martes, 19 de agosto de 2014

Esa vieja hembra engañadora



Así es cómo Nietzsche denominaba al lenguaje. Dejemos por ahora la cuestión machista, pero está claro que las palabras no siempre son nuestras amigas. Debemos luchar con ellas, a veces dominamos y a veces somos dominados por ellas. ¿Cuántas veces parece que las palabras piensan por nosotros? Emmánuel Lizcano lo explica con maestría, no tenemos tiempo físico para pensar lo que vamos a decir y los automatismos del lenguaje –él utilizaría seguro otra expresión– hacen el resto. La propia lógica del lenguaje, lo que antaño se decía el genio de la lengua pone en nuestros labios, en nuestra mano, las frases, las ideas.
La compleja relación entre el lenguaje y la realidad es una controversia tan enorme que sería vano intentar poner en claro en qué momento está la discusión. Desechemos, por prudencia, al menos la relación biunívoca, esencial entre la palabra y la realidad que supuestamente es nombrada por la palabra. ¿Podríamos establecer nítidamente una relación de causalidad? ¿La palabra crea la idea?, ¿la realidad crea la idea?, ¿qué realidad tiene la palabra? Dejemos el combate en tablas y admitamos una doble causalidad.
En el lenguaje médico se producen unas paradojas muy significativas. Vas a la consulta del doctor y explicas que tienes la garganta dolorida, él, diligentemente observa con un depresor y sentencia con rotundidad. Es faringitis. ¿Qué ha hecho? Simplemente ha puesto en extranjero (normalmente latín o griego) los síntomas que has descrito. ¿Qué es una enfermedad, qué un síntoma? En el lenguaje van pululando síndromes y complejos cada vez más inverosímiles que convierten en realidad lo que apenas es intuido por el común de los mortales. Así, el fastidio de volver al trabajo tras las vacaciones se convierte en el síndrome post-vacacional. Arañemos un poco más, ¿cuántos nos hemos sentido tristones y hemos dicho que tenemos una depresión encima?, ¿cuántos niños nerviosos se han convertido en hiperactivos? Estamos usando la palabra de una manera temeraria y creando realidades donde quizás no existían.
No hay que tomarse esto a la ligera, los spin doctors, los think tanks de los políticos emplean montones de dinero que tendrían mejor uso, en mejorar el discurso de sus pupilos –en lugar de idear políticas más sensatas, útiles y a favor del ciudadano–. De esta forma escuchamos “desaceleración”, “crecimiento negativo”, “flexibilización” y todos esos eufemismos que nos ponen tan nerviosos. Mi preferido es “tolerancia cero”. Es una expresión absolutamente genial, porque te permite ser tolerante incluso cuando no lo eres, porque evidentemente no todo es tolerable.
Los estereotipos nacen de estos fallos del lenguaje, de estas incorrecciones que poco a poco van moldeando nuestros sentimientos y nuestros pensamientos. Un ejemplo, el léxico de internet. Nos bajamos canciones, ¿de dónde?, ¿de un altillo? Descargamos un programa, ¿de qué barco? Eso de internet, ¿qué es?, ¿una red o son autopistas de información? Si aceptamos el segundo término es lógico imponer cánones y peajes, en cambio, una red no es controlable, la web somos todos.
El vocabulario que se está utilizando para referirse a la crisis -¿crisis, qué crisis?– es básicamente médico. Hay que inyectar dinero a la banca, se crea un banco malo, con activos tóxicos, hay países en cuarentena, sube la inflación como si subiera la fiebre. Así es normal que se produzcan sangrías y amputaciones. Y lo vemos lógico. La lógica metafórica se impone a la realidad.
Ahora pasamos al escurridizo mundo de lo políticamente correcto. Como la estupidez humana es lo que mejor está repartido del universo, encontramos verdaderos botarates pontificando sobre lo que se puede y no se puede decir. Implícitamente lo que quieren es controlar lo que se puede y no se puede pensar. George Orwell lo vio con una claridad meridiana, simplificando el idioma, la neolengua de 1984, se controla el pensamiento. Lo que no se puede decir no se puede pensar. Es la hipótesis Sapir-Whorf, los límites de mi lengua son los límites de mi mundo, que decía Wittgenstein.
