miércoles, 18 de septiembre de 2024

Reseña de María Paz Otero: ‘Los atormentados’. Adonáis. Ediciones Rialp 2024

 LOS ATORMENTADOS - MARIA PAZ OTERO - 9788432166730


Después de Premio Nimiedades (2021) llega con el premio Adonáis, 2023, Los atormentados. También este mismo año ha publicado María Paz Otero A la tarde (2024). El que nos ocupa es un libro singular que trata de poner en versos el sufrimiento encontrado en su experiencia como psiquiatra residente. Es una forma, como dice el título de su primera parte, de Hablar de lo extraño: “No hay comprensión posible para los Atormentados, / o quizás ellos se entienden unos a otros / y sea el lenguaje suyo aquel que guarda la clave /…/ Me aproximo a ellos con cuidado /…/ Aman, olvidan, sufren Hablan poco, pero creo que comprenden / más que el resto. Escuchan más o acaso lo correcto, entienden / la importancia del silencio” (Los Atormentados). El estilo, como en Nimiedades, está muy cerca de lo coloquial y de lo íntimo, de lo preciso a veces y de lo narrativo en otras. Es extraordinariamente musical en verso blanco y libre. Prima, sobre todo, la contención emocional y el respeto a quienes son los Atormentados.

Lo cierto es que los poemas se valen por sí mismos, no es imprescindible conocer la enfermedad de Capgras para que el poema funcione y emocione: “Los extrañeza: una grieta imperceptible, un sendero, / y al final sus ojos azules, agotados, / cálidos como vida y profundos”. En el fondo son emociones que nos dejan perplejos a todos: “Es su sufrimiento el que me cansa. Su sufrimiento / es como un peso en los tobillos, me retiene” (Una bestia solitaria). Por otra parte, María Paz Otero se cuestiona en varias ocasiones tanto como profesional como la postura de la escritora que refleja, si es útil, si les hace un homenaje. En la sombra admite: “Se alimenta. No esperan mi poema / ni el de nadie”. Como psiquiatra se considera a sí misma una Ingenua creyente en la medida que: “Por eso, mientras que exista / una mínima posibilidad de que me oigan, / mientras sea joven / y con fuerza luche en inefable batalla, / esperaré por ellos en la orilla, lanzaré mi caña, / me quedaré ciega de buscar, con estos ojos nuevos, / la cura que quizás exista solo si la invento”.

Voces del silencio trata servir de transmisión del sufrimiento que ni los propios enfermos son capaces de articular en palabras, y que ni los médicos ni la sociedad interpretamos con seguridad. Son, como en la canción, voces que se expresan en silencio (“Aprendí su gesto de memoria / pues con él trataba de decirme / lo que no encontraba yo, tan torpe, en su silencio”, Eco) o a gritos (“Su grito / por la culpa, dice, y la vergüenza, / está prohibido”, K’encha). Ni las palabras vocalizadas son inequívocas, hay que intuir, sospechar qué se encuentra tras los sonidos: “Hay un espacio detrás de la palabra, / como una cáscara de huevo vaciada” (Bloqueo de pensamiento); “Todo lo incendia su voz” (El incendio). La poeta-psiquiatra debe admitir su dificultad: “y no es lo mismo el silencio que la ausencia / ni su dolor es esto que yo escribo” (Todo lo observa Dios).

Sin embargo, la esperanza que debe sustentar el trabajo de curación está en encontrar esas Ventanas de las que habla la tercera parte, las grietas a través de las que hay que mirar lo real: “y a través del telón gaseoso que se cierra / veo sus ojos tristes / asediados por dragones” (La violinista). Admitir, con el sufrimiento, la incapacidad para retornar y retomar el pasado: “Desaparecido el hijo / no hubo nunca más días de verano. / No hubo helados a la tarde, ni paseo en barca /…/ y ahí fuera el mismo invierno de siempre, / siempre la misma nieve virgen sin pisadas” (Nieve virgen). Apenas si podríamos aspirar a un consuelo (“Otro tuyo y el alivio, / que en un ser cálido y diminuto y efímero, / como una solamente que se sienta junto a ella”, La barra) o abandonarse a la rutina (“un día que, apilado sobre otros, / se diluye ante mí y a nadie importa”, Un paseo). Se pregunta con angustia la poeta no solo por los Atormentados que están ingresados, también por las familias que tienen que hacerse cargo, incluso por quienes trabajan con ellos: “Qué palabras calmarían la agonía” (La cuidadora).

