La jardinería es quizás una de
las actividades humanas más fascinantes y significativas de la interrelación
entre la naturaleza y la cultura. Por eso es una metáfora muy sugerente para
hablar de política. Los jardines son un síntoma muy interesante por el uso que
el poder hace de ellos y por cuanto traducen una manera de gobernar muy
específica. Así tratamos los jardines, así tratamos a las personas.
Sin la
intención de ser exhaustivos, la tradición nos habla de los jardines colgantes
de Babilonia. No sólo fueron sitio de recreo de unos gobernantes que apreciaban
la naturaleza y el agua en zonas de épocas muy secas, aspiraban a ser la
reencarnación del Jardín del Edén, el paraíso perdido. Aunque más tarde se
producirá una desacralización, el jardín babilónico mostraba la intrínseca
relación entre el poder divino y el humano, el mundo celeste y el terrenal. Y
se mostraron como una añoranza de lo perdido, de la inocencia y la abundancia.
Si la villa
Adriana reproducía el Imperio en su conjunto para recreo del emperador, el
urbanismo medieval descuidó los jardines aprovechando cada rincón del espacio
urbano como habitçaculo. El Renacimiento, como en los Jardines del Bóboli, dotó
a este uso poco productivo del espacio de un carácter marcadamente teatral,
primando el diseño del espectáculo. El redescubrimiento –o la invención– del
individuo requería que éste tuviera una representación de sí mismo.
El
absolutismo, por mucho que se recuerde lo arbitrario de la voluntad regia no
era más que una obra de la inteligencia y la razón, como decían los firmantes
del Manifiesto de los Persas allá por 1814 para liquidar la Constitución de
Cádiz. Luis XVI consiguió que hasta las plantas le obedecieran. Los jardines de
Versalles, con su esplendor geométrico plasman con delicadeza y sorprendente
eficacia esta fijación. André Le Nôtre fue el encargado de traducir, primero a
papel, y luego de liderar un equipo formidable de jardineros que mantuvieron
desde entonces la rigidez lineal, el magnífico espectáculo de la Razón humana
sobre la naturaleza. La ingeniería social que pretendía el Absolutismo
Ilustrado no deja de ser una continuación de los mismos fines sobre los
súbditos, que serán sujetos –de sujetar– a la cartografía geométrica de la
sociedad bien ordenada, de la moral explicada por el orden geométrico. La
obsesión –y la ilusión– epistémica por el orden del mundo no encuentra mejor
expresión que el jardín botánico, que, como los territorios y los pueblos
conquistados, son emblema de la grandeza de los imperios de ultramar y de la
obsesión por clasificar y ordenar las palabras y las cosas.
El
romanticismo de la libertad y las pasiones creó jardines a la inglesa, en los que la naturaleza aparecía como
salvaje, sin domesticar, dispuesta a sorprender al paseante con pequeños lagos,
puentecillos, quioscos perdidos entre la espesura de la floresta. La ilusión de
la libertad sólo al alcance de los grandes propietarios, todo pretendidamente espontáneo,
pero delicadamente planificado. El ascenso de la clase burguesa debió
sustentarse en la aspiración a emular el prestigio que tenía la antigua
nobleza. La pintura, tanto de grupos profesionales, de retratos, como de
escenas íntimas no deja de pertenecer a la misma lógica que el paisaje. El
jardín sería un escenario y su diseño alterna los puntos de vista, juega con lo
escondido y lo visible, con las múltiples perspectivas sin privilegiar ninguna,
frente a la dirección única del jardín francés que se orienta hacia el palacio
como el hombre se orienta hacia Dios. Su rechazo de la simetría otorgaba la
ilusión de falta de normas de manera análoga al individuo que se quiere ver
como libre de ataduras, cuya ley fueran
la fuerza y el viento, pero que, afortunadamente, siguen las costumbres y
los usos sociales, tan rígidos o más que en épocas anteriores. Es la moralidad
burguesa. El jardín burgués es también el contexto del ocio y del romance, la
naturaleza que se adapta a la necesidad humana, que está a su servicio. Luego,
más tarde, todos estos jardines se irán democratizando al permitirse el acceso
de la población a Kensington Gardens y que Peter Pan y sus niños perdidos los
sobrevuelen.
