domingo, 9 de marzo de 2014

¿A quién debemos escuchar?



En la convención del Partido Popular Europeo de Dublín, delante de mandatarios como Angela Merkel o Mariano Rajoy, apareció el cantante de U2, Bono. En su intervención pedía más apoyo para España en las instituciones europeas a la vez que daba un pequeño tirón de orejas al presidente español a cuenta de los recortes. La pregunta que muchos se hacen es, ¿qué tiene que ver este señor con la política europea? Bono ha sido siempre un carismático líder de una banda de rock, que además ha estado involucrado tradicionalmente en cuestiones políticas, sociales y ecológicas. Se ha entrevistado con líderes mundiales de diferentes materias y ha hecho campaña a favor de numerosísimas causas. Es, desde luego, una persona comprometida. Quizás comprometida hasta la caricatura. Pero, ¿qué le hace merecedor de nuestra atención? Su carisma y su fama, ¿le dan conocimiento, le otorgan criterio, le confieren sabiduría? Una cosa es que ser una persona célebre pueda ayudar a dar visibilidad a una causa y otra, un tanto distinta, que por el mismo hecho de ser una persona famosa, disfrutes de una credibilidad y una autoridad que no te has ganado.

No estoy queriendo decir con esto zapatero, a tus zapatos, y que los artistas de cine no puedan opinar sobre otra cosa que su oficio; que los cantantes sólo hablen de canciones y que los novelistas se ciñan al argumento de sus narraciones. Mucho más lejos de mi intención reducir el espacio de la opinión pública a los expertos académicos, a los intelectuales orgánicos o sin organizar. Lo que cuestiono es la auctoritas de las celebridades.

Los pensadores clásicos distinguían el poder (potestas), de la violencia (imperium) de la fuerza del conocimiento, a la que llamaban auctoritas. Incluso hoy decimos de cierto catedrático de medicina que es una autoridad en la materia, aunque vivamos en el mundo de los expertos y de la comunicación audiovisual que no da tiempo a reflexiones pausadas hijas de la experiencia de la vida. La autoridad es la fuerza que da saber de algo, e impregna de sabiduría las explicaciones que se ofrecen, da un halo de credibilidad a lo que no se demuestra explícitamente en el discurso. En estos días inciertos, aparecer en los medios confiere autoridad. Acabamos por asumir que el discurso de actores, cantantes de rock, tonadilleras, presentadores de televisión… tiene más fuerza, más veracidad, más realidad, que si nos lo ofrecieran sesudas explicaciones, pruebas constatables, deducciones irrefutables.

Esto, por supuesto, es utilizado como propaganda. Los distintos partidos políticos hacen alarde de estos artistas que les apoyan, sabedores de que la empatía con una canción pegadiza, una película impactante o una sonrisa irónica, van a arrastrar, o al menos inclinar, a un electorado indeciso, y, sobre todo, van a ayudar a cerrar filas a los votantes convencidos. El caso nos sorprendería si no estuviéramos tan acostumbrados.

Muchos cantantes acostumbran en el extranjero a participar en coloquios y tertulias, tienen asumido su participación en campañas de concienciación en diversas causas. Y no sólo los combativos Paul Weller (The Jam, The Style Council), o Billy Bragg, muchos otros aparecen en los medios como intelectuales todoterreno: Bono, Neil Hannon de The Divine Comedy; Morrissey de The Smiths; Bob Geldof… Ahora bien, el papel que tienen los cantantes en el ámbito británico es asumido en nuestro país mayormente por actores. La época de los cantautores pasó en los ochenta. Si bien es verdad que siempre han estado ahí Ana Belén y Víctor Manuel, Joan Manuel Serrat, Pedro Guerra o Ismael Serrano…, el tirón lo tienen los Bardem, Guillermo Toledo, Juan Echanove, Alberto Sanjuán…

Su momento de gloria fue cuando encabezaron la reacción ante la Guerra del Golfo. Daba entonces la impresión de que por el hecho de ser caras conocidas, su mensaje era más real, que tenían razón. Y la reacción del gobierno de Aznar, los seguidores del Partido Popular, los comentaristas de derecha y los medios más reaccionarios acabaron por darles la razón. Criticaban –y siguen criticándoles- que sólo acuden a manifestaciones cuando las medidas las toma el Partido Popular y que callan cuando gobierna el PSOE. Es injusto. Fue en la gala de los Goya cuando José Luis Borau, entonces presidente de la Academia de Cine, en su discurso terminó alzando las manos blancas contra la barbarie de ETA.

