miércoles, 10 de diciembre de 2025

Reseña de Julia Bellido: ‘Flor de calabaza’. La Garúa Poesía. Haiku, 2025

 Flor de calabaza – La Garúa


Julia Bellido pertenece a esa estirpe mínima y luminosa de obras que no buscan deslumbrar, aunque lo hacen, sino afinar la mirada del lector hasta convertirla en un temblor. Ofrece un canto a lo esencial, a la delicadeza que se esconde en los repliegues de la naturaleza, en lo que parece apenas un gesto, un parpadeo, un destello. Desde el inicio, el libro se abre como una jaula suspendida entre dos mundos: el de lo cotidiano y el de lo prodigioso. Y lo hace con un poema que ya define una poética de la suspensión, de aquello que cae y no cae, que vive en el umbral: “Una jaula de mimbre / amarrada a un cordel. / Cuelga del techo / asomado al abismo / un pajarillo verde”. En estos versos, el milagro es pequeño pero suficiente: un pajarillo verde que no escapa de la jaula porque quizá la verdadera libertad no está en el vuelo, sino en la mirada que lo contempla. Bellido invita a observar el instante con una mezcla de ternura y vértigo, como si el mundo fuese siempre un borde que se asoma al abismo.

La autora continúa su diálogo con la luz, la forma y el desprendimiento en otro de los poemas más emblemáticos del libro, dedicado a la flor que da título a la obra: “Un sol vencido / ardiente y arrugado. / Es su envoltura / una estrella naranja / cerrada en la mañana”. Aquí, la flor se vuelve astro fatigado, un sol minimizado que conserva su dignidad en la intimidad del huerto. La imagen logra una alquimia particular: lo vegetal se eleva, lo celeste se humaniza, y el lector descubre que el mundo —cualquier mundo— cabe en una flor si la mirada es la adecuada. Ese diálogo entre lo que se ve fuera y lo que se siente dentro se hace todavía más explícito en un haiku de una sencillez conmovedora: “En el pinsapo / un petirrojo canta / lo que yo siento”. El canto del petirrojo es el de la poeta, pero también el del lector que reconoce, sin necesidad de explicación, que hay momentos en que un pájaro basta para relevarnos de hablar. Julia Bellido sabe escuchar y, sobre todo, sabe traducir ese silencio que canta.

El libro está recorrido por estaciones, y cada una de ellas despliega su propio lenguaje. La luz se convierte en un animal que merodea, que se deshace o se condensa según el ánimo del paisaje. En uno de los poemas más delicados que recogen la transición entre sombra y claridad, leemos: “Ya está la luz / entre las hojas pardas. / En el estanque / se deshace la sombra / en pequeñas tinieblas”. Aquí la sombra no desaparece, sino que se fragmenta, como si la luz no conquistara del todo su territorio. La poeta observa, no narra: registra un fenómeno mínimo con la precisión de quien sabe que la belleza verdadera vive en esa “pequeña tiniebla” que se resiste a morir.

La primavera llega en un suspiro blanco, perfumado, como quien abre una ventana en medio de un sueño: “Primavera temprana. / Flores de limonero / vieran las calles”. Las calles, humanizadas, son testigos mudos de la estación. Este poema contiene la impresión de una ciudad que despierta suavemente, no con estruendo, sino con el aroma fresco del limonero. En Bellido, la primavera no irrumpe: se deja caer. En contraste, el verano aparece insinuado como un territorio de brillo que no se derrite: “Cordilleras de sal / un relumbre de nieve / que no se funde”. La imagen convierte lo cotidiano —la sal— en paisaje alpino, y al lector le basta un solo verso para sentir en los labios ese tacto mineral, esa blancura calcinada por el sol. Lo que no se funde no es solo la sal: es la memoria del verano, su persistencia. El otoño llega con un ritmo más marcado, una música líquida que la poeta recoge con emoción contenida: “Llegó el otoño: / tamborilea la lluvia. / Caen diamantes / donde fluye el arroyo / y se entristece el chopo”. Aquí, Julia Bellido no teme la imagen intensa: la lluvia no son gotas, sino diamantes; el árbol no es sólo árbol, sino un ser que se entristece. La estación se hace melancolía activa, un rumor que cala pero no hiere. El otoño, para la autora, es una vibración. El campo vuelve a ser escenario emocional en otro haiku de una pureza rotunda: “Es otoño en el campo. / Flor de algodón: / nieve mansa que brota”. La imagen del algodón como nieve que nace invita a repensar la estación, a mirarla no desde la pérdida de hojas sino desde su capacidad de dar vida.