Vidas de algún otro es, por fin, el último capítulo de los cuatro de este intenso poemario. Funciona como una especie de conclusión donde se dan la mano las concepciones más románticas de la enfermedad mental (“La locura es elegante, cuando la luz la atraviesa, como al mar, tan oscuro el fondo, tan temido”, Una colchoneta en medio del océano) con aquellas que privilegian el sufrimiento; “Condenado está su cuerpo a la tristeza /…/ una imagen fija en la habitación oscura, / en la que se ven dos cuerpos, / uno siempre tumbado, el otro de rodillas, / y entre ambos el pasar del tiempo y la impotencia” (El dormitorio); “me mostró lagunas tan profundas / que ni al negro de la noche se parecen” (De su rostro).

María Paz Otero confiesa que “Resulta más fácil escribir de amor / que hablar en un poema de los Atormentados” (La psiquiatra). Y en ese mismo largo poema reconoce sus limitaciones con una intensidad lírica y dramática extraordinarias: “es posible entrar, si ellos lo quieren, / en el agrietado búnker de su alma /… El alma de los Atormentados no es oscura, ni siquiera opaca, / es más bien gelatinosa, casi transparente, /…/ cómo es posible que amen de tal forma. /…/ Qué tormentas libres, qué mágica visión del mundo y de sí mismos / guardan a conciencia en sus dobleces. / Qué protege. Qué ignorante yo, enjuto psiquiatra de ojos tristes, / pues apenas sé de los Atormentados”.

 

domingo, 15 de septiembre de 2024

Reseña de Juan Peña: ‘El último poema’. Fundación José Manuel Lara. Vandalia. 2024

El último poema - Juan Peña | PlanetadeLibros


Este poemario ha recibido el XIV Premio Iberoamericano Hermanos Machado y supone la culminación de la trayectoria poética de Juan Peña, una especie de balance, de vista atrás con algo de nostalgia. Aborda temas profundos como el dolor, la pureza, la vejez, la vida, la muerte y el paso del tiempo, temas universales que el poeta de Paradas expresa a través de un lenguaje poético depurado y cargado de simbolismo, donde la fragilidad humana, la reflexión existencial y la búsqueda de sentido han sido las principales inquietudes.

Consistentemente hay una añoranza de la pureza de la infancia, la que se pierde en la edad adulta: “Hice daño. / Lo sé. / Y manché la pureza / (crecer ha sido acrecentar la manca). // Y ahora esta vejez, / como una reducción, / una debilidad, una torpeza, / un volver a vivir en las cosas pequeñas, / una frugalidad, una inocencia. // La pureza, tan cerca de la nada” (Crecimiento); “Como cuando estrenábamos / de niños / una nueva libreta / cuántas veces la vida / fue volver a empezar / manchando la pureza” (Volver a empezar); “Ya viví cuanto quise revivir /…/ Pero siempre hago daño. / Y luego estos días / de pena y de dolor, / que sí, lo sé, que pasan. / Pero este cansancio” (El suicida) “Por la delicadeza / he dañado mi vida” (Misantropía).  Va a ser uno de los temas recurrentes, tanto en su pérdida como en su posible recuperación. El yo poético admite haber "manchado la pureza", aludiendo a una mancha inevitable que acompaña el proceso de madurez y que transforma la vida en algo imperfecto. Sin embargo, en la vejez, vuelve una cierta inocencia, como si el ciclo de la vida trajera de nuevo esa pureza perdida, aunque ligada a la fragilidad y la debilidad. Esto sugiere una visión cíclica del tiempo, donde el principio y el final están entrelazados. Un paso del tiempo que nos acontece como si el universo no nos escuchara: “Como notas de música las cosas / van sonando al paso sin escucharme” (Canción de la mañana). Paralelamente a esta búsqueda de la pureza está la reflexión sobre la culpa: Buscar qué lejanías, / si ya soy un abismo” (Mundos); “No sé qué fue. / Pero a nadie se culpe. Fui yo mismo” (Macbeth en sus postrimerías). La recuperación de la pureza es un anhelo permanente: “Envuelto en paño blanco de algodón, / ungido es el aceite, / cubierto de pureza, / volver a ser olivo” (Sudario de aceite).