El jardín se
planifica equilibrando la luz y la sombra, los aspectos visuales y los
olfativos, el color y las formas, los espacios de plantas y los de las
personas. El acto de complacer al usuario que se deleita en pasear, en admirar,
en abstraerse, actividades todas ellas ajenas al desarrollo propio de la actividad
generativa del jardinero. Un gusto que se torna excéntrico con las vanguardias,
como con el jardín cubista, y admite las influencias globales como la moda minimal del zen, asequible a cualquier
pequeño recinto y, a la vez, espectacular en grandes espacios abiertos y
desolados. No nos sorprende, sin embargo, que se consideren jardines ecológicos
a los que carecen de césped y limitan el desperdicio de agua, por mucho que el
concepto pueda ser una aporía: los jardines son la forma que tiene el humano
para transportar la naturaleza. Los jardines de la Alhambra se regocijan en la
presencia del agua precisamente por provenir de la escasez y se regocijan no
sólo por la sensación de frescura, también porque sirven de espejo hacia el
cielo, y porque otorgan la cualidad auditiva al jardín a través de las fuentes
y la corriente. Una contradicción posmoderna. Quizás pueda servir de reflejo de
la sociedad del capitalismo tardío, ávida de sensaciones vacías y
espectaculares, de segmentación de los gustos y los grupos. Un jardín en suma,
símbolo del gasto suntuario, de la distinción frente al precio del ladrillo,
consumo conspicuo. Jardines minúsculos tras la moda del bonsái. Un individuo
encarcelado en su burbuja domiciliaria o en su bodeguilla.
Espíritus
fáusticos arrasan espacios enormes para albergar un pulmón verde dentro de las
ciudades. Una tímida compensación ante la enorme cantidad de deshechos y de partículas
suspendidas en el aire; un lugar de recreo, también, para las familias, para
tener al alcance del metro un rincón donde hacerse la ilusión del espacio
natural, un lugar recogido para los amantes clandestinos. No es tan diferente
el concepto de Central Park del zoológico que precisamente alberga en su
interior. Espacio libre de límites verticales de un skyline tan turístico como aterrador, simulacro de naturaleza
encorsetada entre avenidas y surcado por caminos claramente delimitados de pasarelas
de madera, de albero, de asfalto. Del jardín pasamos al parque.
En
contraposición a ambos, tampoco nos extrañan los movimientos vecinales que
aprovechan los solares como jardines para la comunidad. Movimientos ciudadanos
que reivindican ciudades habitables, humanas, el derecho de ciudad. Una
desafección alternativa hacia los profesionales de la política, anquilosados en
los rutinarios enfrentamientos ideológicos pone el mono de trabajo a brigadas
de voluntarios que usan la solidaridad como herramienta tan válida como la
azada y las tijeras de podar.
Frente a
ellos, los urbanistas atacan los árboles con la excusa de la seguridad tras los
accidentes. El novísimo urbanismo diseña jardines sin plantas, sin trabajadores
que tengan que mantenerlos merced al sagrado límite de gasto, con suelos de
caucho reciclado y simulacros de flora mineral. Son espacios pensados para
ciudades hostiles a los pobres, muy cercados que ocultan las miserias y privan
de refugio a la habitabilidad humana. ¿Cómo no relacionarlos con el capitalismo
de consumo que ignora a los seres humanos? Lo que no consume no tiene derecho a
existir, mucho menos de ser visible. Uniformados, sin historia, no lugares
vistosos que no remiten a ninguna tradición, que sólo pretenden deslumbrar a la
mayor gloria del concejal de parques y jardines.
El jardín remite al cuidado, a la
paciencia, remite al respeto a los ritmos naturales, pero también es una
actividad de planificación y selección, de cánones y gustos, de violentas
tijeras y ramas cercenadas. Asusta un poco compararlo a la política, llenos
ambos de ingeniería y de subordinación hacia unos objetivos ambiciosos.
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