El invierno, por su parte, irrumpe como un golpe seco: “El invierno aparece / golpeando el cristal / como un guijarro”. Pocas imágenes transmiten tan bien la brusquedad fría del invierno. La estación entra sin ceremonias, como quien reclama su sitio golpeando la ventana. Y no tarda en llegar la bruma, esa aliada del silencio: “Densa neblina / en la linde del bosque. / Hierba silvestre. / Las lágrimas del pino / precursoras de lluvia”. La neblina vela el paisaje, pero no lo anula. La poeta revela la ternura del árbol que llora antes de la lluvia; hay en estos versos una suerte de empatía vegetal que convierte el entorno en un ser vivo capaz de anticipar lo que viene.

En otro momento, Bellido dirige la mirada al romero, a su quietud perfumada movida solo por la respiración del aire: “El aire mece / las flores del romero / Junto al olivo / un velo nebuloso / de espejismo y de sombra”. Este poema es casi táctil: el lector puede imaginar la textura del romero, la sombra del olivo, ese velo que no oculta, sino que suaviza. El paisaje andaluz, depurado y exacto, se vuelve escenario íntimo. La relación entre mirada y naturaleza regresa con nuevos matices en poemas como: “Vibran las hojas / de los plateados olmos; / mis ojos tiemblan”. El temblor es compartido; el lector advierte que en Flor de calabaza lo que se mueve fuera inevitablemente mueve algo dentro.

Cuando cae la noche, la poeta abraza el lenguaje más expresivo y simbólico: “La noche cae / como un cuenco volcado de tinta espesa. / La oscuridad me escribe / sin pensar en el alba”. Este poema es uno de los más intensos de la obra. Es la noche la que escribe, no la poeta: la oscuridad se convierte en sujeto creador, en una mano que deja su marca sin esperar la luz. La presencia del otro —ese tú silencioso que acompaña el libro desde la sombra— aparece en un verso mínimo y perfecto: “El sol en la arboleda / y el rumor de tus pasos: / todo sucede”. Ese “todo sucede” podría ser la clave del libro. En tres palabras, la autora sintetiza la filosofía de su escritura: la vida entera cabe en un instante si ese instante está habitado por la presencia amada o por la belleza.

Hay también poemas de introspección directa, de una lucidez que se condensa como la luz misma: “Luz apretada / de la tarde de abril; / me miro adentro. / Más rotunda de golpe / me parece la vida”. Aquí la poeta se vuelve testigo de sí misma. La luz no solo ilumina: revela. Y esa revelación tiene la fuerza de lo repentino. Otro de los momentos más alegres del libro se presenta casi como un guiño al lector: “Requiebra el viento. / Al doblar esta esquina / me espera el sol”. Este poema es una celebración del instante feliz, ese que llega sin avisar, que rompe la sombra con la calidez inesperada del sol en una esquina cualquiera.

Finalmente, el libro cierra —o quizá abre— con la imagen más íntima, la de un postigo que se abre a la noche y al misterio: “Postigo abierto: / un destello amarillo. / En la ventana / brilla el pico del mirlo / a la luz de la luna”. El mirlo, con su pico amarillo, es como un signo mínimo que deslumbra en medio del silencio. La escena tiene algo de epifanía doméstica, de revelación suave, y quizá por eso Bellido decide terminar aquí: en la intuición de que todo lo que buscamos está a veces quieto, posado, iluminado apenas por la luna.