La culpa por esa pérdida de la pureza puede llevar al nihilismo. El trascurrir del tiempo y los acontecimientos hacen desear incluso una destrucción: “Que venga la gran guerra: / Fuerza brutal, salvaje. / Devastación total. / Fin del dolor” (Deseo del nihilista); “Y hasta esta tristeza que nos trajo / fue buena de tan pura” (Música);  “La lluvia que nos lava” (El dolor y la lluvia); “Que solos y perdidos / los vivos y los muertos” (Los vivos y los muertos). La muerte y la nada son también elementos constantes. El suicidio, el deseo de aniquilación y la aceptación de la muerte como parte inevitable de la existencia aparecen de manera explícita en varios poemas. La pulsión de muerte es descrita como algo latente en todas las cosas, en los elementos diminutos (como al recoger el personaje de El tío Vania, Sonia Aleksándovna: “Hay que vivir, / incluso cuando ya / no hallamos el deseo de vivir”), en los grandes fenómenos cósmicos (“Una pulsión de muerte / late en todo, / en la gota y el astro. // La ilusión de hermandad, / la civilización, / fue solo una forma de lentitud, / de aguardar la acechanza / certera del abismo”, Historia de la civilización). Refuerza una visión pesimista del destino humano mucho más intensa que en libros anteriores. Sin embargo, este deseo de la muerte no es simplemente desesperación; a veces, es visto como una forma de alcanzar la libertad, como se menciona en Vuelo: “Olvidáis / que el fin de la ceniza / es esparcirse en vuelo” o “Alcanzarán / la libertad / de la ceniza, / que arrastra y vuela al viento, / sin voluntad, / sin fin, / sin pensamiento” (Libertas cinerum). No sin algo de retranca, sentencia el poeta: “Qué tedioso vivir / en la inmortalidad, / sin temor, sin pasión. // Y sin embargo ahí sigue, con su mala / reputación morir” (Morir).

“No lavéis este día.

Este sucio mantel

fue la felicidad” (Tarde en el campo)

La vejez se convierte en un espacio de reflexión, un lugar donde el sujeto poético se enfrenta a su vulnerabilidad y donde lo pequeño y lo frugal toman protagonismo. La vida, en su dimensión final, es vista como un retorno a lo esencial, a una simplicidad casi infantil, en contraposición con la turbulenta complejidad de la juventud y la adultez: “A la vejez y vuelvo / a la verdad intacta de los cuentos” (Regreso). En Crecimiento, se menciona cómo la vejez se convierte en una reducción, un volver a las "cosas pequeñas". Esta regresión está marcada por una mezcla de resignación y aceptación de la inminente desaparición. “La lentitud, / como una forma / de la eternidad” (Los viajes). En contraposición encontramos los loci amoena de la infancia, el mar y los olivos: “Ya lo sabemos todo / si estamos frente al mar” (Mar); “ser de la tierra pobre del olivo” (Olivar); “Sus raíces han sido / los cimientos de mármol / donde se hunde mi mundo” (Olivos).

“No hay belleza en el mundo / sin ojos que la miren” (Razón de la belleza) afirma el poeta casi en actitud zen y es que la poesía misma es otro tema central. En varios fragmentos, el yo poético reflexiona sobre el acto de escribir. La escritura no es vista como una búsqueda de la verdad, sino de la música, de la armonía en el caos (“Si escribo, / no busqué la verdad. / He buscado la música” (Canción para dormir a un hombre). La poesía, entonces, se convierte en un medio para enfrentarse a la incertidumbre y el desorden del mundo, y al mismo tiempo, para tratar de captar una belleza efímera y frágil. “Quisiera no escribir, / entregarme a la calma y la delicia, / sin otro fin que calma y delicia” (Para durar); “Cuando escribo no sé / de lo que escribo” (Campo); “El mejor poema fue / una gota de ámbar / que contiene / una gota de luz / para alumbrar qué idea, / qué belleza” (Poetry). La reflexión sobre el acto poético había tomado ya protagonismo en la producción de Juan Peña (por ejemplo en Destilaciones) y vuelve de nuevo a los versos: “La oración que murmuro es un canto, / una alabanza, una celebración, / una alegre canción que da las gracias” (Lauda);  “La música del verso / nos deja la ilusión / de que es posible hallar / en el caos diario de la vida / un orden, una grata armonía, unas dulces cadencias” (Poiesis). Concluye: “No sé de qué me sirve la poesía, / si no es para vivirme / desconcentrado y torpe /…/ No saber asombrarme / del prodigio y su nada” (Todo y nada).

