domingo, 5 de abril de 2020

Ascenso y caída del emprendedor


Hace  unos días hablaba con Juan Antonio González Ruiz-Henestrosa sobre la condición del “empresario” y cómo la crisis del covid-19 ha trastocado el concepto. Recuerdo también mi primer artículo en este blog allá por 2013, en el que resaltaba, como Weber, los tipos ideales en aquellos tiempos inciertos, que en parte son los nuestros. Los más insistentes, decía entonces, eran el atleta y el emprendedor. Estas dos figuras se habían convertido en los modelos a imitar, el atleta, más rápido, más alto, más fuerte, nunca satisfecho con lo conseguido. Y el emprendedor, ese ser intrépido e individualista que no necesita nada más que su talento para salir adelante. Un término que desde la economía fue colonizando todo el imaginario social. Incluso en las competencias educativas básicas, esenciales o clave, se incluye la iniciativa emprendedora. De esta forma tan curiosa, se desplazaba el término empresario hacia el término emprendedor.
Los empresarios subieron en autoestima, aunque sus condiciones laborales fueran pésimas. Su condición jurídica siempre fue la de autónomo, pero como clase aspiracional se presentaban como emprendedores o empresarios. Recuerdo más de una ficha de recogida de información familiar en las que abundaba el término “empresario”. Aunque la empresa fuera una mercería. Funcionó admirablemente a ese nivel porque, antes de la crisis, hubo muchos que, con pequeñas empresas pudieron tener un nivel de vida más que saneado. Quizá fueran aquellos que “vivieron por encima de sus posibilidades”.
                La figura del emprendedor nunca ha dejado de ser una especie de burla macabra que los medios han insistido en propagar. Programas de televisión sobre emprendedores y startups que buscan desesperadamente financiación y que ostentan orgullosos un popularidad en las redes y una confianza en sí mismos tras un entrenamiento en las técnicas de transmisión de información, con presentaciones digitales, pequeñas performances en formato TEDx. Cortos, intensos, persuasivos. Vender humo. Juan Antonio González también recordaba esa transformación.
                Fue especialmente significativo durante la crisis del 2008. Los cambios en la estructura productiva y empresarial acentuaron la tendencia a la concentración. Las grandes empresas se hicieron más grandes gracias a las fusiones y a la ruina de las medianas y pequeñas. Este proceso dejó en la ruina a muchos trabajadores y cuadros medios a los que era imposible recolocar. Se recurrió a la enseñanza continua y el reciclaje profesional, pero la figura del empleado indefinido, a tiempo completo parecía agotada en el sector privado y mucho más en el sector público acosado por las leyes de austeridad. Se empezó a hablar de precariado, como si esta no hubiera sido la condición esencial del trabajador desde el inicio del capitalismo, como bien decía mi admirado Enrique Carretero. La única posibilidad era el autoempleo. Y así se prometieron ayudas y se facilitó la capitalización con el subsidio de desempleo que se podía cobrar de una vez y así comenzar una andadura empresarial.
                A pesar de todo, la identificación con el empresario fue muy amplia. Son aquellos que defendieron, no solo la bajada de la cuota de autónomos, sino una bajada de impuestos general, especialmente los referidos al patrimonio y la herencia. Como si fueran pequeños Amancios Ortegas sofocados ante los impuestos bolivarianos de gobiernos insensatos que ahogaban la iniciativa empresarial. Nunca dejaron de ser trabajadores, aunque su nombre constara en el Registro Mercantil como empresa. La disociación entre patrono y obrero se hace en aquellos momentos en los que el obrero realiza el trabajo y el patrono solo se dedica a cobrar plusvalías y a asegurarse la gestión mediante otros profesionales. El mundo de la pequeña y mediana empresa no es este. El mundo de las pymes es el de trabajadores con bajos sueldos y trabajadores con un sueldo quizás en ocasiones más holgado pero con las preocupaciones de quien dirige la empresa.
                La clase trabajadora siempre ha sufrido desprecio, incluso criminalización. No hablemos de tanto descrédito hacia el trabajador, de tantos programas como el “jefe infiltrado”, de tantas noticias de fraudes a las aseguradoras, el currito de a pie está totalmente desprestigiado. Además llega el resentimiento de todos los de la construcción que ganaban sueldos astronómicos haciendo horas extras y que ahora no se quedaban con el culo al aire. El empresario/emprendedor era de otra pasta.
                Y llegó la pandemia y se desvelaron las caretas. Y, de la misma forma que aprendimos que todos somos precarios, caímos en la cuenta de que no valían emprendedores, que no había empresarios, que todos son trabajadores que necesitan la protección del Estado. Un Estado que se había ido vaciando de contenido y de recursos con las políticas de defensa de la empresa privada. Un Estado en vías de ser asistencial para no ser socialcomunista. Y es ahora cuando los colectivos de todo tipo requieren su ayuda. Dicho de otra manera, lo que siempre se ha sostenido es que el Estado no se encargue “de los otros” y que esté ahí para salvar la Banca, demasiado grande para caer; o los agricultores, sean pequeños olivareros o el duque de Alba.
                En estos durísimos momentos estamos todos en el mismo barco y hay que achicar agua y tapar los agujeros del casco como se pueda. Y los empresarios pasan a ser autónomos que necesitan amparo. Y piden la suspensión de sus cuotas, y ven que no pueden hacer frente a sus obligaciones con las pequeñas ayudas que les promete el Gobierno. Como los que pasan al paro temporal, o los despedidos o no contratados porque la actividad económica se ha paralizado. Todos necesitamos protección, no solo sanitaria.
                Todos somos currantes, eso sí, con diferencias. Es cierto que las pequeñas y medianas empresas están un poco dejadas de la mano de Dios, a merced de los vaivenes del mercado, acosadas por la competencia de las grandes y que sus trabajadores no cuentan con la simpatía de muchos sindicatos porque apenas tienen afiliación en este sector, donde las empresas familiares abundan (véase el artículo de Esteban Hernández). Compruebo que, ante la insatisfacción, aparece la sensación de “criminalización” de la clase empresarial. Como si las críticas a Amancio Ortega –que, si bien ofrece su red de abastecimiento, es cierto también que deslocalizó empresas textiles que podían servir para no tener que importar material– fueran destinadas a quien posee una ferretería o un bar, o una fábrica de roscas. Y me llama la atención cuando lo leo en personas anónimas y a la vez en los medios de comunicación que golpean sin conciencia al gobierno. El empresario es la figura que se quedaba con la mejor parte de la empresa, legalmente, sí; justamente para muchos, porque crea puestos de trabajo. Pero también es cierto que, además de trabajadores vagos y desmotivados, hay defraudadores en las empresas. Patronos sin escrúpulos que despiden a la mínima, que obligan a condiciones laborales inhumanas, que pagan una miseria o que, directamente, no pagan. No es justo meter a todos en la misma categoría, eso es cierto. Igual que no podemos meter en la misma categoría a Florentino Pérez con el de la floristería del centro.
                En estos momentos tan difíciles somos conscientes de nuestra fragilidad y, probablemente, no aprendamos lección ninguna y estemos aún más desprotegidos después de que se declare acabada la crisis. No sé si seguiremos engañados o desengañados después. Nos llamen como nos llamen.

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