Leer Flor de calabaza es adentrarse en un paisaje que respira a la vez fuera y dentro del lector. Julia Bellido compone sus haikus con una mezcla de exactitud y asombro, con una sensibilidad que no teme la metáfora ni el silencio. Su lenguaje es un susurro que se afila; una caricia que, al mismo tiempo, revela. La naturaleza no es aquí un decorado, sino un interlocutor: cada flor, cada estación, cada sombra tiene una voz que la poeta escucha y traduce con fidelidad emocionada. Este libro recuerda que lo pequeño importa, que basta un olmo tembloroso o el pico de un mirlo para comprender la hondura del mundo. Julia Bellido escribe desde la frontera exacta entre lo visible y lo sentido, y en esa frontera encuentra no solo belleza, sino también verdad. Flor de calabaza es, así, un testimonio de la luz que persiste, de la sombra que se fragmenta, de la música que sobrevive en un petirrojo. Es un libro que no se termina: se queda. Y vuelve. Y cada regreso es una forma distinta de nombrar la vida.

miércoles, 3 de diciembre de 2025

Reseña de Lolbé González: ‘Malos entendidos’. Editorial liliputienses. 2025

Librario íntimo: Malos entendidos 


En el mapa literario hispanoamericano al que nos acerca Liliputienses surgen voces que no solo narran, sino que excavan. Voces que convierten la intimidad en un territorio vasto y compartido, y el lenguaje, en un instrumento de precisión quirúrgica para diseccionar la experiencia humana. Una de estas voces, emergente y potente, es la de Lolbé González. Procedente de  Mérida (Yucatán, México), cuenta con Aproximaciones sucesivas (2024) y Quiscalus Mexicanus (2022), Lolbé González construye un universo donde lo no dicho, lo mal interpretado y lo dolorosamente silenciado adquieren una elocuencia desgarradora. Su escritura se presenta, desde el primer momento, como un estudio de caso de la feminidad contemporánea. No un estudio clínico, sino uno visceral, poético, que parte de la autobiografía para alcanzar una verdad universal. Los fragmentos que sirven de preámbulo a este viaje son como jirones de un diario confesional, instantes de lucidez que iluminan la construcción de una identidad bajo el peso de mandatos y violencias sutiles.

He aquí un manifiesto de autenticidad: "Cuando el maestro se fue descubrí que no me gustaba actuar. No soportaba decir diálogos felices. La mentira cuando no es por gusto, asfixia". El rechazo a los "diálogos felices" impuestos es el primer paso hacia una voz propia, una que se niega a asfixiarse en la ficción de una felicidad decorativa. Esta búsqueda de lo real se enlaza con una de las imágenes más poderosas de su poética: "La pasión amorosa y la violencia duermen en habitaciones distintas de la misma casa. En esa casa no hay puertas". La metáfora es perfecta y aterradora. La casa, ese símbolo del yo, de la intimidad, carece de divisiones seguras. El deseo y el peligro cohabitan en una proximidad inevitable, un recordatorio constante de la delgada línea que, en las relaciones, puede separar el arrebato de la posesión, la entrega de la vulnerabilidad. Esta idea de la construcción identitaria a través del otro, específicamente del masculino, se explicita con una referencia tan culturalmente cargada como inquietante: "Él dijo mi nombre, entonces existí. Lo mismo que pinocho en el tránsito de marioneta a niño de verdad. Fui de verdad en el trayecto de regreso de la excursión". La alusión a Pinocho es brillante y amarga. La mujer-marioneta que solo adquiere "realidad" a través de la palabra del hombre, una palabra que, como el hada azul, concede la vida pero la sujeta a una génesis externa.

