Que la izquierda anda un poco
perdida es algo que no se le escapa a casi nadie. No puede haber un discurso
triunfalista cuando los resultados electorales no se corresponden o, cuando alcanza
el poder, las políticas no hacen gala de una perspectiva sensiblemente distinta
de gobiernos anteriores. Ahora mismo, y no sólo en España, lo máximo que se
puede prometer es una tímida declaración de intenciones y una descalificación
del contrario basándose en los casos de corrupción. Ahora bien, enumerar la
desfachatez del adversario no es suficiente para movilizar un electorado. Tras
un bufido, todos son iguales… se produce más un desencanto que un vuelco
electoral. Da la impresión de que lo único que puede ilusionar es la apelación
a un marco de identidad.
Eso
sí que parece tener efectos sobre el electorado y la opinión pública. Este
anzuelo ya lo venía predicando Manuel Castells hace dos décadas, aunque es
innegable que se haya transformado el panorama mundial al respecto. Lo más
básico, quizás, es señalar el nacionalismo y acusarlo de disgregar las
sociedades, ignorando, desde fuera, el inmenso poder de atracción que posee. En
el caso de Cataluña sorprende la ceguera de los indepes al negar que la mayoría de los catalanes no apoya su
proyecto de Estado. Y sorprende también la ceguera del gobierno para ignorar
que casi la mitad de los catalanes optan por partidos que apoyan la
independencia. Ninguno de los dos es capaz de asumir la ingente cantidad de
aspiraciones insatisfechas que provoca una política y la opuesta. Que se ganen
unas elecciones no elimina el enorme número de votantes de la otra opción.
La
defensa de las minorías puede provocar, por su parte, efectos perversos. Por
ejemplo, la creación de barrios gay-friendly
puede terminar por asemejarse a guetos. Sin embargo, desde mi punto de vista,
es un riesgo menor ante la avalancha de homofobia que campa por las redes
sociales y por la sociedad en general. Es más urgente normalizar las conductas
que advertir de los peligros que la supuesta ideología de género puede acarrear
más allá de las mentes estrechas de quienes se alarman por ella.
Muchos
analistas están poniendo el dedo en la llaga a este respecto, señalando los
defectos de una izquierda de salón, un progresismo cool, que aboga por
la defensa de los marginados bajo la bandera del respeto a la identidad del
diferente. Me divierten mucho, por otra parte, las quejas de los varones
blancos heterosexuales “amenazados” por estas banderas, que dicen sufrir
marginación frente a las minorías del lobby rosa, o de las feministas (a
las que denominan “radicales). Si son tan sensibles a cierta censura en el
decir, no quiero ni pensar cómo estarían si durante décadas hubieran estado
privados del derecho al voto, que hubieran necesitado permiso de su esposa para
viajar al extranjero, tener una cuenta corriente a su nombre, o en la
actualidad, que adjudicaran a sus buenos haceres en la cama los ascensos que se
han merecido por su trabajo, por decir simplemente un apunte.
El
problema de la defensa de estos colectivos es, por un lado, que se deja de lado
la visión global de la cuestión. Al hacerse adalides de una parte de la
sociedad, o mejor, de la sociedad por partes se hacen muy patentes los
enfrentamientos y las divisiones internas por la prioridad en las demandas y el
reparto de atención y medidas. Y, para colmo, salen a la superficie los
prejuicios de clase. Si echamos la mirada atrás, como hace Owen Jones en Chavs,
comprobaremos cómo han cambiado los perfiles de los activistas de
izquierda. En los inicios del movimiento obrero hasta más de la mitad del siglo
XX, los líderes provenían de las fábricas, del tejido productivo, ahora, sin
embargo, el arquetipo de persona progresista tiene estudios universitarios y un
trabajo alejado del ideal de proletario. Que la clase media tenga conciencia
social no es malo, pero sí que termina por romper el símbolo de identificación
con la working class. En Chavs, también aparece claramente
la estrategia de la derecha para demonizar a la clase trabajadora. Lo triste es
que a una parte de estos activistas universitarios les asoma por las grietas un
desprecio, a veces mal disimulado, por ciertos aspectos del habitus, de la cultura o de los gustos
musicales de la clase baja. Víctor Lenore ha insistido últimamente a propósito
del reguetón.
