mantienen los selfies
con paisaje al fondo, esa subespecie de fotografía turística en la que el estar
ahí importa más que el ahí.
En
aquella época pretérita aparecieron las llamadas perdidas, los toques, que era
una costumbre, mucho más económica, de hacer notar a tu interlocutor que seguía
existiendo la relación. Dejando aparte los rácanos y ciertas compañías de nueve
cero algo, que hacían un llama/cuelga para forzar la llamada del receptor y así
lograr que fueran ellos los que pagasen, la llamada perdida es un ejemplo muy
evidente de esa necesidad de proxemia que Michel Maffesoli –felicidades en su
cumpleaños– había advertido en las sociedades neotribales.
La
necesidad de explicitar ese estar juntos la vivimos y la sufrimos en los
correos de memes, presentaciones de power points con música chill
out y en los grupos de WhatsApp, los chistes y las ocurrencias que
abultan nuestro tráfico de datos y saturan la memoria de los móviles. Que no te
incluyan en estas cadenas de vínculos virtuales es sinónimo absoluto de que
estás fuera del grupo real. Incluso podemos decir que tienen tanta validez, al
menos emocionalmente hablando, estar incluidos en las redes virtuales como las
reales.
Hay
un fenómeno del que los usuarios de Facebook
se quejan a menudo. Es el de ser incluidos en grupos sin pedir permiso.
Aterradores grupos donde se reenvían y comparten multitud de fotografías, datos
irrelevantes, convocatorias o noticias sin prácticamente relación ninguna. ¿Qué
pretenden esos usuarios adictos a la formación de grupos? Quizás estén
intentando engrosar su cuenta de followers, pero también es posible que
necesiten el seguimiento como Energía Emocional. El término es del sociólogo
Randall Collins y hace referencia a ese subidón que sentimos en muchas
ocasiones cuando nos motivan positivamente o nos indignan.
Las
redes están agrupadas por grupos de intereses comunes, y también por grupos de
indignaciones comunes. Los famosos trolls o haters, aquellos
usuarios que se dedican a crear malestar entre los otros son también,
tristemente, un reflejo de este uso emocional de los recursos virtuales.
Personas que se toman su tiempo –otros son pagados– para expresar que tal
entrevistada es patética, que no pierden ocasión de insultar y ridiculizar a
quien se ponga por delante.
Estas
prácticas, no debemos olvidar, son efectivas si nos las creemos. Un poco como
los insultos (de nuevo Randall Collins), que sólo nos duelen si nos los tomamos
en serio. Aquel que piense que a base de me gusta se cimenta una amistad
está un poco desubicado, pero es cierto que una amistad sin me gusta es
menos amistad.
Para
mí resulta fascinante la creación de protocolos de buena vecindad, de urbanidad
en las redes, las formas de comportamiento aceptables y las no aceptables. La
pena es que nos centremos sólo en la capacidad para hacer el mal, el chismorreo
malintencionado, el cyberbulling, la
suplantación de personalidad y todas esas cosas de las que nos advierte la
Unidad de Delitos Informáticos de la Policía Nacional.
Es
curioso que todavía no hayan traspasado al imaginario afectivo estas nuevas
formas de relación. Sí que han dado el salto al humor, numerosos monólogos
reflexionan sobre la irrupción del WhatsApp en las parejas, ponen en evidencia
mediante la carcajada del me-río-porque-es-verdad que nuestros modos de
comportamiento y nuestros modos de sentimiento se han visto trastocados por los
pequeños inventos que caben en nuestros bolsillos.
Una
palabra amable, un guiño, un ladeo de cabeza al cruzarnos transmiten esa
complicidad que nos reconforta por las mañanas, nos da la impresión de que
vivimos en un espacio habitable, mientras que un gruñido, un cruzarse de acera,
una mala palabra, un gesto hosco nos devuelve a un pequeño infierno helado,
inhóspito y sin posibilidad de redención. Lo maravilloso de este principio de
milenio es que rápidamente vamos incorporando a nuestra sensibilidad no sólo el
calor físico de un abrazo, sino que extendemos nuestra red neuronal a través de
la web y sentimos a través de emoticonos, la dulce sensación de tener
nuestro lugar en el mundo. Cyborgs emocionales que reciben energía a
través de las redes, aunque estemos a cientos de kilómetros, aunque uno te
desee felicidades a las tres de la mañana y tú no lo leas hasta las siete de la
tarde.
Pues, por
eso mismo, gracias a todos por vuestras felicitaciones virtuales.
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