Quizás sea este uno de los poemarios más intimistas de este autor, que manifiesta no solo su trascendencia espiritual (“Fue el sabor de la luz, / la implacable verdad / que mostraba su herida y su dulzor”, Zumo de naranja), sino que se muestra creyente sobre todo en Cirio pascual, Juan Peña o The Three Wise Men. Un ejemplo: “Pero nada nos hiere, / ni nos toca ni duele. / Mirando a salvo, impunes, / ubicuos del espacio y del tiempo, / quien mira la pantalla es el ojo de un dios” (El ojo de Dios).

 Si se define en Mi juventud: “Y en cada turbiedad / una promesa”, admite que “Esta insatisfacción / no fue una condena, / fue mi razón de vida” (Vida plena). El paso del tiempo no da sentido a la vida: “Esta ilusión de intemporalidad / acabará un día, / pero ahora no acaba” (Calle Larios); “Y aprendo de ellos que / solo lo delicado / y leve es eterno” (Hermosas florecillas del campo). Será el amor quien lo dé: “Cómo puedo quejarme / cuando aquella muchacha está conmigo” (Cuarenta años); “Porque fuiste mis alas / he podido volar” (No iguales); “Para quererme, / verme fuera de mí, / criatura que merece / ternura o compasión o lástima” (Verme). Sin embargo, también hay desconfianza: “Qué habrá de indestructible / cuando amor y promesa / y piedad y ternura, / que fueron mármol y oro, / hoy son mentira y nube y polvo y nada” (Betrayal); “Los relatos contaron / nuestras vidas vividas como hazañas” (Relatos). Lleno de contrastes, el amor aparece como un elemento que da sentido a la vida. Este amor se presenta como una fuerza transformadora, aunque también efímera, pues en otros fragmentos se hace referencia a la decepción amorosa y a la transformación de lo que alguna vez fue sólido y valioso: “Rescataba así / esta vida que es vuestra / y no conoceréis: / la calidez, la seda, la blandura, / la caricia que aliviaba mi cansancio, / eso que me ha llevado a que os quiera / cuando ya no es posible” (Pieles).

La pureza y la culpa, el paso del tiempo y la vejez, la imposibilidad de salvarse por una poesía que no es sino música plantean una posición vital estoica en Epílogo: “Vivir sin entusiasmo, / sabiéndote que, salvo el amor / (si hubo suerte) / todo decepciona /…/ No olvida el asombro / de que en la eternidad de no ser nada / ahora lo eres todo”. Es, pues, la música metáfora de la vida. En varios poemas, el sujeto escucha sin ser consciente, casi indiferente, inevitable al paso del tiempo. La vida misma, entonces, se transforma en una melodía que sigue sonando, sin importar la atención que se le preste. Además, la música es vista como un medio para ordenar el caos de la vida diaria, ofreciendo una "grata armonía" en medio del desorden y la confusión:“Esta nota de música / que soy, aún se escucha, / y seguiré sonando, / para qué dios, / cuando solo sea noche el universo” (El último poema).

Juan Peña ha recogido en este prodigioso poemario una profunda meditación sobre la existencia humana, donde la pureza, la música, el tiempo, la muerte, el amor y la poesía se entrelazan para crear una visión compleja y rica de la vida. A través de una expresión lírica que invita a la reflexión, se exploran las contradicciones y tensiones que forman parte de la experiencia de ser humano con la delicadeza y la melancólica determinación del poema.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Reseña de Alba Irene González: ‘Cuando rompe la mar’. BajAmar, 2024

CUANDO ROMPE LA MAR - ALBA IRENE GONZALEZ - 9788412845457

 