Existir por decreto ajeno es una paradoja dolorosa que recorre todo el libro. Y este aprendizaje de la feminidad no está exento de una pedagogía represiva y contradictoria, encarnada en las figuras maternas y sociales: "Debes llegar sin mancha, nos decían (...) Había que encontrar la forma de decirle al deseo: alto ahí. Y luego, un día, ven acá. Como si fuéramos domadoras de circo o agentes de tránsito". La imagen de la domadora o la agente de tránsito del propio deseo sintetiza la esquizofrenia de una educación que enseña a reprimir para, luego, en el momento "oportuno", saber liberar. Un manual de instrucciones para un aparato cuyo funcionamiento nunca se explica. Y en el colmo de esta herencia envenenada, un coro unánime y desolador: "Alguien pidió que levantaran la mano aquellas de nosotras a las que su madre les hubiera dicho o insinuado que eran unas putas. Todas levantamos la mano". Este pasaje, de una crudeza monumental, actúa como un certificado de una herida colectiva. La sexualidad femenina, desde su germen, es criminalizada incluso en el seno del primer vínculo afectivo, creando una culpa original que todas, parece decir Lobé González, compartimos.

El núcleo del libro, Malos entendidos, profundiza en estas grietas de la comunicación y la identidad. La voz poética se desdobla, se observa, se interpela. Se define como una "casa desalojada adentro de una casa en ruinas", una imagen de una profunda desposesión interior, un yo vaciado dentro de una estructura que se desmorona. Y en este paisaje en ruinas, pululan los fantasmas: "se sabe que con los fantasmas no hay cosa mejor que ignorarlos. La involuntaria atención que de reojo le otorga el pensamiento es el material que constituye su corporeidad". El fantasma –de un amor, un error, un trauma– se alimenta de la mirada lateral, de la atención furtiva. González dota de una física concreta a lo intangible: el pensamiento como material constitutivo. Es una poeta de lo etéreo hecho sustancia.

Uno de los momentos más conmovedores del libro es el Comunicado urgente para la niña que fui, un poema que funciona como una carta de rescate dirigida al yo pasado. Es un acto de sanación a través de la palabra: "Eso que ahora piensas importantísimo, no es fundamental /.../ te lo voy a decir de una vez y sin rodeos: No eres la favorita /.../ No serás, te anticipo, reina del mundo / pero sí soberana en la decisión de qué ponerte cada día. / Puedes descansar / puedes parar de estar tan preocupada". La crudeza ("No eres la favorita") se mezcla con un consuelo profundo y liberador. La soberanía no está en reinar sobre el mundo, sino en la elección cotidiana, en el derecho al descanso y a la despreocupación. Es un mensaje de alivio contra la ansiedad de rendimiento y la búsqueda de validación externa.

La mirada sobre lo masculino es lúcida y compasiva a la vez, retratando una ambivalencia que huye del maniqueísmo: "Señores que te dicen 'claro que sí, preciosa' (...) señores que llevan un adolescente dentro que no sabe si tirar la piedra o salir corriendo /.../ Señores que con su deseo de las manos intermediadas pro preguntas de toda clase". El "señor" es a la vez condescendiente ("claro que sí, preciosa") e inseguro, un adolescente perpetuo atrapado entre la agresión y la huida. Su deseo es "intermediado", no directo, filtrado por preguntas y protocolos. No son monstruos, son hombres incompletos.

