Ángela Álvarez Sáez obtuvo la beca en la Fundación Antonio Gala en 2005 y su ya amplia obra ha sido premiada en diferentes certámenes: El día que nevó sobre el naranjo (Fundación Antonio Gala, 2006), La torre de las tortugas (Hiperión, 2006), Metales en la voz (Vitrubio, 2006), Las versiones del tigre (Vitrubio, 2007), De conjuros y ofrendas (Polibea, 2015), La columna rota (Huerga y Fierro, 2016), La estación de las Moras (Torremozas, 2017), Libro de la nieve (Fundación María del Villar Burruezo, 2018), La tierra más frágil (Lantia, 2018), La casa salvaje (Celya, 2019), Palabra vegetal (Devenir, 2019), Cabeza de ciervo sobre papel de flores (premio José Luis Núñez), El hijo culebra (InLimbo, 2020). Ya se avanzan los nuevos poemarios: Los ritos familiares (Lastura, 2022) y Los bosques violentos (Las migas también son pan, 2022). Este toma su nombre de una cita del Cancionero de Upsala: “Dadme albricias, hijas de Eva” y continúa una vuelta de tuerca a los temas principales que también veíamos en anteriores trabajos, la maternidad.
Hijas de Eva se presenta como un poema dramático, en el que los diferentes hijos dialogan con la Madre con un tono solemne, casi sagrado a la vez que va pulsando los resortes del drama y la emoción. El primer acto, Creatividad, al que seguirán Descenso y Redención. El diálogo está lleno de imágenes oníricas que encajan a la perfección en el tono de la obra: “Mamá, abre los ojos, juguemos aun juego, ¿qué eres, ciervo o ángel? Mamá, te miras en el espejo ¿Y qué ves?”. Por su parte, el hijo se presenta, “Oh, madre, el útero es un lugar sagrado, Madre, he venido. He surgido de un túnel oscuro”. Hay una tragedia implícita en esta relación, una sombra que planea durante la obra de Ángela Álvarez: “La ciudad anhela el cuerpo que nació de madrugada /…/ La dicha de estar vivos. Algún día estas palabras resonarán del lado de los muertos. Pero hoy caen sobre la tierra de los vivos”. Como en otras ocasiones, se expresa que la escritura es una forma de sanación: “Respiro. Cojo el poema con mis manos. Desmenuzo su piel, limpio sus llagas. El poema me mira desde el fondo del abismo”.
El Descenso plantea el nudo del argumento, en el que las figuras paternales se dibujan y se encaran. Dice Madre: “Hijos, venid. Vuestro padre / quiere veros. Traed las flores / con las que cosernos / el útero de la noche”. El Hijo primero, por su parte, anuncia: “Dirán cosas terribles de mí, Oh, madre. / No los escuches. No veas mi rostro / internarse en la sombra. Oh, madre /…/ estrenaré por fin mis alas de asesino”, a lo que Madre replica: “¿Cuándo perdiste la inocencia /…/. Papá nunca vino / a salvarte. No recogió ramas y frutos / para ti. Oh, hijo. / Qué haremos con tus alas rotas”.
Pero no es el único conflicto al que asistimos. La Hija segunda clama: “Un hijo trae el amor prendido / al pecho con los alfileres de la noche. /…/ Esta mañana el niño no volvió a despertar. /…/ Oh, hijo, abrázame. / Hasta que tu cuerpo sea mi cuerpo”. La Madre, se lamenta “Hija mía, no tengo palabras de consuelo. / Te di vida y has hallado muerte” y “Déjate llevar por los ríos de leche / de la infancia. / No volverá a esta tierra que te vio / morir…”. El tema del hijo muerto es uno de las claves de una parte de la poesía de Ángela Álvarez y no solo habría que abordarlo desde la más absoluta literalidad. De ahí que la Hija cuarta anuncie: “Como una criatura del mar al este / del poema. Hijo, en tierra prepararé la ropa / que llevamos en este viaje a vida o muerte”. Porque, como en el resto de la vida, “¿Cómo volver a respirar / después de vuestras muertes?” (Madre).
El conflicto con el Hijo quinto tiene que ver con la violencia intrínseca: “Os mato como gallinas. / Dios me mira a los ojos. / Dios os está matando. / No apartéis la vista del poema”. Madre dice que: “Habéis inventado un idioma nuevo”. El mal no solo es la violencia, también la enfermedad: “Me instalo en tu cuerpo. / Me hago hueco en tu carne. /…/ Seré un ciervo sagrado al que querrás matar. / Te engancharán a una máquina / de acero. / Te inyectarán / venas de higos azules. / Te doleré. Te deprimirás. / Querrás deshacerte de mí / y pedirás ayuda a médicos / y pedirás ayuda a chamanes /…/ una leucemia blanca y luminosa”. Y, en general, la catástrofe: “Os he visto huir. Os he visto / temblar bajo la ola /…/ Dormid, hijos de Eva, / que yo velaré vuestro sueño eterno”.
La Redención llegará en el tercer acto. Ahora los hijos también interpelan al Padre: “Padre, ¿ve esta semilla? Aquí / entre mis manos hay tierra y agua. / Padre, inserte la semilla en la tierra”. Con un lenguaje onírico conectado con la fuerza expresiva lorquiana, se van repasando las culpas: “Madre, cuando no esteras, las almendras / seguirán con su movimiento hacia el día. / Y las mujeres parirán insomnes”. No es la única referencia, también hay ecos de Emily Dickinson actualizada: “Mirad a la cámara. Sonreíd. / Inmortalicemos este hueco / que pesa y tiene alas”; o de Gioconda Belli: “El jaguar viene de noche / y deja un rastro de selva en el poema”.
La sombra de la muerte se hace cada vez más presente, más amenazante: “El invierno es una luz cenicienta / sobre los pastos. / Un ángel de nieve en una lengua / que no cesa. El invierno vendrá / llevándose los frutos y su luz dorada. /…/ Así la nieve que no cesa. / Así la muerte”. No deja casi espacio a la esperanza: “Nuestro corazón palpita alrededor de esta noche / que nunca será nuestra”. En la poesía de Ángela Álvarez parece que será el poema el redentor, o al menos, una cura paliativa, pero también hay que desconfiar, porque “El poema no sabe dónde guarda / las células madre /…/ Este es el poema cero. / Tú lo habitas. / Tu carne es el poema”; “El poema es un abismo / de luz cuando la luz / es la pregunta”.
El tono de lamento, de oración es todo cuanto queda de esta tragedia que tanto se parece a todas las vidas humanas:
“Oh, padre. Hemos descendido
como flechas sin diana posible
/…/
Oh, madre, dadora de vida,
ayúdanos a nuestro tránsito
por ese valle de lágrimas.
Oh, madre, acógenos en tu seno y danos la palabra”
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