Vuelve Rosa García-Gasco a la poesía. Polifacética, estudió la religión y literatura griega en la Antigüedad Tardía, se decdica al teatro grecolatino, docente en estas materias y ha publicado poemas (Memoranda, 2019), novela (Tierra de reinas, 2018) y relato corto (Ciudad de niebla, 2015). Aprovecha el universo fascinante que ofrece el mundo clásico para sumergirse en los sentimientos y poder saltar de unos ambientes más íntimos a otros más amplios, siempre con una mirada poética constante: “Hay cosas que solo pueden sobrevivir desde una conciencia de pájaro”, dice en las páginas iniciales. Edgar Braga señala en el prólogo que su “poesía es un tránsito entre dos mundos. El material y el astral. El poeta, como un gato, aguza la mirada para poder habitar tierra y espacio”.
Tomar la mirada hacia el interior no siempre es sinónimo de queja o de timidez, también de ira y de orgullo: “Lo siento: / no sé hacer nada más que / afear consecuencias, / desconchar las paredes, / arrancar la piel al tiempo que se pierda” (Soy). El dormitorio de las golondrinas está poblado de presentes y de ausentes: “No sabes que están muertos. Te recuerdan / que una vez fuiste el fantasma /…/ Los ves hablando a solas con su sombra. / La chica guapa, reina de la fiesta, / lanzándole improperios a la báscula. / Al amante contrariado, vuelto / anónimo esqueleto de su torre. / Presos de sus errores, muertos-vivos” (Espectros). Así comprobamos que estamos condicionados por quienes estuvieron antes que nosotros y anuncian lo que podremos realizar y con qué deberemos cargar.
Hay una voluntad muy consciente de sobreponerse, de seguir en la lucha, con serenidad y determinación: “Detente, para / de oír la vida en bucle, / de masticar oxígeno, / de desear tu propio fin y tus gusanos”. A pesar de narrar sucesos terribles en estos versos:
“Tú me llevabas de la mano aquella noche,
pero se te quebró la lanza entre los dedos
Puede que afueras a ofrecerme para que la guardara en la buhardilla
como un candil
debajo de las fotos cenicientas.
Yo, a cambio, te daría
mi silencio de niña, los dientes apretados,
unas mejillas blancas
y un amor al abordaje.
Querías regalarme la luna
para tapar con ella tu silueta monstruosa,
señor de laberintos y de hachas.
Y yo, que no era nadie
-una niña, una sombra, pies inquietos
tal que la pólvora-,
y yo, que no tenía en mis entrañas el descaro
de una Afrodita Urania,
me quedé gris, transparente,
allí tendida,
en tu diván de aprisionar incautos
que devoran semillas porque aspiran a no ser más mostradas” (La noche en que se quebró la luna)
El poema que da título al libro es también un ejemplo de esa voluntad que navega entre la tempestad y la calma: “El espejo está agrietado de mil rostros. / Filomena, era una huida que no acaba, / y tras ella, la jauría deseosa / de llevarse el último jirón de voz que guarda / en su túnica cosida / de silencio viejo, / ruiseñor dormido” (El dormitorio de las golondrinas).
Pasa, Rosa García-Gasco, por los momentos de nostalgia, como el verano de Danza Invisible “Te quise mucho porque habría que quererse”. Y es consciente, dolorosamente consciente de unos sentimientos que pasaron y que todavía se ciernen en el porvenir: “Esto sería. Luego / eones de negror. Al otro lado, / no sé si renacerás…” (No sé si renacerás). Hay un poso de amargura infiltrado entre los versos: “Voy a masticarnos, esta noche a todos. / Unos pocos, solo, / elegirán, al fin cómo morirse” (La noche tiene dientes); “Debajo de la cama hay una sombra / que llora con tu cara / dormida, prófuga, huidiza” (A una habitación de hotel).
Sin embargo, la experiencia de los poemas de El dormitorio de las golondrinas responden de manera lírica a un proceso que no acaba, que se lanza hacia el futuro con el coraje de quien ha sufrido y mira la injusticia: “Pienso guiarte con mis pasos donde / se nos olvide que otros se lo pierden / -empeñados en los rostros serios / y en las alarmas puntuales-: / digo el asombro, la alegría, el loco / placer de andar ganando las batallas /…/ Y solo cuando vuelvas sola, / voy a soltarte. Remontarás entonces” (Más feliz, más alta, más lejana). Una postura de emoción compartida, de lucha común: “Te presto mi garganta para que resurjas, / te presto el agua cuando estés sedienta” (Resurges). Tanto como con el ejemplo: “Pero yo era yo más alto que los montes. / Usé la tierra para apuntalar, / las lágrimas para regarme las raíces” (Gigante).
El último poema es un extraordinario ejemplo del espíritu del libro, al que volveremos a menudo:
“Esto querrás que permanezca
cuando se quiebre el filo de los siglos
/…/
No morirás del todo, ni tu esencia.
Tu voz, tu cuerpo, tu memoria
hecha de letras y de versos
se la vetó a la muerte. Irá creciendo
tu nombre al sonar de los aplausos
/…/
Puedes ser inmortal, te lo aseguro, mientras recuerdes la erupción de Tera,
el año sin verano en lagos suizos.
Mientras que guarde Roma en sus tejados
el rojo del tramonto, y aunque uno,
tan solo uno,
se acuerde de tu nombre como bronce” (Exegi monumentum aera perennius)
Un libro precioso que llega a lo hondo... feliz de haber podido compartir versos contigo en el Museo de San Isidro en un día tan especial como el 23 de abril con " El hilo infinito" que nos regaló la SEEC de Madrid... Ojalá volvamos a coincidir! Un abrazo, Maru Bernal, " No todos volvimos de Troya".
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