sábado, 7 de noviembre de 2015

La fuerza de las pequeñas cosas



Enuncia el efecto mariposa que el aleteo de un lepidóptero puede ocasionar tremendas perturbaciones en un lugar muy remoto. Pues no solamente en lugares remotos. Un pequeñísimo suceso arrastra sin misericordia toda una vida. Cruzas un semáforo con un segundo de diferencia y un coche te arrastra cinco metros sobre el asfalto. Cambias una casilla en una solicitud, decides declinar una última cerveza… ¿Qué hubiera pasado si…?
Nos gusta pensar que nos manejamos con cierta soltura en los océanos de la vida, que tenemos criterio para decidir sobre las cuestiones nimias y sobre las trascendentes determinaciones. Así nos narramos a nosotros mismos con alguna coherencia el relato de nuestra vida. Tuvimos un sueño y tomamos los caminos necesarios para alcanzarlo. Sí, es verdad, nos confundimos y retroceder sólo fue una manera más azarosa y a la par más excitante de llegar a nuestro destino. Dicen que parte de la felicidad hunde sus pies en la confianza en ser los dueños, al menos en parte, de nuestro futuro. Al menos, confío, mentirnos a nosotros mismos puede alcanzar los mismos resultados.
Por eso, sospecho, nos aterra tanto el azar y nos aferramos a lo conocido, a soportar pequeñas incursiones en lo imprevisto para, después de un par de semanas de vacaciones, tumbarnos en nuestro cómodo sofá de la rutina. Unos más y otros menos, quienes prefieren un taburete y quienes añoran el duro suelo o la suave brisa del mar. Nos gusta imaginarnos como intrépidos aventureros, pero, cuando miramos en nuestra mochila suspiramos aliviados con sus aparejos de seguridad, nuestras cuerdas de amigos, nuestros cachivaches tecnológicos, nuestro talonario, nuestra seguridad, sea en la moneda que sea.
Todo puede cambiar y derrumbarse en un instante. Un accidente, una mala decisión, un olvido, un despiste, la maldad de un desconocido… cualquier insignificante piedrecita puede atascar un mecanismo. Y entonces todo pierde sentido, el escenario se vuelve del revés, lo que estaba dentro acaba fuera y lo que arriba termina boca abajo. La desorientación se apodera de nosotros, respiramos pánico y el abismo se presenta como único paisaje alrededor.
Y no nos sirven los mapas conocidos, el territorio está sin cartografiar, no hay senderos, a veces porque la oscuridad reina, a veces porque una gran luz deslumbra tanto que nos ciega, a veces porque estamos embotados y la cabeza no piensa con serenidad. Son momentos cruciales, todo puede perderse definitivamente, hay posibilidades de salvar los muebles del naufragio o quizás sobrevivas en forma de zombie con secuelas irreparables.
No todo depende de uno, hay mucho de suerte. El ser humano tiende a recomponerse gracias a la fe, en un dios todopoderoso, en varios, en santos de estampitas añejas, en el fin de los tiempos, el castigo de los malvados y la beatitud de los santos… El tiempo pondrá, dicen, a cada uno en su lugar. Pero el tiempo no se ocupa en esos menesteres, vuela, se fuga y nos deja empantanados hasta las rodillas, con mierda hasta las cejas, compuestos y sin novia. Sólo nos salva la fe en la propia fe, de la misma forma que sólo hay que temer al miedo en sí mismo.
Algunos dirán que es el karma, que estaremos pagando con la desorientación el daño que hicimos, el descuido, la falta de atención, la maldad, la inquina insalubre que nos envenena por dentro. Y no faltará razón porque no estamos limpios del todo, la desgana, el egoísmo, la falta de inteligencia nos hacen continuamente imputados de pequeños crímenes, de ínfimas infamias y grandes traiciones a los que queremos. Incluso a uno mismo.
Son esos momentos de zozobra, de filos de navaja, de puntos de no retorno, de maelstrom en los que se siente el aliento del infinito y lo sublime, cuando nos aterroriza cómo el pasado se reproduce en el presente dejándonos un páramo, un desierto, la nada. Intuimos que el mar de niebla que hemos fabricado y que el azar, ese pequeño azar que se nos ha interpuesto, nos puede tragar, hacernos desaparecer, fagocitarnos y ser sólo motas de polvo flotando en remolinos como las bolsas de plástico, sin el romanticismo de las películas a cámara lenta.
Pero son esos momentos en los que podemos confiar en quienes tenemos a nuestro lado. Quienes sabemos que están con nosotros más allá de toda duda. Mucho más que amigos para siempre, muchísimo más que intereses compartidos, que costumbres asentadas, que pequeños gestos de complicidad y hábitos convencionales. Sabemos que, sin hablar, sin pedir ayuda están ahí, aunque la niebla, la ola de arena, el torbellino de desgracias nos aturda, para que nos aferremos como náufragos para, juntos, volver a retomar nuestro camino.
Las desgracias, sean causadas por grandes catástrofes o pequeños accidentes, sólo tienen un final feliz cuando tienes a alguien que te quiere por encima de todo, que sufre contigo y que tiene fe, que se desespera con el dolor pero camina contigo siempre, rompiendo ese maleficio que el aleteo de la mariposa ha causado.
No necesitas más compañía, no necesitas mapas, los dibujas sobre la marcha, nunca mejor dicho, porque serán vuestros pies los que, con sus huellas, delimiten la historia que contaréis a los que vengan detrás. Y si se borra el camino, se asfalta nuevo; si las pistas de aterrizaje se vuelven inservibles, se sigue volando, y que el viento nos lleve al infinito.

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