Ahí
dicen que radica el éxito de personajes como Donald Trump. Un multimillonario
que consigue la identificación de la clase más empobrecida de los Estados
Unidos a través de los prejuicios racistas, machistas, homófobos, xenófobos,
siendo tan grosero como ellos, la white trash, los rednecks, Le
Penn y la ultraderecha alemana, austriaca y holandesa, el UKIP hasta Amanecer
Dorado siguen un paradigma muy similar. Han conseguido el voto de los
trabajadores que se sienten abandonado por las políticas de la derecha liberal
y también por la izquierda que vende una solidaridad con los que ellos
consideran su enemigo natural, los emigrantes que compiten por sus puestos de
trabajo, las feministas y homosexuales que socavan la estructura mental
tradicional de roles de género… Denuncian que, de alguna manera, hay colectivos
privilegiados dentro de la discriminación. Por eso pueblan la red los relatos
de magrebíes que abusan de los servicios sociales con desfachatez, de gitanos
que se aprovechan de las ventajas para no dar un palo al agua, de refugiados
que son, en realidad, yihadistas mal disfrazados. La derecha más populista no
tiene ningún reparo en sentirse identificada con estos prejuicios, y los
alimenta, echando más leña al fuego, como García Albiol contra los emigrantes,
o dirigiendo interesadamente las críticas hacia los servicios sociales y el
funcionariado. Los fallos del sistema que indignan a las clases más bajas son azuzados
como ariete para desmontar el Estado del Bienestar.
En
cierta forma, el éxito de Inés Arrimadas y Ciudadanos en las últimas elecciones
catalanas muestra también a las claras cómo ha sabido recuperar el “nosotros”
del pueblo, que en el cinturón rojo de Barcelona ha pasado a ser el cinturón
naranja. Ha conseguido la identificación de esa mayoría del pueblo que no se
siente independentista y se ha visto abandonada por los devaneos del PSOE y
Podemos con el federalismo. El fracaso de Podemos ha sido no conseguir
rentabilizar la identificación indignada que unió a los millones de votantes de
su principio. No es sólo, como plantea la dirección, un problema de
comunicación, también es de estrategia y de dirección política.
La
cuestión es que la identidad es polimorfa. Ser mujer y feminista admite muchos
matices, incluso contradictorios, como se está demostrando en las campañas y
contracampañas #Metoo. Basarse en la creación de identidades es una solución
siempre que sea para sumar, no para enfrentarse, porque segmentando al
electorado lo único que se consigue es dejar el camino libre para que la
derecha siga ganando las elecciones con un tercio de apoyo del electorado. Sin
embargo, resulta complicado esta reformulación ilusionante de la identidad.
Es
necesario, desde luego, evitar el menosprecio que cierto sector progresista
hace de la gente “normal”, como la famosa portada de El jueves insultando
a los millones de votantes del Partido Popular. No se puede despreciar las
bases de la cultura popular, porque la identidad no sólo se forma a través del
razonamiento intelectual, ni siquiera tener una posición económica te hace
automáticamente tener unas ideas políticas, uno se impregna a través de las
prácticas comunes, se contagia de los gustos, opiniones y razonamientos de los
que tiene al lado.
No
propongo asumir la estrategia de la derecha demagoga, ni renunciar a los
principios básicos del progresismo y la izquierda (como sucedió con Tony Blair
y toda la izquierda que se sumó a la visión economista neoclásica), Pero,
quizás, para conseguir la identificación de una mayoría del electorado igual
hay que hablar el idioma del flamenquito. Sin embargo, ganarse la simpatía de
la gente “común” a través de los prejuicios, de la xenofobia, de perpetuar los
estereotipos machistas por usar un lenguaje políticamente incorrecto o
directamente sexista… para ese viaje no necesitamos alforjas.
Análisis muy certero de como nos sentimos la mayoría. Estamos en un momento muy difícil. Bajo mi punto de vista, la izquierda nos ha dejado desamparados, no saben, no tiene mucho que ofrecer y son soberbios. Cada lado político debería hacer una introspección, analizarse y salir nuevamente con los ideales claros. Necesitamos gente que quiera gobernar de verdad y sacarnos de esta barbaridad política. Y no que solo quieran salir en la foto.
ResponderEliminarNo diré nada del racismo, xenofobia , del machismo etc...ya que no acabaría.
Gracias por este texto. Genial como siempre
Gracias por tus apreciaciones. No creo que la derecha sea menos soberbia, pero se le perdona. hay que seguir conla crítica y trabajando. No queda otra
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