domingo, 24 de agosto de 2014

Coros y danzas



Los museos tradicionales albergaban en su interior colecciones lo más amplias posible de obras de arte singulares. Y eso es bueno. Luego han aparecido otros espacios o contenedores de arte con una misión algo distinta. No me refiero a los artilugios interactivos y a las instalaciones, que ya no son tan modernas, me refiero a los museos de artes y costumbres populares, museos de antropología y similares. En estos edificios se ordenan, catalogan y etiquetan utensilios, trajes, disfraces, recuerdos de unas épocas no tan pasadas en el tiempo pero definitivamente desterradas en la memoria. Podemos contemplar cunas de principios del siglo XX, juguetes de madera, tejedoras, sellos, azadas, estufas de picón… todo muy limpio y especificado, tratando un traje de novia de lagarterana de los años 40 con la misma admiración y dedicación que un Murillo poco conocido o un Jeff Koons algo pasado, como diciendo, sí, es verdad, no tenemos nada mejor, pero fijaos qué bien puesto todo.
Esta mañana he pensado, más bien me ha sugerido mi abnegada compañera de fatigas, cómo serían los trajes regionales del futuro. Los trajes tradicionales no son obra de diseñadores famosos, ni están realizados con calidad exquisita, son corrientes, adquiridos por personas normales para el uso cotidiano. Para las fiestas, para los carnavales, para una boda, trajes específicos e indumentaria de diario. ¿Cómo serían los del futuro? ¿Deberíamos empezar a compilarlos ya?
Cada vez más están de moda los programas recordando la música y las costumbres de antaño. No ya de los años 50 (Los añosdel Nodo), también de los 80 y 90 (Cachitosde hierro y cromo es mi preferido). Son relativamente baratos, un becario buceando en el archivo inmenso de TVE (eso siempre lo repiten) y tienen asegurada la mirada nostálgica de un tiempo pasado que no siempre fue mejor, pero sí más divertido (pero, por dios, que dejen tranquila la Movida). Como decía Gil de Biedma, ahora que de casi todo hace ya veinte años. De todas formas creo que habría que ser más riguroso y no centrarse en el fenómeno de la moda y tratarlo con el mismo sentido antropológico que las fotografías mortuorias de principios del siglo XX.
En las nuevas salas de los museos etnográficos habrá que colocar los nuevos trajes regionales. Sí, por supuesto, cabrían los trajes de faralaes y las faldas rocieras, y los pañuelos rojos de los pamploneses (o pamplonicas, que se decía antiguamente). Más aún, tendríamos que incorporar muchos más. Una pequeña lista de salas.
La sala de andar por casa, la antropología de la cotidianeidad incorporaría la bata de guatiné y las zapatillas de felpa, los chándals domingueros, camisetas raídas usadas “para dormir” y las zapatillas deportivas de mercadillo. Se acompañarían de artefactos como ceniceros de cinzano o mandos a distancia, gafas de ver y mesas camillas con estufas. Quizás puedan añadirse, a modo de espectro social y cultural un tapiz con un ciervo, una foto de bodas enmarcada y una reproducción del Guernika.
En otra habitación estarían los atuendos del trabajo. Los monos azules llenos de grasa, las batas de limpiadora y de médico, las camisetas de tirantas de los camioneros y quizás algún uniforme de portero, sereno, o guardia civil antiguo.
Mención especial tendrían las salidas recreativas, a la playa con las chanclas y los meyba, los gorros de baño con margaritas y los juguetes de playa. Eventos fundamentales serían los dedicados a las fiestas. Entrarían aquí los trajes de boda de esos que parecen una tarta de merengue y fotografías de peinados de fiestas patronales. Los trajes para los entierros
La cultura material no daría abasto. En el área de escritura, bolis bic transparentes, máquinas de escribir lettera…  Nuevos materiales, como el paso del vidrio al tetra-brik, los plásticos y el nailon. El universo de las medias, leotardos y la variedad en higiene femenina con tampones y compresas. Los soportes para escuchar música, desde el disco de pizarra a las cintas de casete, los vhs y los cds, los walkmans y los nuevos mp3. La arqueología informática tendría su lugar en nuestro museo con los primeros spectrum o atari y las consolas del tenis, los tamagochis y los primeros ordenadores de sobremesa. Los juguetes de los niños despertarían también nostalgia entre los adultos de cierta edad, cromos, chapas, bolindres[1], gameboys, madelmans y nancys, clicks (que ahora se llaman playmobil). Hay que comenzar pronto, antes que la única forma de hacerse con este material sea abonando una cantidad indecente en subastas de ebay.
Habría que habilitar vitrinas para trajes de quinqui, poligonera y de bacaladero, atuendos y utensilios, navajas, papelinas, piercings, laca y fijador. Carteles explicativos de qué es un cani para distinguirlo de un poligonero. Pero no sólo es cuestión de admirar con curiosidad de explorador decimonónico las clases más populares. También se expondrían las clases altas y medias altas. Comprobaríamos si hay diferencias entre un pijo de Madrid y uno de Bilbao. El atuendo típico sevillano de Semana Santa (a saber, pelo rizado y engominado hacia atrás, traje de chaqueta azul marino cruzada con botones dorados) y el hípster barcelonés (aficionado al diseño y la música indie, barba cerrada y de aspecto descuidado, gafas de pasta, pantalones imposibles y prendas vintage).
Los futboleros tendrían un espacio amplio para que cupiesen diferentes equipaciones a lo largo del tiempo y los flamenquitos, que son los herederos mainstream de los antiguos rumberos. No como tribus urbanas pintorescas, sino como auténticos trajes regionales en uso y disfrute de los habitantes de este incierto cambio de siglo. El polito estilo chemise-Lacoste es indudable que marcó una época.
Lugar especial para los diseños de tatuajes, que han pasado del contenido original religioso al mundo marginal, de cárceles y legionarios, para acabar como adorno chic de prácticamente todas las clases sociales. Porque también habría que investigar y documentar las costumbres y ritos. Explicar sociológicamente una botellona, el subwoofer, la paella de los domingos y el mechero para derretir una bolita de hachís. Vídeos explicando los bailes típicos de los tiempos modernos, las rumbitas y la Macarena. Ritos como el de los conciertos, todos coreando, todos levantando la mano. Como una verdadera religión. Pero de eso hablaremos otra semana. Hay mucha sociología por hacer más allá de El tiempo de las tribus, de Michel Maffesoli.
En un mundo en el que se (re)inventan tradiciones como procesiones o fiestas patronales, festividades nacionalistas o días del orgullo, es imprescindible recuperar la verdadera memoria de los picnics en un 127, o las vacaciones en Marina D’Or. No podemos permitir que Pilar Primo de Rivera hiciera más por conservar la identidad de los pueblos de España que el estado democrático post-constitucional.




[1] En los libros de texto les llaman “canicas”.

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