Sin embargo hay que aceptar que debemos ser cuidadosos con el lenguaje y debemos ir abandonando usos y dichos que ciertamente pueden ser ofensivos. Normalmente no somos conscientes de esos cambios, porque ya nadie insulta a nadie de “perro judío”, pero es cierto que, aparte de modas, hay cambios en el habla debido a la voluntad específica de grupos de hablantes. A veces se tratan de imponer y fracasan porque van contra el genio de la lengua. Otras veces acaban por parecer naturales. A mí me sigue pareciendo horrible el adjetivo “exitoso”, y ahora es de uso corriente.
Las luchas del feminismo –que asumo como propias– han tenido un papel importantísimo en los cambios del lenguaje. Repito, la estupidez no es patrimonio de nadie y hay feministas estúpidas como fontaneros estúpidos o bailarines estúpidos. Miembras o jovenas, sin ir más lejos. Eso no debe despistarnos, algo se ha conseguido. Alcaldesa ahora también significa algo distinto a la mujer del alcalde. ¿Es esto importante? Creo, personalmente que sí, aunque no acabe con la violencia de género.
El papel que ha tenido la sacrosanta Real Academia de la Lengua ha sido, a mi parecer, lamentable. No han tenido nunca reparos a aceptar préstamos ingleses para la tecnología, como el cederrón, que además queda muy a menudo obsoleta. Sin embargo se ha resistido tozudamente a permitir el femenino de juez, médico y tantos otros. Jueza fue aceptada en 1992 después de rechazarla en 1960.
Žižek hace suya la teoría de que el lenguaje crea nuestra realidad, entendiendo realidad como algo diferente a lo real, algo simbólico. Quizás su intrincada teorización pueda ser productiva, pero lo cierto es que de alguna forma lo que hablamos construye el mundo en el que vivimos. Identificamos el amor, la crisis, somos capaces de adquirir matices en la obra del arte a través de las palabras. Para lo bueno o para lo malo, para crear un hogar o para crear una cárcel.
Las palabras no son inocentes. Cuando decimos “color carne”, ¿a qué nos referimos? Hay indudablemente mucho etnocentrismo en esa expresión. ¿Mejoraríamos como humanos si la cambiamos? En cierta forma sí. Otro ejemplo, la distinción entre género y sexo. En muchos manuales se utiliza “sexo” para referirse a lo biológico (en principio, mujer y hombre, aunque Judith Butler tendría mucho que decir), mientras que “género” haría referencia a las características y atribuciones culturales que tienen el hombre y la mujer en una sociedad concreta. Muy a menudo escucho como crítica que esa distinción es artificial –¿y cuál no lo es?–, y que “género” es un atributo lingüístico y no es aplicable a los seres humanos. Esta argumentación tiene poco peso. “Camarera” era la encargada de cuidar de la “cámara” del rey y ahora es la empleada de un hotel que arregla las camas de las habitaciones o sirve las bebidas en un bar. No importa de dónde vengan las palabras, éstas pueden transmutar y significar otras cosas. Pero, cuidado, llevan siempre un equipaje de contrabando. Hombre público es muy diferente a mujer pública.
Los científicos proponen palabros y algunos los adoptamos y damos cobijo en nuestro hogar. En el camino unas se transforman y maduran, otras se pervierten. En ocasiones tendremos que forzar la lengua que hablamos para poder decir lo que queremos. A veces tendremos que rechazar la fuerza de la tradición que acumulan las palabras en su genética. Y de hecho lo hacemos[1]. También decimos disparates y escuchamos disparates. Algunos nos suenan bien y los mantenemos, otros los desechamos. No quisiera pecar de iluso, estos cambios no se pueden acelerar. No somos dioses. Proponemos y aceptamos en nuestras conversaciones, recitamos y volvemos a recitar lo que nos llega al alma. Como me ha dicho hace unos días un poeta popular, la mano escribe lo que el corazón siente. Escuchemos con calma al corazón, porque a fin de cuentas, decía Nietzsche, no dejaremos de creer en dios porque creemos en la gramática.


[1] Por eso decimos, actor/actriz, emperador/emperatriz y sin embargo decimos conductor/conductora, director/directora. El genio de la lengua aceptó antes a las emperatrices que a las directoras.

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