Jeymer Gamboa es diseñador, editor y poeta. Entre su producción destacamos Días ordinarios, Nuestra película de vacaciones, Un proyecto de futuro y El desplazamiento circunstancial. Este poemario parte de una situación muy concreta: “Por distintas circunstancias tuve que alojar en mi casa durante tres meses el jardín de infancia al que asiste mi hijo (...) Esos días de kínder en casa fueron felices, tiernos y, cómo no, de aprendizaje. Por fin terminé de completar mi educación superior”. Recuerda al planteamiento de La escuela, el castillo de Tamara Doménech, también publicado entre nosotros por Liliputienses.
La experiencia con niños del jardín de infancia le permite analizar cómo se construye el conocimiento y cómo se valora la poesía y el arte: “Manchas salvajes y rayos hechos con colores intensos. Me causaban mucha intriga. Como si contuvieran algún tipo de mensaje secreto o misterio que yo debía descifrar. Si nos atendemos a lo que dice Walter Benjamin, esto es un fallo de mi mirada adulta”. El propio autor lo confirma: “estar cerca de la infancia es una forma de preguntarse qué es lo importante”.
En el volumen encontramos las reflexiones en primera persona (“Me pueden confundir sus voces, pero no su llanto”) y otras joyas encontradas como “Vamos a comer, ya se puso contento el arroz” y otros aforismos oídos en el kínder: “Los huevos del supermercado son parecidos a los huevos que ponen las gallinas”; “Tata lee un libro con letras y yo leo un libro con gatos”…
El resultado es muy revelador: “Qué hermoso regalo me había ofrecido mi hijo y al inicio no supe verlo. Me sentí fatal de mi primera reacción. Yo tan estudioso de la vanguardia artística, los dadaístas, Gurdjieff y todo eso, y me ofuscaba porque mi hijo de dos años se metía un hipopótamo en el zapato” (Un hipopótamo en el zapato).
La segunda parte es una retrospectiva, una especie de diario del embarazo junto a cartas al futuro bebé: “Cuando me enteré de que iba a ser papá (...) sentí que me habían instalado un chip en el cerebro (...) Tampoco te da ninguna herramienta para darle contención a la persona que eras antes de ser padre, mejor dicho, para despedirse de esa persona, para hacer ese duelo” (Pestañas). Además de las dudas, las incertidumbres y los miedos típicos que hemos sentido los que hemos sido padres (“Nos preguntamos cómo escucharás todo esto desde allá dentro. Nuestras rocas y las maravillas de la gata. La lluvia y la música de esta época”, 16 de junio), tenemos aquí un libro precioso, lleno de ternura y algo de ingenuidad. No puedo dejar de coincidir con algunas anotaciones especialmente: “Estos ocho meses han pasado rápido y lento. De las dos formas” (29 de agosto); “Naciste hoy (...) y aquí estamos en la casa, sin saber qué hacer” (25 de setiembre).
Jeymer Gamboa tiene la sensibilidad de detenerse y no arrastrarse por lo convencional: “No sé por qué los padres siempre tenemos mucha urgencia por escuchar las primeras palabras de nuestros hijos cuando lo maravilloso son los sonidos que anteceden a estas primeras palabras” (26 de octubre). Estos son los momentos del asombro: “Estoy muy asombrado de mirarte la manita por primera vez. Parece que te demanda un esfuerzo enorme. Al final, cuando juntas el pulgar con el índice, como si agarraras por el tallo una flor invisible, terminarás en llanto” (1 de diciembre); “Resultó que el fisioterapeuta también es cellista como tu madre. Le dijo que había que mover los dedos sobre tu cuello como un vibrato” (26 de diciembre). No quiero privarme de la sonrisa cómplice recordando esos momentos de debut como padre.
La última parte, titulada Los poemas cortos, van desgranando anécdotas: “El primer chiste de Florián. Ahí viene de nuevo: Tata, ¿me ponés alcanzar la luna? y su sonrisa es del tamaño de la luna” (El primer chiste que contó Florián); “Cuando estabas recién nacido / tu madre decía que tu llanto / sonaba como una impresora” (La paternidad me devolvió a los poemas cortos). Y así nos damos cuenta y disfrutamos de la capacidad, no solo poética, sino metafísica que podemos aprender de nuestros hijos pequeños: “Los juguetes que compuso para su hijo / en realidad los compuso para mí (...) Mi hijo pregunta: cuando vos eras un bebé, / ¿yo era el que te cuidaba?”; “En el rincón de lirios amarillos / la luz quedó atrapada en una telaraña” (Ventana de la cocina). Un ejemplo precioso es cualquier conversación que remata con una pregunta que desarma: “¿Qué estás escribiendo? / Escribo sobre cosas que irradiaban belleza y dolor / al mismo tiempo. / ¿Son cosas raras? / Tienen ese tipo de luz. / ¿Por qué se llama cuaderno?”.
Jardín es un libro de poemas que sorprenden por su original rotundidad, por la belleza prestada de las voces de quienes todavía no han sido domesticados por lo convencional, lejos de teorizaciones y de rigideces académicas. Así debería ser siempre el poema.
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