Tengo
que confesar que me corroe una duda. Sé que tengo complejo de maestro liendre, ese
que de todo sabe y de nada entiende. Sé que es muy fácil caer en lo que ahora
se ha dado en llamar “cuñadismo”, esos listos de toda la vida que son los
máximos conocedores de vinos, de coches, de cómo hacer paella… Y tengo miedo de
caer en esa tentación de pretender sentenciar sobre cualquier asunto de
actualidad, presente o pasado. Creo que me salva la limitada difusión de estas
palabras, la humildad forzada del medio y que no me paga nadie. Expreso mis
opiniones como buenamente puedo y no puedo pretender más que el diálogo con
aquellos que tengan a bien dedicarme un poco de su tiempo. Y aunque voy
saltando de tema en tema, no tengo obligación de tener una opinión para todo,
en el momento de producirse.
Se me
hace muy difícil comprender a todos aquellos opinadores que deben por
obligación casi diaria tener una sentencia fundada, unas causas –si ese trata
de malas noticias, son los otros, por
supuesto– y unas consecuencias –magníficas, si se han ocupado los suyos–.
Además, deben sonar a estar muy informados, como si estuvieran tratando del
asunto en el desayuno, merienda y cena. Conocen a quien tienen que conocer, que
no se conforman con la primera impresión y desvelan lo que realmente importa de
las cuestiones candentes.
Siempre
entran al trapo, siempre provocando, bien una mueca de asentimiento, bien una
de asco. Estos especialistas en todos los estilos entienden de los tejemanejes
políticos, de las intrigas de las grandes firmas, están al día de los estrenos
de cine y de las últimas novelas. Se codean con metres y artistas plásticos, se
mueven con facilidad en los bajos fondos de las bambalinas y los talleres y
galerías. Han cenado con grandes empresarios del país y de las grandes
corporaciones. Saben de buena tinta los últimos fichajes y los mentideros de
los vestuarios.
De vez
en cuando parece que improvisan, que dicen y escriben lo que primero les viene
a la cabeza, como si les pillaran a contrapié. Pero no, en absoluto, a las
pocas horas ya enhebran un discurso coherente, que sospechosamente coincide con
otros opinadores de la misma tendencia en otros medios de comunicación. Los hay
caballerosos y los hay de lengua afilada. De verbo rebuscado y mala redacción.
Los hay que disfrutan con la ironía y la distancia del que se sabe por encima
del bien y del mal. Los hay muy hombres y los hay que lucen galas de dandi.
Uno los
envidia porque saben vivir, disfrutan de todas las oportunidades sin dejar de
ser los más cultos. Se organizan la tarde y la noche para descansar y escribir
la columna del día siguiente, luego duermen y, durante las horas en la cama,
han preparado la introducción del próximo libro y han repasado mentalmente,
mientras se lavan los dientes, la presentación del siguiente volumen escrito
por un compañero lejano.
También
envidia uno la sabiduría de desechar opiniones intrascendentes. Son personas
que ya saben a quiénes hay que escuchar y a quiénes leer, discriminan
rápidamente las pamplinas de los adversarios y subrayan con tinta indeleble las
frases que dejan a los opositores en ridículo. Bendita capacidad de concentración
y bendita clarividencia.
Sólo
admiten la tiranía de la actualidad, sólo a ella se someten, por lo demás son
libres de cualquier influencia. Y sabemos de buena tinta que lo han intentado,
que les han prometido cargos y prebendas, regalos y viajes… Y ellos han sido
firmes… y han firmado sus invectivas contra quienes se las merecían, porque
están bien informados y demuestran con datos lo erróneo de los contrarios.
Uno, en
su ignorancia, aprecia que se obstinan en ciertos temas, como el problema de
España y de su disolución, mientras que sobrevuelan sin mucho detenimiento las
crueldades de la desigualdad. Pero seguramente es miopía propia, que las
personas de a pie no sabemos distinguir qué es lo realmente adecuado para el
país y para la humanidad. Además, debe ser así porque todos coinciden en el
diagnóstico, da igual que unos vengan del periodismo de facultad, otros del maoísmo
del 68, muchos de los hogares bien situados de familias del régimen… Discrepan
en los matices y en las soluciones, pero los temas de actualidad son los que
ponen sobre la mesa. Su indignación es la indignación que merece la pena.
Estos
todoterrenos de los medios de comunicación tienen la elevada facultad de
cambiar de pista, en carretera pisan el acelerador y, en las abruptas veredas,
se asoman al precipicio con la seguridad de quien no se cae. Quizás deberían
convertirse en los verdaderos héroes de nuestros tiempos, pendientes de sus smartphones y tabletas para comentar en
las redes lo que no les dejan decir los presentadores mientras, a la vez,
corrigen exámenes de la facultad o contestan el correo.
Quizás
por eso se insiste en tantos foros en que la educación debe dejar de lado las
asignaturas, residuos y antiguallas que frenan el verdadero saber en la
sociedad del conocimiento. Por eso, en lugar de tediosos exámenes que exijan el
dominio de una materia, es preferible desarrollar diversas competencias
esenciales, básicas, clave (que en eso también hay disputa). Así, nuestros tiernos
infantes no tendrán en su cabeza nada que estorbe para poder ir respondiendo, a
golpe de pantalla táctil, cualquier desafío informativo, cualquier iniciativa
política, cualquier problema en una comunidad de vecinos. No sabrán apenas de
nada porque, como los opinadores, entenderán de todos los estilos.
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