No pasa una semana sin que las
pretensiones del lenguaje inclusivo generen polémica. Sin embargo, me da la
sensación de que tienen menos que ver con la lingüística que con la resistencia
al cambio y a un machismo más o menos disimulado. Lo digo por el tono en que se
desarrollan los debates en las redes y en los medios. Prácticamente se podían
ejemplificar –y se ha hecho– todas las falacias lógicas. También me llama la
atención los argumentos de autoridad cuando se apela a lingüistas y a la
institución de la Real Academia. En primer lugar, porque el hecho de ser
lingüista o experto no te libra de tener sesgos cognitivos. En segundo lugar,
porque no es sólo una presunción, la discriminación de género es la costumbre
académica. Yo no soy lingüista, lo que sí soy es un aficionado a estas
cuestiones, desde dentro y desde fuera de la sociología y creo que todos los
argumentos tienen contraejemplos.
Circulan
por las redes artículos que, muy pomposamente, señalan que la Real Academia de
la Lengua prohíbe el “todos y todas”. Para empezar, la Real Academia no puede
prohibir ni lo ha hecho nunca. Puede recomendar, o puede señalar como
incorrecto, pero a nadie se le pone una multa por hablar mal –ojalá–. En este
caso parece que se ha pronunciado en contra de la redundancia. Tengo por
costumbre, cada vez que veo un post con esta noticia, preguntar si ya no se
puede empezar los discursos con “Señoras y señores”. Es curioso que en las
alocuciones oficiales se comience con una retahíla de nombres, “alteza, ilustrísimos,
excelentísimos, diputados, señoras y señores” y a nadie le parezca redundante.
Todos entendemos necesario hacer esa distinción en ese contexto concreto. El
lenguaje inclusivo debería ir en esa dirección, ser muy riguroso en lo oficial
y mucho más laxo en el habla cotidiana, que es lo que solemos hacer con las
pronunciaciones de las terminaciones, por ejemplo.
Otra matraca la dan con los
vocablos terminados en “ente”, que supuestamente se deberían diferenciar por el
artículo, epiceno se llama: “el presidente”, “la presidente”. Sin embargo, no
ha existido ningún problema en aceptar “asistenta” o “sirvienta” en el uso y en
la norma. Por no hablar de la nula agresividad con la que se ha recibido la “pacienta”
del presidente del PP andaluz, José Manuel Moreno. Lo que sí parece claro es
que la Real Academia no tiene empacho en aceptar “cederrones” –con una grafía
feísima– antes que “juezas”, “papichulos” antes que “campin”. Es sospechoso que
se aceptara “modisto” para diferenciar de las “modistas” cuando podía englobar
también varones y mujeres en la misma profesión (como en “taxista”). Se ve que
sí que hay diferencia en el uso de un vocablo feminizado para los varones. Cuando
se insiste que el término masculino engloba también a las mujeres no es
necesario duplicar las palabras.
Acudir
a un especialista para que aclare que el sexo es para los humanos y el género
para la gramática, pierde un poco de credibilidad si se acompaña de una foto de
Irene
Montero con gesto feo y agresivo. Esto no es objetividad, es un panfleto.
De todas formas, cabría recordar que el género es algo biológico, de “gens” y,
sobre todo, que en sociología hace ya muchísimo tiempo que utilizamos la
distinción entre “sexo” para la constitución biológica y “género” para la
construcción social de los roles correspondientes a hombres y mujeres. Por
supuesto que no es un abuso del lenguaje, como tampoco lo es que “trabajo” para
los físicos sea un concepto notablemente distinto al lenguaje usual. Una
carretilla, si lleva un ángulo de 90o, realiza
un trabajo nulo, por muy trabajoso que pueda resultarnos empujarla.
También sería
de recibo que se constatara en el diccionario “oficial” el uso no recomendado o
en desuso de expresiones como “sexo débil” para referirse a las mujeres. C Como
hace con otros muchos términos. Es lógico que sigan en el diccionario para que
conozcamos su sentido en textos del pasado, pero también es importante que se rechace
su uso en la actualidad, por mucho que irrite a algunos académicos.
Se
ha señalado también, a cuenta del “portavozas” de Irene Montero, que la
estructura de la palabra compuesta “porta” y “voz” no tiene género, puesto que
quien porta es el sujeto de verbo (portar) y la voz es el complemento. De
acuerdo, no tiene sentido gramatical, pero no es la única vez que nos saltamos
los mecanismos gramaticales. Sé que hay más, pero se me ocurre el vocablo “teletransporte”,
que es un pleonasmo porque todo trans-porte implica distancia (tele). O mejor, la palabra “suicidio”. Tiene
origen inglés como variante del homi-cidio, el sui-cidio. Matar a un hombre,
matar-se a sí mismo. Así, se cometen homicidios y suicidios. Sin embargo, el
español ha aceptado el verbo suicidar, mientras que no se plantea *homicidar,
ni *genocidar, ni *feminicidar.
Todas
las reglas nos las podemos saltar en un momento dado, por eso la lengua es algo
vivo, pertenece a los hablantes y ellos decidirán, como han decidido que existan
“diputadas”, “juezas”, “presidentas”, “médicas”[1].
Lo que se ha llamado el “genio del idioma”.
[1] y también
“influencias” que puedan “influenciar” cuando existían “influjos” que “influían”;
cuando íbamos a “versionar” una canción o “versionear” un tema.
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