Psicóloga y pianista publicó en 2023 Detrás de los espejos (Olé Libros), finalista del Premio de Poesía Eloy Lozao 2022 y del III Premio de poesía joven José Antonio Santano, 2023. Este es un viaje hacia el territorio de la infancia incardinado a la orilla del mar. La primera parte se titula El murmullo del agua y en ella se van sucediendo postales de momentos de la niñez. Comienza con Canción del agua donde da testimonio de la perplejidad del tiempo que pasa: “La vida engulle el surco del pájaro / y un día, / al mirarte al espejo, / no te encuentras // Has conocido el dolor / de la hierba salvaje aullando enjaulada”. Una mirada a los primeros años en el colegio, con las nanas, las eternas preguntas a los padres: “Infancia que no grita en el recreo / observo la vida /…/ Cántale bajito, mamá, / para no crecer tan rápido” (La hoja azul del limonero); “¿Es el agua, / o es el oro? / –padre, dime– / ¿o es la mano la que cumple?” (Un día en la catedral). Ya en estas conversaciones aflora una poesía esencial, primigenia: “La niña empieza entonces a escribir y se siente más acompañada / entiende que siempre tendrá el pelo rizado /…/ y tiene la certeza de que de haber nacido hoy, aquí, en este mismo sitio // solo podría ser / testigo del naufragio / o poesía” (La niña de los cabellos rizados).

Tardará en aprender que no es posible mantener el pasado intacto, ni recuperarlo: “Mucho tiempo después han aprendido: / No es posible olvidar a tus muñecas / no es posible olvidar a un caracol” (Salvar un caracol). Sabe Alba Irene González que es inevitable renunciar a tanto en el proceso de maduración: “Ignoro en qué momento / olvidamos el impulso de intentar / parecernos a los pájaros” (Los columpios). Describe ese proceso como el de buscar un refugio: “Cueva era hallarse en una mina / como se hallan lloviendo / las nubes en otoño /…/ Repudia la luz, / el despertar confuso / en la cama / de un dormitorio ajeno” (Despierta); “Te esculpes hacia dentro / como un hueco, ser de cueva” (La distancia de las islas).

Sin embargo, desde el primer poema de la segunda parte, Cuando rompe la mar, confiesa que “Mi boca / eligió no madurar / y no teme, / ni se sabe proteger, / ni huye cabalgando a media noche de la herida” (Mi boca); “La liebre es estatua, es mármol, se niega a crecer” (El viento duerme dentro de la jaula).

“Celebramos.

Hemos sabido multiplicar el miedo

de nuestros ancestros,

el juego del gato y el ratón

nunca fue un juego

/…/

Pero de todos los seres, yo soy el más miedoso:

tengo miedo a mi infancia, a mirar a los ojos, a perder a quien quiero

 temo a la soledad o a dejar de escribir,

tengo miedo al orgullo,

tengo miedo a tu mano

tengo tanto

miedo a todo

que a veces me descubro delante del espejo

temiéndome a mí misma”(Miedo)

Los poemas de esta segunda parte hablan de otro proceso de maduración en el que el mar es más que un escenario, es un símbolo: “Yo soy mar / dejo caer mi cuerpo / y me empapo siempre entera / de sal /…/ el cabello, las caderas, los pulmones, las líneas de mis manos. // Y me baño siempre entera en las corrientes” (Tratado sobre el mar y las gaviotas); “Las costas erizándose / en tus sábanas / blanco como espuma / bajo mis pies descalzos / vestigios de arena” (3:30 PM).

En el proceso hay decepciones y desengaños: “Intentar trazar límites al mar, / pero siempre hay un borracho con la piel quemada junto a una botella de bourbon, / siempre hay un gato con la oreja herida / o un niño descalzo” (Taberna de Old Port); “Sé de la soledad de los nombres propios; / su aliento silbando en mi nuca eriza las noches” (Nombre propio). Y, sobre todo, un dolor que la autora sitúa en el mar: “Hoy se desata el silencio como se desata una voz, / como se desatan temblorosas los barcos pesqueros / en las orillas de algún muelle carcomido por la sal” (Detrás de los espejos). El último poema rescata la memoria y el presente en un ejercicio fuera de nostalgia: “De repente, todo me parece / como un sueño recurrente / extrañamente familiar /…/ Ahora, / el agua parece más calma y transparente / y todo cubra sentido /…/ sonrío, / en este lugar, / no existe ya / olvido ni recuerdo” (Cuentos de Sarawak). Alba Irene González nos lleva de la mano al mar, emblema de la infancia y símbolo eterno en el que rompen las olas y en el que vemos romper el pasado.

