“Y no existe nada más explícito que lo abstracto” (En la noche oscura del alma)
Esta nueva entrega de Abel Santos lleva el prólogo de Manuel López Azorín, que resume la actitud básica, son “poemas de una serena superación”. Abel Santos, fiel a su honestidad radical, abandona la estética del perdedor para una nueva esperanza. Seguirá otro desvío dentro de su realismo bastardo. Este es, como dice la primera sección, El siguiente paso. La bella lejanía es un libro de progreso personal tras momentos muy duros: “Es la caída / el último recuerdo / de un ángel” (Vete a llorar a otro lado). El poeta defiende una determinación firme: “La depresión ya no entrará en la casa de nadie, / pero la han visto llorar preguntando por mí” (Ven a salvarme).
Como en cualquier duelo, hay momentos de añoranza: “Nunca me faltó de nada / antes de tenerlo todo. // Yo / no estoy aquí / para esperar / el momento / de mi muerte” (Un día como hoy). Combina la serenidad con fiereza en los versos: “Tú te emborrachabas entre sus brazos, / pero ni ella ni nadie fueron nunca el amor de tu vida /…/ Sí, mi Dios, pero me voy; / he de hacerme cargo de mi luz: la melancolía / es una grieta de paz en la tristeza” (Tú te emborrachabas entre sus brazos). E, incluso en esos momentos de debilidad, hay donde recurrir. En primer lugar a la poesía: “Prefiero / esperar a la inspiración / que espera al camello” (Terapia).
La segunda razón, como alaba en Las mejores vistas, es su hijo: “Mi hijo duerme tranquilo. / Soy el guardián del más hermoso poema” (Salir de la nada). Así, este poemario va navegando entre la sanación que supone la poesía (“El oficio de conserje / es el escondite perfecto para un poeta”, Parece ser que has llegado al final) y la esperanza de ser padre. De este modo, cuando Abel Santos hace balance lúcido de estos últimos años dice “Revisa tus recurso y afirma / que fuiste un hombre / amado por la mujer de sus sueños / y que a la dura caída / te tendieron la mano / valerosos versos y enemigos” (No conoces mejor vino que tu sangre); “Y en nuestro prolongado sufrimiento, / para que el vacío no nos hiera, // sabiamente lo que creemos subestimar // la lucidez / del sueño / que nos crea” (Más de lo que imaginas). Este sería El siguiente paso.
Tiene el poeta el valor de poner negro sobre blanco los peligros: “La soledad es adictiva, / cuando llega a ese punto extraño /…/ donde nadie más / –tan solo yo, me digo–/ me hará pagar, con mi propia vida, / para seguir vivo” (Lo dejaste todo para seguir vivo); “Hacía tanto tiempo / que no era tan feliz. // Pero ya no hay nadie. / Solo en la lluvia / con su nombre dentro” (La lluvia con su nombre dentro); “Cuando a pesar / de hacer siempre lo correcto / quieren tentarme los viejos demonios / de la borrachera o del suicidio, / yo tengo (como los animales y los locos)/ un refugio, mental y físico, / donde la libertad acaba saliendo / y pienso en los ojos / con los que me mira mi hijo /…/ Él está feliz, me digo, / con la persona que eres” (La libertad acaba saliendo). Son los demonios que acompañan, parecen haber sido la identidad de uno, pero solo son los peligros que se pueden evitar: “Yo sé / por experiencia / que a veces uno necesita / desahogarse. / y no quitarse / de en medio, / ahogarse / hasta la muerte” (La bella lejanía).
La sección que lleva el título del volumen, La bella lejanía, habla de la necesidad de poner distancia y reconoce que es una medicina imprescindible: “Pero las alas de aquel dulce ángel / son ahora a tu espalda del recuerdo, / cadenas de castigo y de basalto” (Este nunca fue mi sueño). Es duro, por eso el poeta se centra en una especie de carpe diem: “Yo no creo en el futuro / Yo creo ahora” (Este hermoso punto de no retorno). Asume una actitud casi estoica dentro de su trabajo de conserje poeta, de hombre desterrado y padre orgulloso: “Solo el ego –comprendí– nace y muere” (En otro año); “Recordar el pasado es triste y causa daño, / pero más triste es no recordarlo / o no hacerlo nunca realidad, / no tener el coraje de haberlo vivido” (Ella dijo sí); “Todo se pasa, corazón roto, todo se pasa. / Y enciendo un cigarrillo, por no gritar” (El hombre más poderoso sobre la tierra).
Un duro trabajo para llegar, no a un destino, sino para dar El siguiente paso: “pero nunca / alcanzarás la libertad / si desprecias ahora / todo aquello // que un día amaste” (Destino). Abel Santos sabe que su poesía es útil, que es solvente y directo, “Yo nunca hago poesía / para demostrar nada” (Dentro de cien años). Tiene la suficiente valentía para enfrentar en sus poemas los momentos duros (“¿Cuánto tarda una promesa rota / en conocer a un corazón que se parte?”, Billete agotado) y para mirarse en el espejo y decirse la verdad a sí mismo, sin fantasmas: “Soy un tipo / afortunado. / Pude estar mucho mejor; / y también puedo / estar todavía peor / en la vida” (Apágame la luz esta noche).
Un poemario, duro, sincero, verdad. Con versos que buscan destilar lo que la lucidez extrae del océano de sentimientos, llenos de vaivenes, de olas y mareas. Poemas los de La bella lejanía que transitan de la tristeza a la esperanza, sin negociaciones tramposas, con el tono confesional de una madurez en el fuego de un cigarrillo.
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