Eran tiempos en los que daba la impresión que si no tiraban ellos del carro, no se tomaba conciencia de los problemas de la inmigración, del Sáhara, de la miseria, del Tercer Mundo… Mucha gente de cine ha estado implicada directamente en estas causas. Javier Bardem o Fernando León de Aranoa están incuestionablemente acreditados para hablar sobre temas sobre los que han trabajado, no sólo como cineastas, sino como activistas a ras de suelo.

Esta situación, unida a la ausencia de visibilidad de otro tipo de intelectuales en los medios españoles –aquí se prefiere a gritadores de tertulia-, les ha conferido la autoridad. Pero, ¿tiene sentido que escuchemos a Terele Pávez, estupenda actriz, hablando de política? ¿Tiene Concha Velasco un discurso válido que analice la situación social del país? ¿Puede Almodóvar ofrecer soluciones a los problemas económicos? Francamente, creo que existe la misma posibilidad de encontrar respuestas en una cafetería con los amigos. Su palabra no tendrá más valor. Podrá tener más repercusión, pero la razón tendremos que comprobarlas después de analizar con ojo crítico su discurso, no antes.

No debemos endiosar a estos artistas. Podremos reconocer su trabajo, y podremos admirarnos cuando los escuchemos hablar con lucidez sobre tal o cual asunto. Podremos incluso seguirlos con atención porque sus ideas son interesantes, porque acostumbren a ser sinceros y críticos. Entonces, y sólo entonces confiaremos en ellos, como confiamos en ese amigo nuestro que siempre parece ir más allá cuando se habla de cualquier tema.

Creo que Jordi Évole ha caído en esa trampa. Su propuesta “Operación Palace” me pareció absolutamente genial y no ha dejado de sorprenderme las críticas que ha recibido. De la derecha no me extrañan, pero he oído y leído en redes sociales y en prensa críticas muy duras desde el otro lado. Al principio, las redes sociales no sabían qué opinar. Luego le acusaron de haber desperdiciado la oportunidad de hacer el documental definitivo sobre el golpe de estado del 23F, de trivializar el asunto, de bromear con algo muy serio. Con esto último no estoy de acuerdo. Una de las críticas más feroces al fascismo la hizo Chaplin cuando creó El Gran Dictador.

Pero sobre todo, creo que Jordi Évole estaba en su derecho de hacer el programa que le diera la gana. No es un catedrático de historia o de políticas que anuncie la obra definitiva sobre el 23F, es un entertainer que anunciaba desde las promo, que iba a “contar una mentira para decir una verdad”. Se debía estar al tanto de que era una ficción, “para contar una verdad”. Y como Orson Welles en La Guerra de los Mundos, lo iba anunciando. No podemos acusarle de engañar al público. Un mecanismo parecido –ficción sobre realidad- es el que utilizó Javier Cercas para hablar también del Golpe de Estado. ¿Por qué habría de exigírsele a Jordi Évole un tratamiento serio? ¿Es que se ha convertido en el adalid de la crítica y la denuncia? El estupendísimo trabajo que ha ido haciendo en Salvados lo ha convertido en un referente, pero hay quienes parece que han querido ver en él un gurú y se han sentido traicionados. No creo que haya sido culpa del programa, más bien de las expectativas de algunos seguidores.

De todas formas, sigue siendo más que preocupante que los programas informativos más serios sean los que hacen humor, como el propio Salvados o El Intermedio.

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