domingo, 8 de septiembre de 2024

Reseña de Rosario Troncoso: ‘Vuelo rasante’. Juglar. 2024

 Vuelo rasante


Con prólogo de María Jesús Paredes Duarte, esta última entrega de Rosario Troncoso es un libro valiente y desgarrado. La primera parte, Tapar los espejos, apareció publicada en su libro homónimo, salvo el primer texto: “Incluso en la forma en que amanezco y el espejo me recibe: retiro con cuidado de mis ojos el residuo de un mal sueño” (). El sentido de volver a aparecer estriba en la contraposición entre un momento de pesadilla y de sufrimiento y el renacer lleno de brío y de sensibilidad: “Supe volver a tierra después de naufragar” (Desde el origen).

Tapar los espejos es la desgarrada bocanada de aire que se toma con violencia al salir a la superficie de la apnea. Apreciamos el desconcierto ante este sufrir: “Cómo envidio la certeza de los ciclos esperados” (Fuego ilícito); “Perder de golpe todas las costumbres es empezar a morir (…) Soltar una mano concreta, desear la sombra de otra sombra. Así es como se olvidan los nombres y desaparecen las calles” (Fundido en negro). Y la respuesta instintiva de recogimiento y miedo: “Aprendí a sellar mis labios y a no perseguir por amor las estelas de los barcos” (A pulso); “Así sea. Que mi boca se devore a ti y se deshaga el alma en ceniza. Qué importa: no sé ya volar sin el nudo imposible de tus dedos con los míos” (La noche del deshielo). Sin embargo, estos textos no demuestran la cobardía ni la desidia, no la depresión indolente, indican con fuerza la voluntad de vida: “En esta casa y en mi cuerpo respetable ya no grita nadie” (Feroces). Surgen los momentos de resiliencia, de esperanza fiera: “Y solo los niños saben convivir con garabatos y borrones” (Pandemia, marzo 2021); “Pero cuando llega el fuego huyen las voces y las buenas intenciones. En el tiempo de cenizas, es la soledad quien las recoge” (No se sabe de la piel). Mucho del universo denso de Alejandra Pizarnik, pues, “De lo que conforma la esencia del sitio que ocupamos, nadie habla. Y por eso, la poesía” (De la poesía).

 A pesar de todo el abismo que se trasluce en estos poemas en prosa, Rosario Troncoso procura evidenciar el pertinaz arrojo de supervivencia: “Pero emergí a destiempo en el fin del mundo. (…) Aquí en la superficie lo tengo todo, y aunque nada sirve, sé que nacer es aprender otra vez a respirar” (Apnea). Si por un lado comprobamos los daños (“Tener las manos llenas de palabras compartidas (…) Y todo se gasta (…) Pues tu nombre en mí ya no tiene remedio”, Tiro de mí;  “Se acerca la noche. Gime la muerte si no ve su reflejo”, Tapar los espejos), también amanece la lucha y la ilusión: “Hiero mis manos al apartar escombros, porque intuyo el mar, como un espíritu subterráneo” (Espíritu subterráneo).

Propiamente, Vuelo rasante se compone de poemas tanto en prosa como en verso. Comienza con la calma, la necesaria calma: “Vuelve el silencio y la lluvia. Callan los perros y se apagan los ojos distantes” (Desorden). El paisaje respira convicción:

“En el hueco que habité crecen árboles frutales, huele a mar y cantan niños.

Pero ya no puedo desoír cómo ruge tras de mí el abismo. Este dolor no es mío” (La ausencia)

El sufrimiento que más patente en la primera parte continúa como recuerdo y punto de partida: “A veces veo espinas en tus manos. / Te desgarran a ti la piel. Y sangro. / Ya nada temo, / pues son mías las rosas / que brotan en tu pecho” (Mis rosas). Las imágenes son penetrantes, llenas de expresividad, los textos poéticos están cargados de emociones intensas. Cada poema aborda el dolor, la desilusión, la pérdida, el orgullo y la lucha por encontrar sentido en medio de esas experiencias traumáticas. Rosario Troncoso explora el dolor emocional y físico, así como la complejidad de las relaciones humanas. La constante referencia a la sangre, el cuerpo y el sufrimiento ("Soy sangre infinita entre tus piernas”, Narcisismo;  “Las manos que entonces crecieron huérfanas / han despertado para la cosecha. / Es tiempo de cortar flores muertas / del borde del camino /…/ Pero emergen los nombres de los muertos. / Y flota en el agua y en la sangre”, Cortar las flores muertas) sugiere una conexión íntima entre el dolor emocional y la experiencia corporal. La sangre, en este contexto, parece simbolizar tanto la vida como el sufrimiento, y las relaciones descritas están marcadas por un sentido de anhelo, dependencia y destrucción mutua.