La independencia, conquistada a un alto precio, se celebra con un verso que es un suspiro de alivio y un lamento: "abrazo la espera / como a un milagro / esta habitación / propia / en la cosa más cara que pagué / y sigo pagando". La habitación propia, el símbolo por excelencia de la autonomía intelectual y emocional de la mujer gracias a Virginia Woolf, es aquí un milagro costoso, un bien por el que se sigue pagando. La libertad tiene una hipoteca emocional y vital. La poeta no elude lo material, lo prosaico, en contrapunto con lo sublime del verso y el amor: "Todo bien con los versos / y el amor, ese hueco / pero necesitamos comer / y caminar sin tropezones con las cosas". El "hueco" del amor contrasta con la necesidad concreta de comer y no tropezar. Es un recordatorio de que la poesía se escribe desde un cuerpo que habita un mundo de objetos. Las reflexiones sobre el amor y la maternidad simbólica son de una hondura desconcertante: "Nunca he parido un hijo / pero he sido un poco madre de todos mis amantes". Maternar a las parejas es otra queja: “cuando yo lo conocí / ese hombre no sabía mirar a los ojos”. Y sobre el amor como riesgo y lotería, pregunta con una lucidez que duele: "El amor, es, amiga, nuestra lotería: / y deseamos tanto/ a cada rato / el premio mayor / ¿cómo lo haremos para no / pagar con nuestra vida / por ese juego de azar?" La poeta se desmarca del "poema de amor" tradicional, declarando: "Nunca he escrito un poema de amor / sí sobre afectos deslavados / o despedidas anticipadas". Prefiere explorar los afectos "deslavados", aquellos a los que el tiempo o el desgaste les ha quitado el color, y las despedidas que comenzaron antes de que el otro se fuera.

En Lost and found, la frialdad como mecanismo de defensa se describe con precisión de entomóloga: "no queda más que recogerlo todo / desear que nadie lo recuerde / hacer como que nunca pasó // no sonreír / no llorar / reproducir el gesto de quien observa una cosa / sin familiaridad / un objeto que se le extravió a otra persona". El dolor se gestiona mediante la despersonalización, observando los hechos como si fueran un objeto ajeno. Es la coreografía del desapego. La añoranza de la versión idealizada del otro surge en un verso de una ternura devastadora: "a veces yo decía: últimamente me siento muy cansada / solo porque quería de vuelta esa versión de él / la del generoso nutricional / el sabio bueno de las frutas". La fatiga como eufemismo de la nostalgia de un cuidado que ya no existe. La metáfora del "generoso nutricional" es singular y poderosa. La dificultad de traducir el dolor al lenguaje queda plasmada en A chip on your shoulder: "Esta astilla en mi hombro se resiste a ser apalabrada y, sin embargo, hace un escándalo semejante al de aquel que saca la basura un jueves y desde la ventana observa cómo se la lleva un mendigo y a eso le llama generosidad". La astilla, la molestia persistente, no puede nombrarse, pero su ruido es comparable al de una falsa generosidad, al autoengaño de quien confunde deshacerse de algo con un acto de caridad.

La vulnerabilidad de la creación poética se expone sin tapujos: "El momento en el que un poema mío / es más torpe / es cuando recién se lo mostré a alguien / dudo entonces de todos mis poemas / un poco / cada vez que alguien los lee". El poema vive en la ambivalencia entre la necesidad de ser leído y el terror a la mirada ajena. La cotidianidad de la vida en pareja se captura en una coreografía precisa en One art: "la urgencia con la que un cuerpo busca otro cuerpo / con familiaridad / con un conocimiento que no para de adquirir precisión /.../ la coreografía después de cada almuerzo: / recoger los platos, limpiar la mesa, regresarlo / todo a su lugar". El deseo y la rutina se entrelazan. La "urgencia" del cuerpo convive con la coreografía doméstica, mostrando cómo el amor también anida en los gestos automatizados de lo diario.

El proceso de desaprender para aprender, de desarmar la propia narrativa, se compara con: "se parece a desaprender / un poco/ la propia lengua / para adentrarse en un nuevo idioma". Y, en un brillante pasaje en prosa que da título al libro, González redefine el "malentendido" no como un error, sino como una oportunidad: "Quiero pensar que toda confusión es un regalo en el sentido de una sorpresa. En el sentido del descubrimiento. En el sentido de, por lo menos, equivocarse de ventanilla otra vez, pero no por haber recurrido a la misma ventanilla de la ocasión pasada, sino porque la cosa a tramitar es de naturaleza tal que probablemente no exista alguna ventanilla en la que poder resolverse". El malentendido es un regalo, un callejón sin salida que, al no ofrecer solución, nos obliga a replantearnos la naturaleza misma del problema. Es la aceptación de que hay trámites para los que no hay ventanilla, dolores para los que no hay formulario.

