domingo, 20 de junio de 2021

Pedagogías (y II)

Valoraba el otro día la cuestión del lenguaje. Una lengua puede ser más o menos abstracta, más o menos machista[1]. La clave está en el uso que se le da a las expresiones. Mucho se critica la tediosa enumeración de todos y todas, cuando de siempre los discursos han comenzado con un prolijo, “señoras y señores”, aumentado con la presencia de diversas autoridades con diferente trato de cortesía. Un escueto “admirado público” hubiera resuelto la cuestión con elegancia y economía. Sin embargo, se insiste en “excelentísimo señor alcalde, ilustrísima presidenta, etcétera” y se termina con un “señoras y señores”. Se hace así porque se quiere insistir en recalcar la presencia de diferentes personalidades con diferente graduación. Siempre recuerdo la expresión machadiana de “corren por mis venas gotas de sangre jacobina” y nadie le espetaría que habrían de correr por venas y por arterias. No se especifica, no se precisa porque el uso poético del lenguaje no lo hace necesario. Una hiponimia es tan expresiva, o más, que la ortodoxia médica y anatómica.  Es por razones parecidas por lo que la ministra de Igualdad recalca “todos, todas y todes” si su auditorio está integrado por  personas de género masculino, femenino y no binarios. Un gesto que sería interpretado como cortesía –al modo que un “gracias” en otro idioma cuando hablamos para un auditorio multinacional– si no fuera porque todo vale para ridiculizar el llamado lenguaje inclusivo.

Seguro que en la mayoría de las ocasiones nos entendemos utilizando el masculino genérico, pero si lo que pretendemos es superar la asunción casi inconsciente de que lo masculino es genérico, como si otras alternativas fueran excepciones, entonces deberíamos ir buscando fórmulas lingüísticas para ello. En principio parece que las mujeres son la mayoría de las personas que viven en el mundo. Si representamos un ser humano con rasgos étnicos europeos estamos demostrando que la imagen arquetípica es colonial, porque estadísticamente hay más orientales que europeos, por ejemplo. Es el lenguaje y el uso que se le dé. Que te llamen guapa, o guapo, no siempre es un piropo más o menos apropiado. A veces comprobamos que es una forma de insulto, de menosprecio, de burla. Sobre todo para los que sabemos que no se cuenta entre nuestras cualidades.

Un asesinato, con su premeditación y todo, puede tener consideraciones distintas si se trata de un terrorista que pretende un objetivo político, o si se trata de un narcotraficante en un ajuste de cuentas, o un enajenado en un brote psicótico. No se trata, como pretenden algunos, de que sean crímenes de autor, en los que, injustamente, se cargan las tintas dependiendo de su autor. Asesinatos terroristas en España los hubo durante larguísimos años y, aunque, en número total las carreteras se cobraran más vidas, todos estuvimos y estamos de acuerdo en que deben, debieron y deberán ser castigados con mayor severidad que un asesinato relacionado con una pelea. El límite es complejo, por supuesto, porque están las peleas entre grupos de hooligans, que únicamente se diferencian del terrorismo en que se matan entre ellos. En el caso de la violencia machista se trata de identificar como terroristas aquellos actos que pretenden hacer daño a la mujer, porque, en primer lugar, venimos de una justicia patriarcal, que se traduce en algunas decisiones judiciales sorprendentes una vez que las leyes de hayan adaptado; y se traduce en la repulsa hacia la víctima que hace una parte de la sociedad. De la víctima en general y de algunas con especial escarnio.

Por supuesto que no se trata de dar por sentado que una mujer que asesina a sus hijos es una trastornada con tratamiento psiquiátrico mientras que todos los padres lo hacen por violencia vicaria. Para eso están los juicios que determinen las motivaciones y las circunstancias. Lo que no podemos perder de vista es que la batalla del lenguaje es fundamental para clasificar los hechos, porque describirlos es crearlos. Unos hijos son secuestrados o desaparecidos, dependiendo de cuál sea la hipótesis de investigación. Y los medios de comunicación y nosotros como medios de comunicación también debemos cuidar las expresiones para que quede muy claro cuando se trate de una violencia hacia la mujer a través de los hijos. Esta precaución y este rigor son formas de “educación” de la sociedad. Al menos, debemos no trivializar el asunto.

La cadena perpetua, revisable o no, es una estrategia pedagógica de muy poca relevancia cuando el maltratador y asesino acaba por suicidarse. Sin embargo es una de las soluciones preferidas para los que prefieren obviar los hechos y refugiarse en la maldad del ser humano como una constante que afecta a hombres y mujeres. Cuando tertulianos, editoriales o personas anónimas en Twitter saltan rápidamente a contraponer un asesinato machista como el de Tenerife con otros filicidios cometidos por mujeres niegan la diferencia estructural entre hombres y mujeres. Daría la impresión de que a las mujeres no se las condena, que no hay mujeres en las cárceles. El feminismo molesta y cuanta mayor sea el horror machista, más prisa hay por matizar, por contraponer, por puntualizar que la violencia no tiene género.

Tampoco es una estrategia educativa efectiva minusvalorar el peligro o tachar a las que alertan del problema de feminazis. O recordar cualquier caso que pueda poner en entredicho el terrorismo machista, como hubiera sido cruel e inhumano recordar que ETA asesinó a algunos traficantes de drogas y que eso sirviera de disculpa para su terror. Todo este movimiento responde a una incomodidad personal y política que aprovecha el feminismo de la izquierda para cargar con todo sin importar que haya vidas humanas en juego.

 



[1] El profesor Emmánuel Lizcano demostró que las metáforas que se utilizaran para explicar las matemáticas hacían impensable ciertas operaciones. Por ejemplo, si restar es “quitar”, no se puede pensar en quitar más de lo que hay. Es absurdo y, en parte por eso, el cero y los números negativos tardaron en llegar a occidente y eso explicaría la dificultad de muchos estudiantes para entender los números enteros en operaciones tan simples como la suma o la resta.

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