Hay un juego constante entre contrarios, como el deseo y el desprecio, la vida y la muerte, la esperanza y la desesperación. Estos contrastes son evidentes en versos como "Desprecio lo que soy, pero lo anhelo" (Narcisismo) o “Sobrevivo hueca / igual que un árbol hueco. / Muerto, pero de pie” (Recaída). Esta dualidad refleja la lucha interna del yo poético, atrapado entre el deseo de vivir plenamente y la realidad de estar consumido por el dolor y la desesperanza: “El nudo que deshizo la tijera / aprieta aquí otra vez como si nada” (Equilibrio). En el poemario también está presente el paso del tiempo y la inevitabilidad de la muerte ("Las manos que entonces crecieron huérfanas / han despertado para la cosecha", "A veces en la muerte, / la vemos por el rabillo del ojo", Espejismos). Aquí, la muerte no solo es un final, sino un proceso que se insinúa en la vida diaria, un recordatorio constante de la fragilidad de la existencia. La voz poética se recompone entre el pasado y el futuro: “Son recuerdos borrosos / los ensayos de vuelo /…/ A pesar del intento / volver al calor es difícil / si ya la sangre no responde” (Ensayos de vuelo). De ahí la contraposición entre el sufrimiento invisible (“Cierta devastación / no se luce en letreros luminosos”, Aires de sombra) y el ansia de supervivencia que se traduce en los hijos: “Blindemos a los hijos: / que no respiren todo este desastre” (No pensar). Si por un lado permanecen deseos de rendición (“La meta era cerrar los ojos. / Pero sabemos que la luz / atraviesa los párpados”), la vida brota en símbolos como los niños y la naturaleza: “Como niños que danzan / tan ajenos al mundo y sus pulsiones. / Un loco grupo de pájaros grises / se empeñan en demostrarme / que no da tanto miedo respirar” (Bailan para mí los pájaros). Aunque el poemario está impregnado de una atmósfera oscura, también hay indicios de resistencia y de búsqueda de esperanza, aunque sea efímera. Versos como "Soy agua para tus días / y tu nombre, arena"(Aegritudo amoris) o “Serás quien duele para siempre / en mis heridas” (Calambre) sugieren el esfuerzo por encontrar sentido o consuelo, aunque sea en medio del caos y la devastación.

Las imágenes del nudo, la tijera, el ancla y la pulsera son símbolos poderosos que hablan de conexiones y rupturas, de lo que une y lo que separa. El nudo que "deshizo la tijera" y que vuelve a apretar sugiere que las heridas del pasado no sanan fácilmente y que el dolor tiene la capacidad de renovarse. El ancla, un símbolo de estabilidad, se convierte en una metáfora de la atracción fatal hacia algo que es al mismo tiempo fascinante y destructivo.

“Fue su primer regalo:

un ancla de metal,

pequeña, brillante.

/ …/

La amé con la fascinación que dicen

que provoca la luz de los diamantes.

/…/

Un ancla pequeña, de metal brillante

fue su primer regalo.

Y ella lo amaba

con la fascinación

que provoca la luz,

quizás de los diamantes. O eso dicen.

/…/

Ella, con mi ancla eterna en su muñeca.

Respiro las cenizas

de los oasis que ardieron,

prenden los cabos secos,

de mi pulsera y la de ella, y la de otra ella.

Tan vacía y tan turbia

ella, y ella, como yo” (La pulsera)

Vuelo rasante refleja una exploración profunda de una experiencia muy humana y muy íntima en sus momentos más oscuros. La presencia constante de la muerte, el dolor y la desesperanza se contraponen con pequeños destellos de resistencia y la búsqueda de significado. Rosario Troncoso invita, a través de imágenes poderosas y simbolismo, a reflexionar sobre la complejidad de las emociones y la fragilidad de la vida. Caer y renacer.