La última sección, Toda la sal, aborda el proceso de sanar, de extraer el dolor acumulado. Es un viaje a las profundidades: "para extraer tanta sal / habrá que ir a lo oscuro / hacia abajo / con ciertos apuntalamientos / evitar el derrumbe / adivinar las fisuras" (Algunas formas de extracción de la sal). La sal, símbolo de la sabiduría dura, de la cura y de la corrosión, debe ser extraída con cuidado, con andamios, como una operación de minería en la psique. La conciencia de la toxicidad es aguda: "Lo que sí sabemos es esto: / la toxicidad depende siempre de la dosis / el tamaño del sapo y la pedrada / la diferencia es mucha o toda". Todo puede ser veneno según la medida y la vulnerabilidad de quien lo recibe. Frente a esta complejidad, a veces la única acción segura es la más básica: "Quizás tomar agua sea lo único que puede hacerse / con la garantía de no provocar destrucción // no sé si tengo sed / pero me aferro a la inocuidad / de todo lo demás dudo" (El mecanismo de la sed).

Se aferra a la acción inocua en un mundo de decisiones potencialmente dañinas. Y, en un cierre perfecto, Pulmonata[1] nos muestra que el aprendizaje nunca es lineal ni total: "Quisiera decir que ese día aprendí / pero todavía hay ocasiones / en las que la realidad / con la belleza y el horror de sus movimientos / me atrapa con el frasco de sal en la mano". A pesar del trabajo de extracción, la realidad, en su belleza y horror impredecibles, nos sorprende aún con el frasco de sal en la mano, listos para sazonar la herida o para verla arder. No hay lección definitiva, solo la disposición a ser sorprendida, una y otra vez, por el escozor de vivir.

 Malos entendidos de Lolbé González es, en definitiva, un libro duro. Una obra que habla desde una honestidad feroz y una sensibilidad exquisita para cartografiar los paisajes interiores del deseo, el dolor, la construcción de la identidad femenina y los vericuetos del lenguaje. No ofrece consuelos fáciles, pero sí la compañía de una voz que ha mirado de frente a la confusión y ha encontrado en ella, no un fracaso, sino la materia prima de un arte profundamente conmovedor y verdadero.



[1] Caracoles y babosas

miércoles, 26 de noviembre de 2025

Reseña de Carmen Canet: ‘Telegramas’. Libros del Aire. 2025

Telegramas - Libros del Aire 


La figura de Carmen Canet en el mundo del aforismo  es importante. Ahí están sus Cipselas  (Polibea, 2022), Monodosis (Trea, 2021), Legere eligere (Cypress /Apeadero de Aforistas, 2021), Olas (Isla de Siltolá, 2020), Malabarismos (Valparaíso, 2016), Luciérnagas (Renacimiento, 2018). Junto a Ricardo Virtanen, Interruptores. Breviario de luces y sombras (Sonámbulos, 2022) y, con Javier Bozalongo, Cóncavo y Convexo (Esdrújula, 2019). Además de su labor como estudiosa y divulgadora del género breve. Ahora, en Telegramas, Carmen Canet confirma su maestría cuando cada frase es una ventana a la reflexión, al humor y a la emoción. Sus telegramas no son simples destellos intelectuales: son fragmentos de vida condensados, pequeñas piezas de sabiduría que oscilan entre la ironía y la ternura, la lucidez y la crítica social. Canet pertenece a esa estirpe de autores que, como Montaigne, Claribel Alegría o Martín Gaite —referencias explícitas en el libro, junto a Lope de Vega, Margarite Duras, Gil de Biedma, Víctor Manuel o Groucho Marx— hacen del pensamiento un ejercicio de intimidad compartida.

