Hemos
presenciado en esta semana multitud de actos de celebración de la mujer en
general y de la mujer trabajadora en particular. Estas conmemoraciones no
cuentan con el respaldo de una parte importante de la sociedad. Unos porque
piensan que no hay nada que celebrar, que la lucha continúa; otros porque son
insensibles; los más porque siguen teniendo una vena machista tan interiorizada
que no son capaces de verla. La discriminación de la mujer en nuestra sociedad
es tan enorme que no habría por donde empezar. Y me temo que las generaciones
más jóvenes están involucionando ¡Para
luego tener que aguantar cosas como “¿cuándo es el día del hombre?”! Pues
todos, incluido este. El mundo está hecho para los varones.
Conceptos
como brecha salarial, techo de cristal o visibilidad tienen un escaso eco y
sólo se repiten como una cantinela sin tener un significado. A veces siento
algo de vergüenza de ser mucho más feminista que muchas mujeres, con estudios y
todo. Luchar por la igualdad de la mujer es tan básico como reconocer la
dignidad de todos los seres humanos. Empezando por el lenguaje, los afectos, el
mundo laboral y la política. No pretendo tener la ortodoxia en el pensamiento
feminista, pero a veces veo y escucho cada argumento que me asusto. Estos son
unos de esos días.
Reivindicar
la libertad de la mujer para acceder al mundo laboral remunerado es uno de los
temas más espinosos. En primer lugar, existe una tendencia a considerar que la
mujer está accediendo al mundo del trabajo. Esta afirmación incluye
implícitamente dos barbaridades. La primera es reducir el mundo del trabajo a
la esfera de la producción, dejando las labores tradicionalmente “femeninas” a
la reproducción: cría y cuidado de hijos, enfermos y ancianos; soporte y ayuda
al varón, “cabeza de familia”. Contaba un insigne profesor y psiquiatra
sevillano en sus clases que, a las mujeres que acudían a su consulta, después
de los datos personales, les preguntaba, “usted, además, ¿trabaja fuera de casa?” Con ese “además” ya tenía ganada la simpatía de la paciente. El concepto de
doble jornada.
La
conciliación de la vida laboral y familiar tiene que pasar irremediablemente
por la concienciación del varón. Si éste no se enfrenta a la incomprensión del
trabajo por pedir la jornada para llevar el niño al médico, para acompañar a la
suegra a una prueba, o para esperar al fontanero… difícilmente se podrá
conciliar nada. Hacer recaer sobre la mujer el peso de la conciliación es
quererla convertir en una superheroína que con veinte manos, atiende al bebé,
hace la comida, contesta al teléfono, trabaja con el ordenador mientras
conserva su peinado inalterado y su imagen impecable. No me lo invento. Era así
un cartel a la entrada de El Puerto de Santa María.
La otra
gran falacia de la llegada al mundo del trabajo de la mujer es que nunca salió
de él. Yo no sé en quién estaban pensando los que inventaron esta afirmación.
Imagino que en las grandes señoronas de la clase alta. Las mujeres normales
cuidaban de los animales, atendían negocios, cosían para fuera, cuidaban niños
ajenos o limpiaban las casas de otras señoras. De hecho, la “liberación” de la
mujer se basa precisamente en poder contar con otras mujeres para que se
encarguen del duro trabajo doméstico. A fin de cuentas, como en la sociedad
feudal, se sigue considerando el nacimiento como un destino. Si naces mujer,
cuidarás de las casas. Y si tú no lo haces, lo hará otra.
Este
círculo vicioso perpetúa la división estamental del trabajo. Mujer cuida de la
casa para que otra mujer pueda trabajar fuera. Es tan importante que puede
llegar a equipararse el sueldo. Lo trabajado por lo pagado. Y muchas mujeres lo
prefieren. Así se realizan.
Hay que
admitir, antes que nada, por encima de todo, que cualquier ser humano, hombre o
mujer, tiene la libertad absoluta de decidir dedicar su tiempo a lo que le
venga en gana, en lo que le apetezca, esté bien pagado o no, sea creativo o no,
compense o no. Pero muy mal tiene que estar la cosa para considerar que el
trabajo es una liberación. Para Dios es un castigo y así le dijo al hombre:
“ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Y a la mujer, “parirás con dolor”.
Será que la epidural le ha fastidiado el invento y ha tenido que pasar a la
primera categoría.
Hannah
Arendt sostenía la distinción entre labor y trabajo. Trabajo es lo que te
realiza, lo creativo, lo que te hace humano. Y labor, pariente del dolor, es
todo lo que tenemos que hacer para ganarnos las lentejas. Es esclavizante y
poco liberador. Y mucho me temo que en estos días de capitalismo explotador, de
crisis y depresión, los oficios, los puestos de trabajo se asemejan más al
dolor que a la liberación. Las condiciones laborales están empeorando de tal
manera que dentro de poco dará igual estar trabajando que parado.
¿Por
qué es tan importante acceder al mundo laboral? Nuestra personalidad basa lo
que somos en lo que trabajamos. Soy profesor, soy bombero, soy traficante… Es
natural, pues, acceder a un puesto de trabajo para ser alguien. Por no hablar
de las condiciones alienantes del trabajo doméstico: soledad, ingratitud,
infinitud cual Sísifo. En ese sentido, labor/dolor es tanto el trabajo mal
pagado como el que se realiza dentro de tu propio hogar. Y como condena, tiene
que ser compartida por los dos perpetradores, cómplices necesarios para crear
una familia.
Pero es
triste poner las esperanzas en un trabajo, que será alienante y vacío, aunque
uno o una consiga trabajar “de lo suyo”. Deberíamos luchar, juntos, hombres y
mujeres, para lograr una sociedad en la que el trabajo no sea nuestra meta,
nuestra sagrada misión. Abandonar de una vez por todas el puritanismo
protestante de la ética del trabajo que tan bien supo recoger san Josemaría en
el Opus, y que todos los cursillos de espíritu de empresa se obstinan en
lograr. Que tu empresa sea tu vida, como los jugadores de fútbol, que no son
mercenarios pagados por el mejor postor, sino que sienten sus colores, aunque
sea los breves meses del contrato parcial. Queremos liberarnos de un señor,
nuestro señor marido, nuestro señor padre, para acabar en las garras del señor
empresario, mucho más despiadado, más insensible, más exigente, más explotador.
Reconozcámoslo, ni a los hombres ni a las mujeres, el trabajo nunca nos hará
libres.
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