Desde el inicio, la autora revela una mirada lúcida sobre el mundo contemporáneo: “Están ocurriendo hechos en la Historia que nos acercan a la Prehistoria”. Con esta sentencia, Canet sintetiza el retroceso ético y cultural de nuestro tiempo, denunciando con ironía la paradoja del progreso. La crítica social atraviesa buena parte del libro, pero siempre con el tono sutil y la agudeza de quien observa más que sermonea. Su inteligencia se manifiesta en la capacidad de convertir una intuición en pensamiento y una observación cotidiana en revelación. La escritora despliega una ironía elegante, perceptible en aforismos como “Hay personas a las que les confías un problema y en vez de quitarle hierro, lo oxidan” o “«Si Dios quiere»: qué mala costumbre la de poner nuestro destino en manos de un desconocido”. En ellos, Canet combina humor y crítica, desenmascarando costumbres sociales, creencias heredadas y comportamientos humanos con una sonrisa cómplice. La ironía, en su obra, no hiere: ilumina. Su tono recuerda al de los moralistas franceses, pero con una voz contemporánea, femenina y mediterránea. Advierte del peligro “Cuando cargamos la tinta y no es sobre el papel” o el de  “Banalizar lo que no tiene solución es un logro”. Un conocimiento profundo del ser humano se percibe en muchos aforismos: “La conciencia de la edad. La consciencia del tiempo. La ciencia de vivir y sobrevivir”.

Otro de los ejes temáticos de Telegramas es la reflexión sobre la escritura y la lectura como formas de conocimiento y supervivencia. Canet afirma que “Escribir es leerse”, y con ello condensa la esencia autorreflexiva de la creación literaria: escribir no es sólo producir palabras, sino encontrarse en ellas. En otro momento añade: “Escribir es tener la necesidad de hablar en silencio. Lo mismo pasa con la lectura”. Ambas sentencias establecen una poética íntima en la que el lenguaje es refugio y espejo. La lectura, dice, “es la amante cómplice de nuestra soledad”, una definición que condensa la pasión y la complicidad que la autora establece con sus lectores. Otros aforismos, como en Legere, eligere: “La genialidad de algunas novelas es que en la primera página te adelantan el final (parece que hacen spoiler) y consiguen ser las más intrigantes”; “La intertextualidad bien llevada es enriquecedora tanto para el lector ávido como para cualquier lector”.

El lenguaje, para Canet, es un territorio de exploración filosófica. En “Cicatriz: escritura en la piel” convierte una metáfora visual en una verdad existencial. Cuando sentencia que “La reflexión es un método de conocimiento y a la vez de extrañamiento” nos acerca a ese momento del conocimiento en el que la razón parece contradecirse con la vida cotidiana. En “El imperativo es un mal modo y tiene malos modos” juega con la gramática para ironizar sobre el poder, demostrando que el lenguaje no sólo comunica, sino que también manda, somete o libera. Esta dimensión metalingüística se refuerza con la idea de que “Los aforismos suelen ser retratos sociales. Espejos en donde te reconoces”. La autora concibe el aforismo como una forma de autorretrato colectivo, donde lo personal y lo social se entrelazan en la brevedad de una frase: “La vida es como un poema sin medida, tiene mucho rito y está en suspensión continua. Y no rima casi nunca”. Otros aforismos con carga antropológica pueden ser: “Suele ocurrir que algunas personas cuando se alaba a alguien, comienza a alabarse de ese halago”; “Hay rostros que son un discurso”. Incluso retratos te tipos humanos como: “Era una mujer constante y sonante”;  “El mentiroso miente al prójimo como a sí mismo”; “Escribía con palabras de ciudad asfaltada”. En suma, “A veces reinamos demasiado en las cosas. Y no tenemos sangre azul”.

La escritora también aborda la condición humana con delicadeza y profundidad. “Cuando no tropezamos con los pies, sino con la cabeza” sintetiza la dimensión simbólica del error: no sólo caemos físicamente, sino también intelectualmente. En “El tiempo no lo cura todo, pero se acostumbra”, Canet explora la resignación como forma de adaptación.  ¡Cuánta lucidez al afirmar que “Qué diferencia entre los roces del comienzo de una relación y las roazaduras de cuando finalizan”! Y cuando escribe “Las metas son nuevos puntos de partida”, subraya la circularidad de la existencia, el movimiento perpetuo entre deseo y logro. En su mirada, la vida no se detiene: se repiensa. Nos previene de algunas personas y aclara que “A veces sucede que gusta más la manera de callarse de alguien que su manera de hablar”. También es cierto que “Las bocas dialogantes conversan mejor con otros labios”, mientras que en otras ocasiones encontramos a alguien que “Escribía de lo que no quería hablar”.

La precisión verbal es uno de los rasgos más destacables de su estilo. “La precisión es fundamental en el aforismo. También precisa de la intuición. Y de la razón y el corazón”, afirma ella misma, sintetizando su poética. Cada palabra es elegida con la exactitud de quien sabe que la brevedad no permite errores. En sus textos no sobra ni una coma: el ritmo, la cadencia y la sonoridad contribuyen a la eficacia del pensamiento. Canet domina la paradoja, el contraste y la antítesis, como en “Las minorías inmensas. Las mayorías intensas”, donde el juego de opuestos desvela una reflexión sobre identidad y pertenencia. En el plano técnico, Canet emplea recursos como la metáfora, la antítesis, la polisemia y la elipsis. Cada aforismo funciona como un mecanismo poético que condensa significados múltiples: “No olvidaba mal” es un buen ejemplo de esta sutileza. Algunos títulos o términos, como “Anacronismo: tirar de la cadena es una metonimia en desuso”, muestran su gusto por el juego lingüístico y la cultura, mientras que otros, como “El aforismo se mece entre la mediatez y la inmediatez, entre el genio y el ingenio, entre la luz y la sombra, entre la licencia y la norma”, constituyen verdaderos manifiestos sobre el género. Canet se autodefine como artesana del pensamiento breve: “El aforismo no es un camino ancho, es un camino estrecho que nuestra mente ensancha”.

 

Su sensibilidad poética se percibe en imágenes como “La noche venciéndose y venciéndome. El día prende y me enciende” o “Hay caricias que te alejan de los inviernos”. Aquí el lirismo aflora con naturalidad, sin artificio, fundiendo emoción y pensamiento: “El olvido: ardiendo lo ardido” o “El viento de la vida no solo desordena el cabello”. En otros casos, la ternura se mezcla con el humor, como en “Hasta las malas personas enseñan (a no ser como ellas)”, donde la sabiduría popular adquiere un matiz ético. Otros ejemplos pueden ser  “Hay sujetos que no merecen tener ni predicado”.

En el cierre de Telegramas, la autora resume su poética vital y literaria: “El aforismo es nuestro cómplice: suspende el tiempo y aprueba la vida” y “El aforismo es razón y piel”. Estas afirmaciones condensan la esencia de su escritura: una mezcla de intelecto y emoción, de razón lúcida y sensibilidad abierta. Canet no pretende sentar cátedra, sino compartir una forma de mirar. Sus aforismos invitan a detenerse, a pensar y, sobre todo, a sentir. Telegramas es una obra luminosa que demuestra que la brevedad puede contener el universo. En apenas unas líneas, Carmen Canet logra unir pensamiento y poesía, crítica y ternura, risa y melancolía. Cada aforismo es una chispa que ilumina lo cotidiano. Leerla es reconocerse, porque como ella misma afirma: “El aforismo no es un invierno frío, es un invierno hospitalario”.